– Quiero depositar esta cantidad en vuestro establecimiento, maese Arnau -le dijo.

Arnau abrió desmesuradamente los ojos tras ver la cantidad.

Después le entregó el documento a Guillem, instándolo nerviosamente a que lo leyera.

– Pero… -empezó a decir mientras Guillem simulaba sorprenderse- esto es mucho dinero. ¿Por qué lo depositáis en mi mesa y no en la de uno de vuestros…?

– ¿Hermanos de fe? -lo ayudó el judío-. Siempre he confiado en Sahat. No creo que el cambio de nombre -dijo mirando al moro- haya modificado su capacidad. Salgo de viaje, un viaje muy largo, y quiero que seáis vos y Sahat quienes mováis mis dineros.

– Estas cantidades se remuneran con un cuarto por el simple hecho de depositarlas en la mesa, ¿no es así, Guillem? -El moro asintió-. ¿Cómo pagaremos vuestros beneficios si partís a ese viaje tan largo? ¿Cómo podremos ponernos en contacto con…?

«¿A qué vienen tantas preguntas?», pensó Guillem. No le había dado tantas instrucciones a Abraham, pero el judío se defendió con soltura.

– Reinvertidlos -le contestó-. No os preocupéis por mí. No tengo hijos ni familia y, allí adonde voy, no necesito dinero. Algún día, quizá lejano, dispondré de él o mandaré a alguien para que disponga. Hasta entonces no deberéis preocuparos. Seré yo quien se ponga en contacto con vos. ¿Os molesta?

– ¿Cómo iba a molestarme? -dijo Arnau. Guillem respiró-. Si es eso lo que queréis, así sea.

Cerraron la transacción y Abraham Leví se levantó.

– Debo despedirme de algunos amigos en la judería -añadió tras hacerlo de ellos.

– Os acompaño -dijo Guillem buscando la aprobación de Arnau, que consintió con un gesto.

Desde allí, los dos se dirigieron a un escribano y, ante él, Abraham Leví otorgó carta de pago del depósito que acababa de efectuar en la mesa de cambio de Arnau Estanyol, renunció a favor de éste a cualesquiera beneficios, en la forma que éstos fueran, que dicho depósito pudiera originar. Guillem volvió a la mesa de cambio con el documento escondido bajo sus ropas. Sólo era cuestión de tiempo, pensó mientras caminaba por Barcelona. Formalmente, aquellos dineros eran propiedad del judío, así constaba en los libros de Arnau, pero nunca nadie podría reclamárselos, pues el judío había otorgado carta de pago a su favor. Mientras, los tres cuartos de los beneficios que produjera aquel capital, que serían propiedad de Arnau, serían más que suficientes para que éste multiplicase su fortuna.

Aquella noche, cuando Arnau dormía, Guillem bajó a la mesa. Había localizado una piedra suelta en la pared. Protegió el documento envolviéndolo en un paño resistente y lo escondió tras la piedra, que fijó lo mejor que pudo. Algún día le pediría a uno de los albañiles de Santa María que la fijase mejor. La fortuna de Arnau descansaría allí hasta que pudiera confesarle de dónde procedía el dinero. Sólo era cuestión de tiempo.

De mucho tiempo, tuvo que corregirse Guillem un día que paseaban por la playa tras pasar por el Consulado de la Mar para solventar algunos asuntos. Barcelona seguía recibiendo esclavos; mercadería humana que los barqueros transportaban hasta la playa, hacinada en sus laúdes. Hombres y muchachos aptos para el trabajo, pero también mujeres y niños cuyos llantos obligaron a los dos hombres a desviar la mirada.

– Escúchame bien, Guillem. Nunca, por mal que estemos -le dijo Arnau-, por más que podamos necesitarlo, financiaremos una comanda de esclavos. Antes preferiría perder la cabeza a manos del magistrado municipal.

Después vieron cómo la galera, a fuerza de remos, abandonaba el puerto de Barcelona.

– ¿Por qué se va? -preguntó Arnau sin pensar-. ¿No aprovecha el tornaviaje para cargar mercaderías?

Guillem se volvió hacia él, negando imperceptiblemente con la cabeza.

– Regresará -aseguró-. Sólo sale a alta mar… para seguir descargando -añadió con voz entrecortada.

Arnau guardó silencio durante unos instantes, mirando cómo se alejaba la galera.

– ¿Cuántos mueren? -preguntó al fin.

– Demasiados -le contestó el moro con el recuerdo en un barco similar.

– ¡Nunca, Guillem! Recuérdalo, nunca.

36

1 de enero de 1354

Plaza de Santa María de la Mar

Barcelona

Como no iba a ser frente a Santa Maria, pensó Arnau mientras observaba desde una de las ventanas de su casa a toda Barcelona reunida y apiñada en la plaza, en las calles adyacentes, sobre los andamios, dentro de la iglesia incluso, con la atención puesta en un entarimado que había hecho levantar el rey. Pedro III no había elegido la plaza del Blat, ni la de la catedral, la lonja o las soberbias atarazanas que él mismo estaba construyendo, no. Había elegido Santa María, la iglesia del pueblo, aquella que se estaba levantando gracias a la unión y el sacrificio de todas sus gentes.

– No hay lugar en Cataluña entera que represente mejor que éste el espíritu de los habitantes de Barcelona -le comentó Arnau a Guillem aquella mañana, mientras miraban cómo los operarios levantaban el entarimado-.Y el rey lo sabe. Por eso lo ha elegido.

Arnau sacudió los hombros a causa de un escalofrío. ¡Toda su vida había girado alrededor de aquella iglesia!

– Nos costará dinero -se limitó a rezongar el moro.

Arnau se volvió hacia él, tentado de protestar, pero Guillem no apartó la mirada del entarimado y Arnau optó por no añadir nada más.

Habían transcurrido cinco años desde que abrieron la mesa de cambio. Arnau contaba treinta y tres, y era feliz…Y rico, muy rico. Llevaba una vida austera, pero sus libros acreditaban una considerable fortuna.

– Vamos a desayunar -lo instó poniendo la mano sobre su hombro.

Abajo, en la cocina, los esperaba Donaha con la niña, que la ayudaba a poner la mesa.

La esclava siguió preparando el desayuno, pero Mar, al verlos, corrió hacia ellos.

– ¡Todo el mundo habla de la visita del rey! -gritó-. ¿Podremos acercarnos a él? ¿Vendrán sus caballeros?

Guillem se sentó a la mesa con un suspiro.

– Viene a pedirnos más dinero -le explicó a la niña.

– ¡Guillem! -exclamó Arnau ante la expresión de perplejidad de Mar.

– Es cierto -se defendió el moro.

– No. No lo es, Mar -le dijo Arnau obteniendo el premio de una sonrisa-. El rey viene a pedirnos ayuda para conquistar Cerdeña.

– ¿Dinero? -preguntó la niña tras guiñarle un ojo a Guillem.

Arnau observó a la muchacha primero y después a Guillem; los dos le sonrieron con ironía. ¡Cuánto había crecido aquella niña! Ya era casi una muchacha, bella, inteligente, con un encanto capaz de encandilar a cualquiera.

– ¿Dinero? -repitió la muchacha interrumpiendo sus pensamientos.

– ¡Todas las guerras cuestan dinero! -se vio obligado a reconocer Arnau.

– ¡Ah! -dijo Guillem abriendo los brazos.

Donaha empezó a llenarles las escudillas.

– ¿Por qué no le cuentas -continuó Arnau cuando Donaha acabó de servir- que en realidad no nos cuesta dinero, que en realidad ganamos dinero?

Mar abrió los ojos hacia Guillem.

Guillem titubeó.

– Llevamos tres años de impuestos especiales -comentó, negándose a dar la razón a Arnau-, tres años de guerra que hemos costeado los barceloneses.

Mar apretó los labios en una sonrisa y se volvió hacia Arnau.

– Cierto -reconoció Arnau-. Hace exactamente tres años los catalanes firmamos un tratado con Venècia y Bizancio para hacer la guerra a Genova. Nuestro objetivo era conquistar Córcega y Cerdeña, que por el tratado de Agnani debían ser feudos catalanes y que sin embargo se encontraban en poder de los genoveses. ¡Sesenta y ocho galeras armadas! -Arnau alzó la voz-. Sesenta y ocho galeras armadas, veintitrés catalanas y el resto venecianas y griegas, se enfrentaron en el Bosforo a sesenta y cinco galeras genovesas.

– ¿Qué pasó? -preguntó Mar ante el repentino silencio de Arnau.

– No ganó nadie. Nuestro almirante, Ponç de Santa Pau, murió en la batalla y sólo volvieron diez de las veintitrés galeras catalanas. ¿Qué pasó entonces, Guillem? -El esclavo negó con la cabeza-. Cuéntaselo, Guillem -insistió Arnau.

Guillem suspiró.

– Los bizantinos nos traicionaron -recitó-, y a cambio de la paz, pactaron con Genova y les concedieron el monopolio exclusivo de su comercio.

– ¿Y qué más ocurrió? -insistió Arnau.

– Perdimos una de las rutas más importantes del Mediterráneo.

– ¿Perdimos dinero?

– Sí.

Mar seguía la conversación mirando a uno y otro. Hasta Donaha, junto al hogar, hacía lo propio.

– ¿Mucho dinero?

– Sí.

– ¿Más del que después le hemos dado al rey?

– Sí.

– Sólo si el Mediterráneo es nuestro, podremos comerciar en paz -sentenció Arnau.

– ¿Y los bizantinos? -preguntó Mar.

– Al año siguiente, el rey armó una flota de cincuenta galeras capitaneada por Bernat de Cabrera y venció a los genoveses en Cerdeña. Nuestro almirante apresó treinta y tres galeras y hundió otras cinco. Ocho mil genoveses murieron y tres mil doscientos más fueron capturados, ¡y sólo cuarenta catalanes perdieron la vida! Los bizantinos -continuó, con la mirada puesta en los ojos de Mar, brillantes de curiosidad- rectificaron y volvieron a abrir sus puertos a nuestro comercio.

– Tres años de impuestos especiales que todavía estamos pagando -apostilló Guillem.

– Pero si el rey ya tiene Cerdeña y nosotros el comercio con Bizancio, ¿qué viene a buscar ahora el monarca? -preguntó Mar.

– Los nobles de la isla, encabezados por un tal juez de Arbórea se han levantado en armas contra el rey Pedro y tiene que acudir a sofocar la revuelta.

– El rey -intervino Guillem- debería conformarse con tener las rutas comerciales abiertas y cobrar sus impuestos. Cerdeña es una tierra tosca y dura. Nunca llegaremos a dominarla.

El rey no reparó en boato para presentarse ante su pueblo. Sobre el entarimado, su corta estatura pasó inadvertida para la multitud. Vestía sus mejores galas, de un brillante rojo carmesí que brillaba al sol de invierno tanto como la pedrería que las adornaba. Para aquella ocasión no había olvidado portar la corona de oro ni, por supuesto, el pequeño puñal que siempre llevaba al cinto. Su séquito de nobles y cortesanos no le iba a la zaga y, al igual que su señor, vestían lujosamente.

El rey habló al pueblo y lo enardeció. ¿Cuándo se había dirigido un rey a los simples ciudadanos para explicarles qué pensaba hacer? Habló de Cataluña, de sus tierras y de sus intereses. Habló de la traición de Arbórea en Cerdeña y la gente levantó sus brazos y clamó venganza. El rey siguió enardeciendo al pueblo, con Santa María al frente, hasta que les solicitó la ayuda que necesitaba, le hubieran entregado a sus hijos si se los hubiera pedido.