Dejó la cuchara y se levantó, pero antes de llegar a la cuna se detuvo, dio media vuelta y volvió a sentarse. Las dudas sobre aquel hijo cayeron sobre él con más fuerza que nunca. «Todos los Estanyol tienen un lunar junto al ojo derecho», le había dicho su padre. Él lo tenía y su padre también. «Tu abuelo también lo tenía -le había asegurado-, y el padre de tu abuelo…»

Bernat estaba agotado: había trabajado de sol a sol. Llevaba días haciéndolo. Volvió a mirar hacia la cuna.

Se levantó de nuevo y se acercó a la criatura. Dormía plácidamente, con las manitas abiertas, cubierta por una sábana hecha con los jirones de una camisa blanca de lino. Bernat dio la vuelta al bebé para verle el rostro.

3

Francesca ni siquiera miraba al niño. Acercaba al bebé -al que habían llamado Arnau- a uno de sus pechos y luego al otro. Pero no lo miraba. Bernat había visto dar de mamar a las campesinas y, desde la más acomodada hasta la más humilde, esbozaban una sonrisa, o dejaban caer los párpados, o acariciaban a sus hijos mientras ellos se alimentaban. Francesca no. Lo limpiaba y lo amamantaba, pero en los dos meses de vida que tenía el niño Bernat no había oído que le hablara con dulzura, no había visto que jugara con él, le levantara las manitas, lo mordisqueara, lo besara o, simplemente, lo acariciara. «¿Qué culpa tiene él, Francesca?», pensaba Bernat cuando cogía a Arnau en brazos. Entonces se lo llevaba lejos de su madre, allí donde pudiera hablarle y acariciarlo a salvo de la frialdad de Francesca.

Porque el niño era suyo. «Todos los Estanyol lo tenemos», se decía Bernat cuando besaba el lunar que Arnau lucía junto a la ceja derecha. «Todos lo tenemos, padre», repetía después levantando al niño hacia el cielo.

Aquel lunar pronto se convirtió en algo más que en un motivo de tranquilidad para Bernat. Cuando Francesca acudía a hornear el pan al castillo, las mujeres levantaban la manta que cubría a Arnau para verlo. Francesca las dejaba hacer y después sonreían entre sí delante del hornero y de los soldados. Y cuando Bernat acudía a trabajar las tierras de su señor, los campesinos le palmeaban la espalda y le felicitaban, también delante del alguacil que vigilaba sus labores.

Muchos eran los hijos bastardos de Llorenç de Bellera pero jamás había prosperado ninguna reclamación; su palabra se imponía a la de cualquier ignorante campesina, aunque luego, entre los suyos, no dejara de alardear de su virilidad. Era evidente que Arnau Estanyol no era hijo suyo, y el señor de Navarcles empezó a advertir sonrisas mordaces en las campesinas que acudían al castillo; desde sus habitaciones vio que cuchicheaban entre ellas, incluso con sus soldados, cuando coincidían con la mujer de Estanyol. El rumor se extendió más allá del círculo de los campesinos, y Llorenç de Bellera se convirtió en el objeto de las bromas de sus iguales.

– Come, Bellera -le dijo, sonriente, un barón de visita en su castillo-; ha llegado a mis oídos que necesitas fuerzas.

Todos los presentes a la mesa del señor de Navarcles corearon con risas la ocurrencia.

– En mis tierras -comentó otro- no permito que ningún campesino ponga en entredicho mi virilidad.

– ¿Acaso prohíbes los lunares? -replicó el primero, ya bajo los efectos del vino, dando pie a sonoras carcajadas, a las que Llorenç de Bellera contestó con una sonrisa forzada.

Sucedió a principios de agosto. Arnau descansaba en su cuna a la sombra de una higuera, en el patio de entrada de la masía; su madre trajinaba del huerto a los corrales, y su padre, siempre con un ojo puesto en la cuna de madera, obligaba a los bueyes a pisar una y otra vez el cereal que había extendido por el patio para que las espigas soltasen el preciado grano que los alimentaría durante todo el año.

No los oyeron llegar. Tres jinetes irrumpieron al galope en la masía: el alguacil de Llorenç de Bellera y dos hombres más, armados y montados en unos imponentes animales criados especialmente para la guerra. Bernat advirtió que los caballos no iban armados como en las cabalgadas ordenadas por su señor. Probablemente, no habían considerado necesario armarlos para intimidar a un simple payés. El alguacil se quedó un poco apartado, pero los otros dos, ya al paso, espolearon a sus monturas hacia donde se encontraba Bernat. Los caballos, domados para la guerra, no dudaron y se abalanzaron sobre él. Bernat retrocedió dando traspiés, hasta que cayó al suelo, muy cerca de los cascos de los inquietos animales. Sólo entonces los jinetes les ordenaron parar.

– Tu señor -gritó el alguacil-, Llorenç de Bellera, reclama los servicios de tu mujer para amamantar a don Jaume, el hijo de tu señora, doña Caterina. -Bernat intentó levantarse pero uno de los jinetes volvió a espolear el caballo. El alguacil se dirigió hacia donde se encontraba Francesca-: ¡Coge a tu hijo y acompáñanos! -le ordenó.

Francesca sacó a Arnau de la cuna y echó a andar, cabizbaja, tras el caballo del alguacil. Bernat gritó y trató de ponerse en pie, pero antes de que lo consiguiera uno de los jinetes lanzó al caballo sobre él y lo derribó. Lo intentó de nuevo, varias veces, todas con el mismo resultado: los dos jinetes jugaron con él persiguiéndolo y derribándolo, mientras reían. Al final, jadeante y magullado, quedó tendido en el suelo, a los pies de los animales, que no dejaban de mordisquear los frenos. Una vez que el alguacil se perdió en la lejanía, los soldados se volvieron y espolearon a sus monturas.

Cuando volvió el silencio a la masía, Bernat miró la estela de polvo que dejaban los jinetes y luego dirigió la vista hacia los dos bueyes, que pacían las espigas que habían pisoteado una y otra vez.

Desde aquel día, Bernat atendía mecánicamente a los animales y los campos, con la mente puesta en su hijo. De noche vagaba por la masía recordando aquel susurro infantil que hablaba de vida y de futuro, el crujido de los maderos de la cuna cuando Arnau se movía, el llanto agudo con que reclamaba su alimento. Intentaba oler, en las paredes de la masía, en cualquier rincón, el aroma de inocencia de su niño. ¿Dónde dormía ahora? Aquí estaba su cuna, la que había hecho con sus propias manos. Cuando lograba conciliar el sueño, lo despertaba el silencio. Entonces Bernat se encogía sobre el jergón y dejaba transcurrir las horas con los sonidos de los animales de la planta baja por toda compañía.

Bernat acudía regularmente al castillo de Llorenç de Bellera para hornear el pan que ya no le traía Francesca, encerrada y a disposición de doña Caterina y del caprichoso apetito de su hijo. El castillo -como le había contado su padre cuando ambos habían tenido que acudir allí- no era en sus inicios más que una torre de vigilancia en la cima de un pequeño promontorio. Los antecesores de Llorenç de Bellera aprovecharon el vacío de poder que siguió a la muerte del conde Ramon Borrell para fortificarla, a expensas del trabajo de los payeses de sus cada vez más extensas tierras. Alrededor de la torre del homenaje, se levantaron sin orden ni concierto el horno, la forja, unas nuevas y mayores caballerizas, graneros, cocinas y dormitorios.

El castillo de Llorenç de Bellera distaba más de una legua de la masía de los Estanyol. Las primeras veces no pudo obtener ninguna noticia de su niño. Preguntase a quien preguntase, la respuesta era siempre la misma: su mujer y su hijo estaban en las habitaciones privadas de doña Caterina. La única diferencia estribaba en que, al contestarle, algunos se reían cínicamente y otros bajaban la vista como si no quisieran enfrentarse al padre de la criatura. Bernat soportó las excusas durante un largo mes, hasta que un día en que salía del horno con dos hogazas de pan de harina de haba, se topó con uno de los escuálidos aprendices de la forja, al que en ocasiones había interrogado sobre el pequeño.

– ¿Qué sabes de mi Arnau? -le preguntó.

No había nadie a la vista. El chico intentó esquivarlo, como si no lo hubiera oído, pero Bernat lo agarró por el brazo.

– Te he preguntado qué sabes de mi Arnau.

– Tu mujer y tu hijo… -empezó a recitar con la mirada en el suelo.

– Ya sé dónde está -lo interrumpió Bernat-. Lo que te pregunto es si mi Arnau está bien.

El muchacho, todavía con la mirada baja, jugueteó con sus pies en la arena del suelo. Bernat lo zarandeó.

– ¿Está bien?

El aprendiz no levantaba la vista, y la actitud de Bernat se volvió violenta.

– ¡No! -gritó el muchacho. Bernat cedió para encararse con él-. No -repitió. Los ojos de Bernat le interrogaban.

– ¿Qué le pasa al niño?

– No puedo…Tenemos órdenes de no decirte…-La voz del muchacho se quebraba.

Bernat volvió a zarandearlo con fuerza y alzó la voz sin reparar en que podía llamar la atención de la guardia.

– ¿Qué le pasa a mi hijo? ¿Qué le pasa? ¡Contesta!

– No puedo. No podemos…

– ¿Esto te haría cambiar de opinión? -le preguntó, acercándole una hogaza.

Los ojos del aprendiz se abrieron de par en par. Sin contestar, arrancó el pan de las manos de Bernat y lo mordió como si no hubiera comido en varios días. Bernat lo arrastró al abrigo de miradas.

– ¿Qué hay de mi Arnau? -inquirió de nuevo con ansiedad. El muchacho lo miró con la boca llena y le hizo gestos de que lo siguiera. Anduvieron con sigilo, pegados a las paredes, hasta la forja. Cruzaron sus puertas y se dirigieron hacia la parte trasera. El chico abrió la portezuela de un cuartucho anejo a la forja, donde se guardaban materiales y herramientas, y entró en él seguido por Bernat. Nada más entrar, el muchacho se sentó en el suelo y se volcó en la hogaza de pan. Bernat escrutó el interior del cuartucho. Hacía un calor sofocante. No vio nada que pudiera hacerle entender por qué el aprendiz lo había llevado hasta allí: en aquel lugar sólo había herramientas y hierros viejos.

Bernat interrogó al chico con la mirada. Este, que masticaba con fruición, le contestó señalándole una de las esquinas del cuchitril y le instó con gestos a que se dirigiese hacia allí.

Sobre unos maderos, abandonado y desnutrido, en un basto capazo de esparto roto, se hallaba el niño, a la espera de la muerte. La blanca camisa de lino estaba sucia y harapienta. Bernat no pudo ahogar el grito que surgió de su interior. Fue un grito sordo, un sollozo apenas humano. Cogió a Arnau y lo apretó contra sí. La criatura respondió débilmente, muy débilmente, pero lo hizo. -El señor ordenó que tu hijo permaneciese aquí -oyó Bernat que le decía el aprendiz-.Al principio, tu mujer venía varias veces al día y lo calmaba amamantándolo. -Bernat, con lágrimas en los ojos, apretaba el cuerpecito contra su pecho intentando insuflarle vida-. Primero fue el alguacil -continuó el muchacho-; tu mujer se resistió y gritó… Yo lo vi, estaba en la forja. -Señaló una abertura en los tablones de madera de la pared-. Pero el alguacil es muy fuerte… Cuando terminó, entró el señor acompañado por algunos soldados. Tu mujer yacía en el suelo y el señor empezó a reírse de ella. Después se rieron todos. A partir de entonces, cada vez que tu mujer venía a amamantar a tu hijo, los soldados la esperaban junto a la puerta. Ella no podía oponerse. Desde hace algunos días apenas viene. Los soldados…, cualquiera de ellos, la pillan en cuanto abandona las habitaciones de doña Caterina. Y ya no tiene tiempo de llegar hasta aquí. A veces el señor los ve, pero lo único que hace es reírse.