– Nada de especias. Nada de tejidos, aceites o ceras -le aconsejó Hasdai mientras Sahat asentía con la cabeza ante unas instrucciones que ya preveía-. Hasta que vuelva a estabilizarse la situación, Cataluña no estará preparada para asumir de nuevo esas importaciones. Esclavos, Sahat, esclavos. Después de la peste, Cataluña necesita mano de obra. Hasta ahora no nos habíamos dedicado mucho al negocio de los esclavos. Los encontrarás en Bizancio, Palestina, Rodas y Chipre. Evidentemente, también en el mercado de Sicilia. Me consta que en Sicilia se venden muchos turcos y tártaros. Pero yo sería partidario de utilizar sus lugares de origen; en todos ellos tenemos corresponsales a los que puedes recurrir. En muy poco tiempo, tu nuevo amo amasará una considerable fortuna.

– ¿Y si se niega al comercio de esclavos? No parece que sea una persona…

– Es una buena persona -lo interrumpió Hasdai confirmando sus sospechas-, escrupulosa, de orígenes humildes y muy generosa. Podría ser que se negase a intervenir en el comercio de esclavos. No los traigas a Barcelona. Que Arnau no los vea. Llévalos directamente a Perpiñán, Tarragona o Salou o limítate a venderlos en Mallorca. Mallorca tiene uno de los mercados de esclavos más importantes del Mediterráneo. Deja que otros los traigan a Barcelona o comercien con ellos allá donde deseen. Castilla también está muy necesitada de esclavos. En cualquier caso, hasta que Arnau se entere de cómo funcionan las cosas, transcurrirá el tiempo suficiente para ganar bastante dinero. Yo le propondría, y así se lo recomendaré personalmente, que al principio se dedique a conocer bien las monedas, los cambios, los mercados, las rutas y los principales objetos de exportación o importación. Mientras tanto tú puedes dedicarte a lo tuyo, Salat. Piensa que no somos más inteligentes que los demás y que todo aquel que tenga algo de dinero importará esclavos. Será una época muy lucrativa pero corta. Hasta que el mercado se agote, que se agotará, aprovéchala.

– ¿Cuento con tu ayuda?

– Toda. Te daré cartas para todos mis corresponsales, a los que ya conoces. Te procurarán el crédito que necesites.

– ¿Y los libros? Tendrán que constar los esclavos, y Arnau podría comprobarlos.

Hasdai le dirigió una sonrisa de complicidad.

– Estoy seguro de que sabrás arreglar ese pequeño detalle.

34

¡Esta! -Arnau señaló una pequeña casa de dos pisos, cerrada y con una cruz blanca en la puerta. Sahat, ya bautizado como Guillem, a su lado, asintió-. ¿Sí? -preguntó Arnau. Guillem volvió a asentir, esta vez con una sonrisa en los labios.

Arnau miró la casita y meneó la cabeza. Se había limitado a señalarla y Guillem había consentido. Era la primera vez en su vida que sus deseos se cumplían de una forma tan sencilla. ¿Sería siempre así a partir de entonces? Volvió a menear la cabeza.

– ¿Sucede algo, amo? -Arnau lo traspasó con la mirada. ¿Cuántas veces le había dicho que no quería que lo llamase amo? Pero el moro se había negado; le contestó que debían guardar las apariencias. Guillem le sostuvo la mirada-. ¿Acaso no te gusta, amo? -añadió.

– Sí…, claro que me gusta. ¿Es adecuada?

– Por supuesto. No podría ser mejor. Mira -le dijo señalándola-, está justo en la esquina de las dos calles de los cambistas: Canvis Nous y Canvis Vells. ¿Qué mejor casa que ésta?

Arnau miró hacia donde le señalaba Guillem. Canvis Vells llegaba hasta el mar, a la izquierda de donde se encontraban; Can-vis Nous se abría frente a ellos. Pero Arnau no la había elegido por eso; ni siquiera se había dado cuenta de que aquellas calles fueran las de los cambistas, a pesar de haber andado por ellas en centenares de ocasiones. La casita se alzaba en el linde de la plaza de Santa María, frente a lo que sería el portal mayor del templo.

– Buen augurio -musitó para sí mismo.

– ¿Qué dices, amo?

Arnau se volvió con violencia hacia Guillem. No soportaba que se dirigiera a él usando esa palabra.

– ¿Qué apariencias tenemos que guardar ahora? -le espetó-. Nadie nos escucha. Nadie nos mira.

– Piensa que desde que te has convertido en cambista, mucha gente te escucha y te mira, aunque no lo creas. Debes acostumbrarte a ello.

Aquella misma mañana, mientras Arnau se perdía en la playa, entre los barcos, mirando al mar, Guillem investigó la propiedad de la casita que, como era de esperar, pertenecía a la Iglesia. Sus enfiteutas habían fallecido y quién mejor que un cambista para ocuparla de nuevo.

Por la tarde entraban en ella. La planta superior tenía tres pequeñas habitaciones de las que amueblaron dos, una para cada uno. La inferior estaba compuesta por la cocina, con salida a lo que debía de haber sido un pequeño huerto y, separada de ella por un tabique, con vistas a la calle, una habitación diáfana en la que, durante los días siguientes, Guillem instaló un armario, varias lámparas de aceite y una mesa de madera noble larga con dos sillas tras ella y cuatro enfrente.

– Falta algo – dijo Guillem un día; luego salió de la casa.

Arnau se quedó solo en lo que sería su mesa de cambio. La larga mesa de madera relucía; Arnau la había limpiado una y otra vez. Rozó con los dedos los respaldos de las dos sillas.

– Elige el lugar que desees -le dijo Guillem.

Arnau eligió el de la derecha, a la izquierda de los futuros clientes. Entonces Guillem cambió las sillas: a la derecha puso una silla con brazos, tapizada con seda roja; la correspondiente al moro era basta. Arnau se sentó en su silla y observó la sala vacía. ¡Qué extraño! Hacía sólo algunos meses se dedicaba a descargar barcos y ahora… ¡Jamás se había sentado en una silla como aquélla! En un extremo de la mesa, en desorden, estaban los libros; de pergaminos sin rasgar, le dijo Guillem cuando los compraron. También adquirieron plumas, tinteros, una balanza, varios cofres para el dinero y una gran cizalla para cortar la moneda falsa.

Guillem sacó dinero de su bolsa, más del que Arnau había visto en toda su vida.

– ¿Quién paga todo esto? -preguntó en un determinado momento.

– Tú.

Arnau enarcó las cejas y miró la bolsa que colgaba del cinto de Guillem.

– ¿La quieres? -le ofreció éste.

– No -contestó.

Además de los objetos que adquirieron, Guillem aportó uno propio: un precioso abaco con un marco de madera y bolas de marfil que Hasdai le había regalado. Arnau lo cogió y movió las bolas de un lado a otro. ¿Qué le había dicho Guillem? Primero movió las bolas con rapidez, calculando y calculando. Arnau le rogó que lo hiciera más lentamente y el moro, obediente, trató de explicarle su funcionamiento, pero… ¿qué era lo que le había explicado?

Dejó el abaco y se dedicó a ordenar la mesa. Los libros frente a su silla…, no, frente a la de Guillem. Mejor que fuera él quien hiciese las anotaciones. Los cofres, ésos sí que podía ponerlos a su lado; la cizalla algo apartada y las plumas y los tinteros junto a los libros, con el abaco. ¿Quién sino iba a utilizarlo? En ello estaba cuando entró Guillem.

– ¿Qué te parece? -le preguntó Arnau sonriente, extendiendo la mano sobre la mesa.

– Muy bien -le contestó Guillem devolviéndole la sonrisa-, pero así no conseguiremos ningún cliente y menos a alguien que nos confíe sus dineros. -La sonrisa de Arnau se desdibujó al instante-. No te preocupes, sólo falta esto. Es lo que había salido a comprar.

Guillem le entregó un paño que Arnau desenrolló con cuidado. Se trataba de un tapete de carísima seda roja, con flecos dorados en sus extremos.

– Eso -le dijo el esclavo- es lo que te falta sobre la mesa. Es la señal pública de que has cumplido con todos los requisitos que exigen las autoridades y de que tienes tu mesa convenientemente asegurada ante el magistrado municipal por valor de mil marcos de plata. Nadie, bajo severas penas, puede poner el tapete sobre una mesa de cambio o esteras ante ella si no posee la autorización municipal. Por eso, si no la pones, nadie entrará ni depositará aquí sus dineros.

A partir de ese día Arnau y Guillem se dedicaron por entero a su nuevo negocio y, tal como le aconsejó Hasdai Crescas, el antiguo bastaix se volcó en el aprendizaje de los rudimentos de su profesión.

– La primera función de un cambista -le dijo Guillem, sentados los dos en la mesa, con el rabillo del ojo puesto en la puerta por si alguien se decidía a entrar- es la del cambio manual de moneda.

Guillem se levantó de la mesa, la rodeó, se detuvo delante de Arnau y depositó una bolsa de dinero frente a él.

– Ahora fíjate bien -le dijo sacando una moneda de la bolsa y poniéndola sobre la mesa-. ¿La conoces? -Arnau asintió-. Es un croat de plata catalán. Se acuñan en Barcelona, a pocos pasos de aquí…

– Pocos he tenido en la bolsa -lo interrumpió Arnau-, pero estoy cansado de llevarlos a las espaldas. Por lo visto el rey sólo confía en los bastaixos para ese transporte.

Guillem asintió sonriendo y metió de nuevo la mano en la bolsa.

– Esto -continuó, sacando otra moneda y poniéndola junto al croat- es un florín aragonés de oro.

– De ésos nunca he tenido -dijo Arnau cogiendo el florín.

– No te preocupes, tendrás muchos. -Arnau miró a Guillem a los ojos y el moro asintió con seriedad-. Este es un antiguo dinero barcelonés de tern. -Guillem puso otra moneda sobre la mesa y antes de que Arnau volviera a interrumpirlo, continuó sacando monedas-. Pero en el comercio se mueven muchas otras monedas -dijo-, y debes conocerlas todas. Las musulmanas: besantes, mazmudinas rexedíes, besantes de oro. -Guillem fue colocando todas las monedas en fila, frente a Arnau-. Los torneses franceses; las doblas de oro castellanas; los florines de oro acuñados en Florencia; los genoveses, acuñados en Genova; los ducados venecianos; la moneda marsellesa, y las demás monedas catalanas: el real valenciano o mallorquín, el gros de Montpellier, los melgurienses del Pirineo oriental y la jaquesa, acuñada en Jaca y utilizada principalmente en Lérida.

– ¡Virgen Santa! -exclamó Arnau cuando el moro finalizó.

– Debes conocerlas todas -insistió Guillem.

Arnau recorrió la fila con la mirada una y otra vez. Después suspiró.

– ¿Hay más? -preguntó, levantando la mirada hacia Guillem.

– Sí. Muchas más. Pero éstas son las más habituales.

– ¿Y cómo se cambian?

En esta ocasión fue el moro quien suspiró.

– Eso es más complicado. -Arnau lo instó a continuar-. Bien, para su cambio se utilizan las unidades de cuenta: las libras y los marcos para las grandes transacciones; los dineros y los sueldos para el uso corriente. -Arnau asintió; él siempre había hablado de sueldos o dineros, independientemente de la moneda que los representase, aunque por lo general siempre era la misma-. Una vez que tienes una moneda, hay que calcular su valor según la unidad de cuenta y luego hacer lo mismo con aquella por la que quieres cambiarla.