Cuando el temporal asolaba el puerto de Barcelona, el asunto se complicaba, pero no sólo para los barqueros sino para todos quienes intervenían en el tráfico marítimo. En primer lugar porque los barqueros podían negarse a acudir a descargar la mercancía -cosa que no podían hacer cuando había bonanza-, salvo que voluntariamente acordasen un precio especial con el propietario de ésta. Pero los efectos más importantes del temporal recaían sobre los dueños, pilotos e incluso la marinería del barco. Bajo amenaza de severas penas, nadie podía abandonar la nave hasta que la mercadería hubiera sido totalmente descargada, y si el dueño o su escribano, únicos que podían desembarcar, se encontraban fuera de la embarcación, tenían obligación de volver a ella.

Así pues, mientras los barqueros empezaban a descargar el primer navio, los bastaixos , repartidos en grupos por sus prohombres, empezaron a trasladar a la playa, desde los diversos almacenes de la ciudad, los pertrechos de las galeras. Arnau fue incluido en el grupo de Ramon, a quien el prohombre lanzó una significativa mirada cuando le asignó al muchacho.

Desde donde se encontraban, sin abandonar la línea de la playa, se dirigieron al pórtico del Forment, el almacén municipal de grano, fuertemente protegido por los soldados del rey tras la revuelta popular. Arnau intentó esconderse detrás de Ramon al llegar a la puerta, pero los soldados se percataron de la presencia de un muchacho entre aquellos fortísimos hombres.

– ¿Qué va a cargar éste? -preguntó uno de ellos riendo y señalándolo.

Al ver que todos los soldados lo miraban, Arnau sintió que se le encogía el estómago e intentó esconderse todavía más, pero Ramon lo cogió por uno de los hombros, le puso la capçana sobre la frente y le contestó al soldado en el mismo tono que éste había empleado:

– ¡Ya le toca trabajar! -exclamó-.Tiene catorce años y debe ayudar a su familia.

Varios soldados asintieron y les franquearon el paso. Arnau anduvo entre ellos con la cabeza gacha y el cuero sobre la frente. Cuando entró en el pórtico del Forment, el olor del grano almacenado lo golpeó. Los rayos de luz que se colaban por las ventanas reflejaban el polvo en suspensión, un polvillo que no tardó en hacer toser al chico y a otros muchos bastaixos .

– Antes de la guerra contra Genova -le comentó Ramon moviendo una mano como si quisiera abarcar todo el perímetro del almacén-, estaba lleno de grano, pero ahora…

Allí estaban las grandes tinajas de Grau, observó Arnau, colocadas una junto a otra.

– ¡Vamos! -gritó uno de los prohombres.

Con un pergamino en las manos, el encargado del almacén empezó a señalar las grandes tinajas. «¿Cómo vamos a transportar esas tinajas tan llenas?», pensó Arnau. Era imposible que un hombre transportara tal peso. Los bastaixos se agruparon de dos en dos, y tras ladear las tinajas y atarlas con sogas, cruzaron sobre sus espaldas un recio palo que previamente habían pasado por entre las sogas y, de tal guisa, ayuntados, empezaron a desfilar en dirección a la playa. El polvo en suspensión se multiplicó y se revolvió. Arnau volvió a toser y, cuando llegó su turno, oyó la voz de Ramon:

– Al chico dale una de las pequeñas, de las de sal.

El encargado miró a Arnau y negó con la cabeza.

– La sal es cara, bastaix -alegó dirigiéndose a Ramon-. Si se cae la tinaja…

– ¡Dale una de sal!

Las tinajas de grano medían cerca de un metro de alto; en cambio, la de Arnau no debía de superar el medio metro, pero cuando, con ayuda de Ramon, la cargó sobre su espalda, el muchacho notó que sus rodillas temblaban.

Desde atrás, Ramon lo agarró por los hombros.

– Ahora es cuando tienes que demostrarlo -le susurró al oído.

Arnau empezó a andar, encorvado, con las manos fuertemente agarradas a las asas de la tinaja, empujando con la cabeza hacia delante y notando cómo se le clavaba la tira de cuero en la frente. Ramon le vio partir tambaleándose, moviendo un pie tras otro con cuidado, lentamente. El encargado volvió a negar con la cabeza y los soldados se mantuvieron en silencio cuando pasó entre ellos.

– ¡Por vos, padre! -masculló con los dientes apretados cuando notó el calor del sol en el rostro. ¡El peso lo iba a partir en dos!-.Ya no soy un niño, padre, ¿me veis?

Ramon y otro de los bastaixos , con una tinaja de grano colgando del palo, lo seguían, ambos con los ojos puestos en los pies del muchacho; pudieron ver cómo éstos chocaron entre sí. Arnau se tambaleó. Ramon cerró los ojos. «¿Estaréis ahí colgado todavía? -pensó en aquellos instantes Arnau con la imagen del cadáver de Bernat en sus pupilas-. ¡Nadie podrá burlarse de vos! Ni siquiera la bruja y sus hijastros.» Se irguió bajo el peso y empezó a andar de nuevo.

Llegó a la playa; Ramon sonreía tras él. Todos callaron. Los barqueros acudieron a coger la tinaja de sal antes de que el muchacho llegase a la orilla. Arnau tardó unos segundos en poder ponerse derecho. «¿Me habéis visto, padre?», murmuró mirando al cielo.

Ramon le palmeó la espalda cuando se vio libre del grano.

– ¿Otra? -preguntó el muchacho con seriedad. Dos más. Cuando Arnau descargó la tercera tinaja en la playa, se le acercó Josep, uno de los prohombres.

– Ya está bien por hoy, muchacho -le dijo.

– Puedo continuar -aseguró Arnau tratando de ocultar el dolor de espalda que sentía.

– No. No puedes y yo no puedo permitir que recorras Barcelona sangrando como si fueras un animal herido -le dijo paternalmente, señalando unos finos regueros que corrían por sus costados. Arnau se llevó la mano a la espalda y después la miró-.

No somos esclavos; somos hombres libres, trabajadores libres, y la gente debe vernos como tales. No te preocupes -insistió al observar la expresión de desazón de Arnau-, a todos nos sucedió lo mismo en su día y todos tuvimos a alguien que nos impidió continuar. La llaga que se te ha formado en el cogote y en la espalda tiene que hacer callo. Será cuestión de unos días, y ten por seguro que a partir de entonces no te permitiré descansar más que a cualquiera de tus compañeros. -Josep le entregó un pequeño frasco-. Limpíate bien la llaga y que te apliquen este ungüento para secarla.

La tensión desapareció ante las palabras del prohombre. Ese día no tendría que cargar más. Sin embargo aparecieron el dolor, el cansancio, los efectos de una noche en vela; Arnau se sintió desfallecer. Murmuró unas palabras a modo de despedida y se arrastró hacia su casa. Joan lo esperaba en la puerta. ¿Cuánto tiempo llevaría ahí?

– ¿Sabes que soy un bastaix ? -le preguntó Arnau cuando llegó hasta él.

Joan asintió. Lo sabía. Lo había observado durante sus dos últimos viajes, apretando dientes y manos con cada trémulo paso que daba hacia su destino, rezando para que no cayese, llorando ante su rostro congestionado. Joan se limpió las lágrimas y abrió los brazos para recibir a su hermano. Arnau se dejó caer en ellos.

– Tienes que aplicarme este ungüento en la espalda -acertó a decir mientras Joan lo acompañaba arriba.

No fue capaz de decir más. A los pocos segundos, tumbado cuan largo era y con los brazos abiertos, cayó en un sueño reparador. Procurando no despertarlo, Joan le limpió la llaga y la espalda con el agua caliente que le subió Mariona; la anciana conocía el oficio. Después le aplicó el ungüento, de olor fuerte y agrio, el cual debió de empezar a surtir efecto de inmediato puesto que Arnau se movió inquieto, pero no llegó a despertarse.

Esa noche fue Joan quien no pudo dormir. Sentado en el suelo junto a su hermano, escuchaba su respiración; permitía que sus párpados cayeran lentamente cuando ésta era tranquila, y despertaba sobresaltado cuando Arnau se movía. «Y ahora, ¿qué será de nosotros?», se permitía pensar de vez en cuando. Había hablado con Pere y su mujer; los dineros que Arnau podía ganar como bastaix no serían suficientes para los dos. ¿Qué sería de él?

– ¡A la escuela! -le ordenó Arnau a la mañana siguiente, cuando se encontró a Joan trajinando junto a Mariona.

Lo había pensado el día anterior: todo debía seguir igual, como su padre lo había dejado.

Inclinada sobre el hogar, la anciana se volvió hacia su marido. Joan quiso contestar a Arnau pero Pere se adelantó: -Obedece a tu hermano mayor -lo conminó. La mirada de Mariona se transformó en una sonrisa. El anciano, sin embargo, le devolvió un semblante serio. ¿Cómo iban a vivir los cuatro? Pero Mariona continuó sonriendo, hasta que Pere agitó la cabeza como si quisiera despejarla de aquellas incógnitas de las que tanto habían hablado esa misma noche.

Joan salió corriendo de la casa y, cuando el pequeño hubo desaparecido, Arnau trató una vez más de estirarse. No podía mover ni un solo músculo; los tenía totalmente agarrotados y unos terribles pinchazos lo recorrían desde la punta de los pies hasta el cuello. Poco a poco, sin embargo, su cuerpo joven empezó a responder y, tras dar cuenta de un escaso desayuno, salió al sol, sonriendo a la playa y al mar, y a las seis galeras que todavía permanecían ancladas en puerto.

Ramon y Josep lo obligaron a enseñarles la espalda. -Un viaje -le comentó el prohombre a Ramon antes de irse hacia el grupo-; después a la capilla.

Arnau volvió el rostro hacia Ramon mientras se bajaba la camisa.

– Ya has oído -le dijo éste.

– Pero…

– Haz caso, Arnau, Josep sabe lo que hace.

Y lo sabía. Nada más cargar la primera tinaja, Arnau empezó a sangrar.

– Si ya he sangrado la primera vez -alegó Arnau cuando Ramon, tras él, descargó su mercancía en la playa-, ¿qué más da algunos viajes más?

– El callo, Arnau, el callo. No se trata de que te destroces la espalda, sólo de que se te forme callo. Ahora ve a limpiarte, a ponerte el ungüento y a la capilla del Santísimo… -Arnau intentó protestar-. Es nuestra capilla, tu capilla, Arnau, hay que cuidarla.

– Hijo -añadió el bastaix que cargaba junto a Ramon-, esa capilla significa mucho para nosotros. No somos más que unos simples descargadores del puerto, pero la Ribera nos ha concedido lo que ningún noble, lo que ninguna de las ricas cofradías tiene: la capilla del Santísimo y las llaves de la iglesia de la Señora de la Mar. ¿Entiendes? -Arnau asintió pensativo-. Sólo los bastaixos podemos cuidar esa capilla. No hay mayor honra para ninguno de nosotros.Ya tendrás tiempo para cargar y descargar; no te preocupes por eso.

Mariona lo curó y Arnau se dirigió hacia Santa María. Allí buscó al padre Albert para que le entregara las llaves de la capilla, pero el sacerdote lo obligó a acompañarlo hasta el cementerio situado frente al portal de las Moreres.