– ¿No hay ninguna diferencia?

– Sólo una: en las comandas, aquel que ha entregado el dinero corre el mismo riesgo que el negocio, esto es, si el mercader no vuelve o pierde la mercadería porque, por ejemplo, lo asaltan los piratas durante una travesía marítima, el que ha puesto el dinero lo pierde. Eso no sucedería en un préstamo, pues el mercader seguiría estando obligado a devolver el dinero con sus intereses, pero en la práctica sigue siendo lo mismo puesto que el mercader que ha perdido su mercancía no nos paga, y en último término los judíos tenemos que acomodarnos a las prácticas comerciales habituales: los mercaderes quieren comandas en las que no corran con el riesgo y nosotros tenemos que hacerlas porque de lo contrario no conseguiríamos beneficios para cumplir con vuestros reyes. ¿Lo has entendido?

– Los cristianos no prestamos con interés, pero el resultado es el mismo a través de las comandas -comentó Arnau para sí.

– Exacto. Lo que intenta prohibir vuestra Iglesia no es el interés en sí mismo, sino la obtención de un beneficio por el dinero, no por el trabajo, y eso siempre que los préstamos no sean a reyes, nobles o caballeros, los que se llaman préstamos baratos, porque un cristiano sí puede prestar dinero a los reyes, nobles o caballeros, con interés; la Iglesia supone que ese préstamo es para la guerra, y considera válido el interés.

– Pero esa práctica sólo la llevan a cabo los cambistas cristianos -argüyó Arnau-. No se puede juzgar a todos los cristianos por lo que hagan…

– No te equivoques, Arnau -le advirtió Hasdai sonriendo y gesticulando con las manos-. Los cambistas reciben en depósito el dinero de los cristianos y con ese dinero contratan comandas, cuyos beneficios después tienen que pagar a aquellos cristianos que les han dado su dinero. Los cambistas dan la cara, pero el dinero es de los cristianos, de todos los que lo depositan en sus mesas de cambio. Arnau, hay algo que nunca cambiará en la historia: el que tiene dinero quiere más; nunca lo ha regalado y nunca lo hará. Si no lo hacen vuestros obispos, ¿por qué iban a hacerlo sus feligreses? Se llamará préstamo, se llamará comanda, se llamará como se llame, pero la gente no regala nada; sin embargo, los únicos usureros somos nosotros.

Charlando les llegó la noche, una noche mediterránea, estrellada y plácida. Durante un rato, los tres permanecieron en silencio disfrutando de la paz y la tranquilidad que se respiraba en el pequeño jardín trasero de la casa de Hasdai Crescas. Al final los llamaron para cenar y por primera vez desde que se alojaba con aquellos judíos, Arnau los vio como personas iguales a él, con otras creencias, pero buenos, tan buenos y caritativos como pudieran serlo los más santos de los cristianos. Esa noche, sin ninguna reserva, disfrutó de los sabores de la cocina judía acompañado por Hasdai a la mesa y servido por las mujeres de la casa.

33

El tiempo iba transcurriendo y la situación empezaba a hacerse incómoda para todos. Las noticias que llegaban al cali sobre la peste eran alentadoras: cada vez aparecían menos casos. Arnau necesitaba volver a su casa. La noche anterior a la partida, Arnau y Hasdai se reunieron en el jardín. Intentaron charlar amistosamente, de cosas intrascendentes, pero la noche sabía a despedida y, entre frase y frase, evitaban mirarse.

– Sahat es tuyo -anunció repentinamente Hasdai, entregándole la documentación que lo corroboraba.

– ¿Para qué quiero un esclavo? Si ni siquiera podré alimentarme yo mismo hasta que se reanude el tráfico marítimo, ¿cómo voy a dar de comer a un esclavo? La cofradía no permite que los esclavos trabajen. No necesito a Sahat.

– Sí que lo necesitarás -le contestó sonriendo Hasdai-. Él se debe a ti. Desde que nacieron Raquel y Jucef, Sahat se ha encargado de cuidarlos como si fueran sus propios hijos y te aseguro que como tales los adora. Ni Sahat ni yo podremos devolverte nunca lo que hiciste por ellos. Hemos pensado que la mejor manera de pagarte esa deuda es facilitándote la vida. Para eso necesitarás a Sahat, y él está dispuesto.

– ¿Facilitarme la vida?

– Ambos te ayudaremos a hacerte rico.

Arnau devolvió la sonrisa a su todavía anfitrión.

– Sólo soy un bastaix . Las riquezas son para nobles y mercaderes.

– Para ti también lo serán.Yo pondré los medios para que así sea. Si actúas con prudencia y conforme a las instrucciones de Sahat, no me cabe duda de que llegarás a serlo. -Arnau lo miró en espera de más explicaciones-. Como sabrás -continuó Hasdai-, la peste está remitiendo; los casos empiezan a ser aislados pero las consecuencias de la plaga han sido terroríficas. Nadie sabe exactamente cuántas personas han fallecido en Barcelona, pero lo que sí se sabe es que de los cinco consejeros, cuatro han muerto. Y eso puede ser terrible. Bien, a lo que íbamos: muchos de los muertos son cambistas que ejercían su profesión en Barcelona. Lo sé porque colaboraba con ellos y ahora ya no están. Creo que, si te interesa, podrías dedicarte al negocio del cambio…

– No sé nada de negocios ni de cambios -lo interrumpió Arnau-. Todos los maestros de oficios necesitan pasar una prueba.Yo no sé nada de todo eso.

– Los cambistas todavía no -le respondió Hasdai-. Sé que se ha pedido al rey que proclame una normativa, pero aún no lo ha hecho. La profesión de cambista es libre, siempre y cuando asegures tu mesa. En cuanto a la sabiduría, Sahat tiene bastante. Él lo sabe absolutamente todo sobre las mesas de cambio. Lleva muchos años colaborando en mi negocio. Lo compré porque era un experto en transacciones de ese tipo. Si le dejas hacer, aprenderás y prosperarás sin problema. Pese a ser esclavo, es un hombre de toda confianza y te debe lealtad por lo que hiciste por mis hijos, las únicas personas a las que ha querido, pues para él son su familia. -Hasdai interrogó a Arnau con sus ojillos-. ¿Y bien?

– No sé… -dudó Arnau.

– Contarás con mi ayuda y la de todos aquellos judíos que conocen tu hazaña. Somos un pueblo agradecido, Arnau. Sahat conoce a todos mis corresponsales a lo largo del Mediterráneo, Europa e incluso más allá de Oriente, en las lejanas tierras del soldán de Egipto. Contarás con una gran base para emprender negocios y nosotros mismos te ayudaremos al principio. Es una buena propuesta, Arnau. No tendrás ningún problema.

El escéptico consentimiento de Arnau puso en marcha toda la maquinaria que Hasdai tenía ya preparada. Primera regla: nadie, nadie debía saber que Arnau contaba con el apoyo de los judíos; eso iría en su contra. Hasdai le entregó una documentación que probaba que todo el dinero que utilizase provenía de una viuda cristiana de Perpiñán, y formalmente así era.

– Si alguien te pregunta -le dijo-, no contestes, pero si te vieras obligado a ello, has heredado. Necesitarás bastante dinero -continuó-. En primer lugar deberás asegurar tu mesa de cambio ante los magistrados de Barcelona constituyendo una fianza por importe de mil marcos de plata; después deberás comprar una casa o los derechos de una casa en el barrio de los cambistas, ya sea en la calle de Canvis Vells o Canvis Nous, y acomodarla para ejercer tu profesión; por último, tendrás que reunir más dinero para empezar a trabajar.

¡Cambista! ¿Y por qué no? ¿Qué le quedaba de su antigua vida? Todos sus seres queridos habían muerto a causa de la peste. Hasdai parecía convencido de que, con la ayuda de Sahat, la mesa funcionaría. Ni siquiera podía imaginar cómo debía de ser la vida de un cambista; se haría rico, le había asegurado Hasdai. ¿Qué hacían los ricos? De repente recordó a Grau, el único rico que había conocido, y notó un vacío en el estómago. No. Él nunca sería como Grau.

Aseguró su mesa de cambio con los mil marcos de plata que le entregó Hasdai y juró ante el magistrado que denunciaría la moneda falsa -se preguntó cómo podría llegar a reconocerla si algún día le faltaba Sahat- y la partiría en dos mediante unas cizallas especiales que debía tener todo cambista. Legalizó con la firma del magistrado los enormes libros de cuentas que darían fe de sus operaciones y, en un momento en que Barcelona se hallaba sumida en el caos consiguiente a la plaga de peste bubónica, recibió la autorización para ejercer de cambista y se fijaron los días y horas en que obligatoriamente debía hallarse al frente de su establecimiento.

La segunda regla que Hasdai le aconsejó seguir fue la relativa a Sahat:

– Nadie debe saber que es un regalo mío. Sahat es muy conocido entre los cambistas, y si alguien llega a saberlo tendrás problemas. Como cristiano puedes hacer negocios con los judíos, pero evita que puedan llamarte amigo de judíos. Hay otro problema con respecto a Sahat que debes conocer: pocos profesionales del cambio llegarían a entender su venta. He tenido centenares de ofertas por él, a cual más sustanciosa, y siempre me he negado, tanto por su competencia como por su amor hacia mis hijos. No lo entenderían. Así pues, hemos pensado que Sahat se convierta al cristianismo…

– ¿Se convierta? -le interrumpió Arnau.

– Sí. Los judíos tenemos prohibido tener esclavos cristianos. Si alguno de nuestros esclavos se convierte, debemos manumitirlo o venderlo a otro cristiano.

– Y ¿creerían los demás cambistas en esa conversión?

– Una epidemia de peste es capaz de socavar cualquier fe.

– ¿Está dispuesto Sahat a ese sacrificio?

– Lo está.

Habían hablado de ello, no como amo y esclavo sino como dos amigos, como lo que habían llegado a ser con los años.

– ¿Serías capaz? -le preguntó Hasdai.

– Sí -contestó Sahat-.Alá, ¡exaltado y glorificado sea!, sabrá comprender.Te consta que la práctica de nuestra fe está prohibida en tierras cristianas. Cumplimos con nuestras obligaciones en secreto, en la intimidad de nuestros corazones. Así seguirá siendo por más agua bendita que derramen sobre mi cabeza.

– Arnau es un cristiano devoto -insistió Hasdai-; si llega a saberlo…

– Nunca lo sabrá. Los esclavos, más que nadie, conocemos el arte de la hipocresía. No, no es por ti, pero he sido esclavo allá donde he ido. A menudo nuestra vida depende de ello.

La tercera regla quedó en secreto entre Hasdai y Sahat.

– No tengo que decirte, Sahat -le dijo su antiguo amo con voz trémula-, la gratitud que siento por tu decisión. Mis hijos y yo te lo agradeceremos siempre.

– Soy yo el que debo agradecéroslo a vosotros.

– Supongo que sabrás en qué debes volcar tus esfuerzos en estos momentos…

– Creo que sí.