Notó que enrojecía.

– No…-¡No había pensado ninguna excusa! ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Y lo miraban. Todas lo miraban, parado junto a la puerta, jadeante-. No… -repitió-, es que hoy he…, he terminado antes.

Mariona sonrió y miró a las muchachas. Eulàlia, la madre, tampoco pudo evitar esbozar una sonrisa.

– Pues ya que has terminado antes -dijo Mariona interrumpiendo sus pensamientos-, ve a buscarme agua.

Lo había vuelto a mirar, pensó el muchacho mientras iba con el cubo camino de la fuente del Àngel. ¿Querría decirle algo? Arnau zarandeó el cubo; seguro que sí.

Sin embargo, no tuvo oportunidad de comprobarlo. Cuando no era Eulàlia, Arnau se topaba con los negros dientes de Gastó, los pocos que le quedaban, y, cuando ninguno de los dos estaba presente, Simó vigilaba a las dos muchachas. Durante días, Arnau tuvo que conformarse con mirarlas de reojo. Algunas veces podía detenerse unos segundos en sus rostros, finamente delineados y con una marcada barbilla, pómulos sobresalientes, nariz itálica, recta y sobria, dientes blancos y bien formados y aquellos impresionantes ojos castaños. Otras veces, cuando el sol entraba en la casa de Pere, Arnau casi podía tocar el reflejo azulado de sus largos cabellos, sedosos, negros como el azabache.Y las menos, cuando creía sentirse seguro, dejaba que su mirada bajase más allá del cuello de Aledis, donde los pechos de la hermana mayor podían vislumbrarse incluso a través de la tosca camisa que vestía. Entonces, un extraño escalofrío recorría todo su cuerpo y, si nadie vigilaba, seguía bajando la mirada para recrearse en las curvas de la muchacha.

Gastó Segura había perdido durante la hambruna todo cuanto tenía y su carácter, de por sí agrio, se había endurecido sobremanera. Su hijo Simó trabajaba con él, como aprendiz de curtidor, y su gran preocupación eran aquellas dos muchachas, a las que no podría dotar para encontrar un buen marido. Sin embargo, la belleza de las jóvenes prometía, y Gastó confiaba en que encontrarían un buen esposo. Así podría dejar de alimentar dos bocas.

Para ello, pensaba el hombre, las muchachas debían conservarse inmaculadas, y nadie en Barcelona debía poder alimentar la menor sospecha sobre su decencia. Sólo de esa forma, les repetía una y otra vez a Eulàlia o a Simó, Alesta y Aledis podrían encontrar un buen esposo. Los tres, padre, madre y hermano mayor, habían asumido aquel objetivo como propio, pero si Gastó y Eulàlia confiaban en que no habría problema alguno para conseguirlo, no sucedió lo mismo con Simó cuando la convivencia con Arnau y Joan se prolongó.

Joan se había convertido en el alumno más aventajado de la escuela catedralicia. En poco tiempo dominó el latín, y sus profesores se volcaban en aquel muchacho pausado, sensato, reflexivo y, por encima de todo, creyente; tales eran sus virtudes, que pocos dudaban de que tendría un gran futuro dentro de la Iglesia. Joan llegó a ganarse el respeto de Gastó y Eulàlia, quienes a menudo compartían con Pere y Mariona, atentos y embelesados, las explicaciones que el pequeño daba sobre las Escrituras. Sólo los sacerdotes podían leer aquellos libros, escritos en latín, y allí, en una humilde casa junto al mar, los cuatro podían disfrutar de las palabras sagradas, de las historias antiguas, de los mensajes del Señor que antes sólo les llegaban desde los pulpitos.

Pero si Joan se había ganado el respeto de quienes le rodeaban, Arnau no se quedaba atrás: hasta Simó lo miraba con envidia: ¡un bastaix l Pocos eran los que en el barrio de la Ribera ignoraban los esfuerzos que Arnau hacía transportando piedras para la Virgen. «Dicen que el gran Berenguer de Montagut se arrodilló ante él para ayudarlo», le había comentado, con las manos abiertas y gritando, otro de los aprendices del taller. Simó imaginó al gran maestro, respetado por nobles y obispos, a los pies de Arnau. Cuando hablaba el maestro, todos, hasta su padre, guardaban silencio, y cuando gritaba…, cuando gritaba, temblaban. Simó observaba a Arnau cuando éste entraba en casa por la noche. Siempre era el último en llegar. Regresaba cansado y sudoroso, con la capça-na en una mano y sin embargo… ¡sonreía! ¿Cuándo había sonreído él al volver del trabajo? Alguna vez se había cruzado con él mientras Arnau acarreaba piedras hasta Santa María; las piernas, los brazos, el pecho, todo él parecía de hierro. Simó miraba la piedra y después el rostro congestionado; ¿acaso no lo había visto sonreír? Por eso cuando Simó tenía que cuidar de sus hermanas y aparecían Arnau o Joan, el aprendiz de curtidor, a pesar de ser mayor que ellos, se retraía, y las dos muchachas disfrutaban de la libertad de la que se veían privadas cuando sus padres estaban presentes.

– ¡Vamos a pasear por la playa! -propuso un día Alesta.

Simó quiso negarse. Pasear por la playa; si su padre los viese…

– De acuerdo -dijo Arnau.

– Nos sentará bien -afirmó Joan.

Simó calló. Los cinco, Simó el último, salieron al sol, Aledis junto a Arnau, Alesta junto a Joan; ambas dejaban que la brisa ondeara su cabello y que cosiera caprichosamente sus holgadas camisas a sus cuerpos, punteándoles los pechos, el vientre o la entrepierna.

Pasearon en silencio, mirando al mar o golpeando la arena con los pies, hasta que se encontraron con un grupo de bastaixos ociosos. Arnau los saludó con la mano.

– ¿Quieres que te los presente? -le preguntó a Aledis.

La muchacha miró hacia los hombres.Todos tenían la atención puesta en ella. ¿Qué miraban? El viento apretaba la camisa contra sus pechos y sus pezones. ¡Dios!, parecían querer atravesar la tela. Se sonrojó y negó con la cabeza cuando Arnau ya se dirigía hacia ellos. Aledis dio media vuelta y Arnau se quedó parado a medio camino.

– Corre tras ella, Arnau -oyó que le gritaba uno de sus compañeros.

– No la dejes escapar -le aconsejó un segundo.

– ¡Es muy bonita! -finalizó un tercero.

Arnau aceleró el paso hasta volver a ponerse a la altura de Aledis.

– ¿Qué ocurre?

La muchacha no le contestó. Andaba con el rostro escondido y los brazos cruzados sobre la camisa, pero tampoco tomó el camino de vuelta a casa. Así siguieron paseando, con el rumor de las olas por toda compañía.

20

Aquella misma noche, mientras cenaban junto al hogar, la muchacha premió a Arnau con un segundo más de lo necesario, un segundo en el que mantuvo sus enormes ojos castaños fijos en él.

Un segundo en el que Arnau volvió a escuchar el mar mientras él se hundía en la arena de la playa. Desvió la mirada hacia los demás para comprobar si alguien se había percatado del descaro: Gastó continuaba charlando con Pere y nadie parecía prestarle mayor atención. Nadie parecía escuchar las olas.

Cuando Arnau se atrevió a volver a mirar a Aledis, estaba cabizbaja y jugueteaba con la comida de su escudilla.

– ¡Come, niña! -le ordenó Gastó el curtidor al ver que movía el cucharón sin llevárselo a la boca-; la comida no es para jugar.

Las palabras de Gastó devolvieron a Arnau a la realidad y, durante el resto de la cena, Aledis no sólo no volvió a mirar a Arnau sino que lo rehuyó de forma patente.

Aledis tardó algunos días en volver a dirigirse a Arnau en la silenciosa manera en que lo había hecho aquella noche tras el paseo por la playa. En las escasas ocasiones en las que se encontraban,Arnau deseaba volver a sentir fijos en él los ojos castaños de Aledis, pero la muchacha se zafaba torpemente y escondía la mirada.

– Adiós, Aledis -le dijo distraídamente una mañana al abrir la puerta para dirigirse hacia la playa.

Coincidió que ambos estaban solos en aquel momento. Arnau fue a cerrar la puerta tras de sí pero algo indefinible lo impelió a volverse a mirar a la muchacha, y allí estaba ella, junto al hogar, erguida, preciosa, invitándolo con sus ojos castaños.

¡Por fin! Por fin. Arnau se sonrojó y bajó la mirada. Azorado, intentó cerrar la puerta y a medio movimiento algo volvió a reclamar su atención: Aledis seguía allí, llamándolo con sus grandes ojos castaños, y sonriendo. Aledis le sonreía.

Su mano resbaló del pestillo de la puerta, él trastabilló y estuvo a punto de caer al suelo. No se atrevió a mirarla de nuevo y escapó a paso ligero hacia la playa dejando la puerta abierta.

– Se avergüenza -le susurró Aledis a su hermana esa misma noche, antes de que sus padres y su hermano se retirasen, tumbadas las dos en el jergón que compartían.

– ¿Por qué iba a hacerlo? -preguntó ésta-. Es un bastaix . Trabaja en la playa y lleva piedras a la Virgen. Tú sólo eres una niña. Él es un hombre -añadió con un deje de admiración.

– Tú sí que eres una niña -le espetó Aledis.

– ¡Vaya, habló la mujer! -contestó Alesta dándole la espalda y utilizando la misma expresión que empleaba su madre cuando alguna de las dos reclamaba algo que por edad no les correspondía.

– Vale, vale -repuso Aledis.

«Habló la mujer. ¿Acaso no lo soy?» Aledis pensó en su madre, en las amigas de su madre, en su padre. Quizá…, quizá su hermana tuviera razón. ¿Por qué alguien como Arnau, un bastaix que había demostrado a Barcelona entera su devoción por la Virgen de la Mar, iba a avergonzarse porque ella, una niña, lo mirara?

– Se avergüenza. Te aseguro que se avergüenza -insistió Aledis la noche siguiente.

– ¡Pesada! ¿Por qué iba a avergonzarse Arnau?

– No lo sé -contestó Aledis-, pero lo hace. Se avergüenza de mirarme. Se avergüenza cuando lo miro. Se azora, se pone colorado, me rehuye…

– ¡Estás loca!

– Quizá lo esté, pero… -Aledis sabía lo que decía. Si la noche anterior su hermana logró sembrar la duda, ahora no lo iba a conseguir. Lo había comprobado. Observó a Arnau, buscó el momento oportuno, cuando nadie los podía sorprender, y se acercó a él, tanto como para notar el olor de su cuerpo. «Hola, Arnau.» Fue un simple hola, un saludo acompañado de una mirada tierna, cercana, lo más cercana que pudo, rozándolo casi, y Arnau volvió a sonrojarse, a rehuir su mirada y a esconderse de su presencia. Al ver que se alejaba, Aledis sonrió, orgullosa de un poder hasta entonces desconocido-. Mañana lo comprobarás -le dijo a su hermana.

La indiscreta presencia de Alesta la animó a llevar más lejos su breve coqueteo; no podía fallar. Por la mañana, cuando Arnau se disponía a salir de la casa, Aledis le cerró el paso plantándose ante la puerta y apoyándose en ella. Lo había planeado una y mil veces mientras su hermana dormía.