– Esta mañana he enterrado a tu padre -le dijo señalando el cementerio. Arnau lo interrogó con la mirada-. No he querido avisarte por si aparecía algún soldado. El veguer decidió que no quería que la gente viese el cadáver quemado de tu padre, ni en la plaza del Blat ni en las puertas de la ciudad; tenía miedo de que cundiese el ejemplo. No me ha sido difícil que me permitieran enterrarlo.

Ambos permanecieron en silencio frente al cementerio durante un rato.

– ¿Quieres que te deje solo? -preguntó el cura al final.

– Tengo que limpiar la capilla de los bastaixos -contestó Arnau secándose las lágrimas.

Durante unos días, Arnau hizo sólo un viaje, y después volvía a la capilla. Las galeras ya habían partido y la mercancía era la habitual del tráfico mercantil: telas, coral, especias, cobre, cera… Un día, su espalda no sangró. Josep volvió a inspeccionarla y Arnau siguió cargando grandes fardos de tela, sonriendo a todos los bastaixos con los que se cruzaba.

Mientras, recibió sus primeros dineros como bastaix . ¡Poco más de lo que percibía trabajando para Grau! Se los entregó todos a Pere, junto con algunas de las monedas que todavía quedaban en la bolsa de Bernat. «No es suficiente», pensó el muchacho al contar las monedas. Bernat le pagaba bastante más.Volvió a abrir la bolsa. No duraría mucho, consideró al comprobar el contenido de la mermada bolsa de Bernat. Con la mano metida en ella, Arnau miró al anciano. Pere frunció los labios.

– Cuando pueda cargar más -le dijo Arnau-, ganaré más dinero.

– Eso tardará en llegar, Arnau, lo sabes, y para entonces ya se habrá vaciado la bolsa de tu padre. Tú sabes que esta casa no es mía… No, no lo es -le aclaró ante la expresión de sorpresa del muchacho-. La mayoría de las casas de la ciudad son de la Iglesia: del obispo o de alguna orden religiosa; nosotros sólo las tenernos en enfiteusis, por lo que debemos pagar un canon anual.Ya sabes lo poco que puedo trabajar, por lo que sólo cuento con el alquiler de la habitación para hacer frente al pago. Si tú no llegas a esa cantidad… ¿Entiendes?

– ¿De qué sirve entonces ser libre si los ciudadanos están atados a sus casas como los payeses a sus tierras? -preguntó Arnau, negando con la cabeza.

– No estamos atados a ellas -contestó Pere.

– Pero he oído que todas esas casas pasan de padres a hijos; ¡incluso las venden! ¿Cómo es posible si no son suyas y tampoco son siervos de ellas?

– Es sencillo de entender, Arnau. La Iglesia es muy rica en tierras y propiedades, pero sus leyes le prohiben la venta de los bienes eclesiásticos. -Arnau trató de intervenir pero Pere le rogó silencio con la mano-. El problema es que a los obispos, los abates y demás cargos importantes de la Iglesia los nombra el rey de entre sus amigos. El Papa nunca se niega -añadió-, y todos esos amigos del rey esperan obtener buenas rentas de los bienes que les corresponden, pero como no pueden venderlos han inventado la enfiteusis y de esta forma burlan la prohibición de vender.

– Como si fuesen inquilinos -dijo Arnau.

– No. A los inquilinos se les puede echar en cualquier momento; al enfiteuta no se le puede echar nunca… mientras pague su canon.

– Y tú, ¿podrías vender tu casa?

– Sí. Entonces se llama subenfiteusis. El obispo cobraría una parte de la venta, el laudemio, y el nuevo subenfiteuta podría hacer lo mismo que yo. Sólo hay una prohibición. -Arnau lo interrogó con la mirada-. No se puede ceder a alguien de mejor condición social. Nunca se la podría ceder a un noble… aunque tampoco creo que encontrase un noble para esta casa, ¿verdad? -añadió sonriendo. Arnau no lo acompañó en la broma y Pere borró la sonrisa del rostro. Los dos permanecieron unos instantes en silencio-. El caso -intervino de nuevo el anciano- es que tengo que pagar el canon y con lo que yo gano y tú aportas…

«¿Qué vamos a hacer ahora?», pensó Arnau. Con los míseros dineros que ganaba no podrían optar a nada, ni siquiera a comida para dos personas, pero tampoco Pere merecía cargar con ellos; siempre se había portado bien.

– No te preocupes -le dijo titubeante-; nos iremos para que puedas…

– Mariona y yo hemos pensado -lo interrumpió Pere- que, si estáis dispuestos, Joan y tú podríais dormir aquí, junto al hogar. -Los ojos de Arnau se abrieron de par en par-.Así…, así podríamos alquilar la habitación a alguna familia y pagar el canon. Sólo tendríais que procuraros dos jergones. ¿Qué te parece?

El rostro de Arnau se iluminó. Sus labios temblaron.

– ¿Significa eso que sí? -lo ayudó Pere.

Arnau apretó los labios y asintió enérgicamente con la cabeza.

– ¡Vamos por la Virgen! -gritó uno de los prohombres de la cofradía.

El vello de los brazos y las piernas de Arnau se erizó.

Aquel día no había barcos que cargar o descargar y en el puerto se arremolinaban únicamente las pequeñas embarcaciones de pesca. Se habían reunido en la playa, como siempre, mientras asomaba un sol que prometía una jornada primaveral.

Desde que se había unido a los bastaixos, al inicio de la época de navegación, no habían tenido oportunidad de dedicar un día a trabajar para Santa María.

– ¡Vamos por la Virgen! -se volvió a oír desde el grupo de bastaixos.

Arnau se fijó en sus compañeros: los rostros adormilados se transformaron en sonrisas. Algunos se desperezaron moviendo los brazos hacia atrás y hacia delante, preparando las espaldas. Arnau recordó cuando les daba agua, cuando los veía pasar por delante de él encorvados, apretando los dientes, cargados con aquellas enormes piedras. ¿Sería capaz? El temor atenazó sus músculos; quiso imitar a los bastaixos y empezó a desentumecerlos moviéndolos hacia delante y hacia atrás.

– Tu primera vez -le felicitó Ramon. Arnau no dijo nada y dejó caer los brazos a los costados. El joven bastaix entornó los ojos-. No te preocupes, muchacho -añadió apoyando el brazo sobre su hombro e instándolo a seguir al grupo, que ya se había puesto en movimiento-; piensa que cuando cargas piedras para la Virgen, parte del peso lo lleva ella.

Arnau levantó la mirada hacia Ramon.

– Es cierto -insistió el bastaix sonriendo-, hoy lo comprobarás.

Salieron desde Santa Clara, en el extremo oriental, para recorrer toda la ciudad, cruzar las murallas y subir hasta la cantera real de La Roca, en Montjuïc. Arnau caminaba en silencio; de cuando en cuando se sentía observado por alguno de ellos. Dejaron atrás el barrio de la Ribera, la lonja y el pórtico del Forment. Cuando pasaron por delante de la fuente del Ángel, Arnau miró a las mujeres que esperaban para llenar sus cántaros; muchas de ellas los habían dejado colarse cuando Joan y él aparecían con el pellejo. La gente los saludaba. Algunos niños se sumaron al grupo corriendo y saltando, cuchicheando y señalando a Arnau con respeto. Dejaron atrás los pórticos del astillero y llegaron al convento de Framenors, en el límite occidental de la ciudad, allí donde finalizaban las murallas de Barcelona; tras ellas, las nuevas atarazanas de la ciudad condal, cuyos muros empezaban a levantarse, y Después campos y huertas -Sant Nicolau, Sant Bertran y Sant Pau del Camp-, donde comenzaba el camino de subida a la cantera.

Pero antes de llegar hasta ella, los bastaixos tenían que cruzar el Cagalell. El olor de los desechos de la ciudad los asaltó mucho fintes de que lo vieran.

– Lo están desaguando -afirmó alguien ante el hedor. La mayoría de los hombres asintieron.

– No olería tanto si no lo estuvieran desaguando -añadió otro.

El Cagalell era un estanque que se formaba en la desembocadura de la rambla, junto a las murallas, y en el que se acumulaban los desechos y las aguas pútridas de la ciudad. Debido a lo accidentado del terreno nunca terminaba de desaguar en la playa, y las aguas permanecían estancadas hasta que un funcionario municipal cavaba una salida y empujaba los desechos hasta el mar. Era entonces cuando peor olía el Cagalell.

Bordearon el estanque para vadearlo allí por donde podían cruzarlo de un salto y continuaron atravesando los campos hacia la falda de Montjuïc.

– ¿Cómo se cruza de vuelta? -preguntó Arnau señalando la corriente.

Ramon negó con la cabeza.

– Todavía no he conocido a nadie capaz de saltar con una piedra en la espalda -le dijo.

Mientras ascendían a la cantera real, Arnau volvió la mirada hacia la ciudad. Quedaba lejos, muy lejos ¿Cómo iba a aguantar toda aquella caminata con una piedra a la espalda? Sintió que las piernas le flaqueaban y corrió para alcanzar al grupo, que seguía charlando y riendo.

La cantera real de La Roca se abrió ante ellos tras superar un recodo. Arnau dejó escapar una exclamación de asombro. ¡Era la plaza del Blat o cualquier otro mercado, pero sin mujeres! En una gran explanada, los funcionarios del rey trataban con la gente que había acudido en busca de piedra. Carros y reatas de mulas se acumulaban en uno de los lados de la explanada, allí donde las paredes de la montaña aún no se habían empezado a explotar; el resto aparecía cortado a pico, refulgente la piedra. Un sinfín de picapedreros desprendían peligrosamente grandes bloques de roca; luego reducían su tamaño en la explanada.

Los bastaixos fueron acogidos con cariño por todos cuantos esperaban rocas y, mientras los prohombres se dirigían hacia los funcionarios, los demás se mezclaron con la gente; hubo abrazos, apretones de manos, bromas y risas, y botijos de agua o vino que se alzaban sobre sus cabezas.

Arnau no podía dejar de observar el trabajo de los picapedreros o de los peones, que cargaban carros y muías seguidos siempre por algún funcionario que tomaba nota. Como en los mercados, la gente discutía o aguardaba impaciente su turno. -No te esperabas esto, ¿verdad?

Arnau se volvió a tiempo de ver cómo Ramon devolvía un botijo, y negó con la cabeza.

– ¿Para quién es tanta piedra?

– ¡Huy! -contestó Ramon. Empezó a recitar-: para la catedral, para Santa María del Pi, para Santa Anna, para el monasterio de Pedralbes, para las atarazanas reales, para Santa Clara, para las murallas; todo se está construyendo o modificando, por no hablar de las nuevas casas de ricos y nobles.Ya nadie quiere madera o ladrillo de adobe. Piedra, sólo piedra.

– ¿Y toda la piedra la cede el rey?

Ramon soltó una carcajada.

– Sólo la de Santa María de la Mar; ésa sí que la ha cedido gratis… y supongo que la del monasterio de Pedralbes, que se construye por orden de la reina. Para el resto se cobra sus buenos dineros.