La bola de vidrio parecía alumbrada en su interior por un destello esférico que crecía insensiblemente a medida que se hacía más y más oscura la penumbra de la sala. Hubo un momento en que no vi más al egipcio ni a las espesas colgaduras de alrededor, sino la bola de vidrio, un vidrio que parecía plomo transparente, que se transformaba en una lámina de plata centelleante y única en la infinitud de un mundo negro. Y yo no tenía fuerzas para apartar los ojos de la bola de vidrio, hasta que de pronto tuve conciencia de que el egipcio me estaba transmitiendo un deseo claro y concreto:
"Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde hoy fue sepultada una jovencita".
Me puse de pie; el negro gigantesco se inclinó frente a mí al correr la cortina dorada que me permitía salir a la tabaquería, subí a mi automóvil, y, sin vacilar, me dirigí al cementerio.
¿Era una idea mía lo que yo creía un deseo de Nassin? ¿Estaba yo trastornado y atribuía al egipcio ciertas monstruosas fantasías que nacían de mí?
Los procedimientos de la magia negra son, a pesar de la incredulidad de los racionalistas, procesos de sugestión y de acrecentamiento de la propia ferocidad. Los magos son hombres de una crueldad ilimitada, y ejercen la magia para acrecentar en ellos la crueldad, porque la crueldad es el único goce efectivo que les es dado saborear sobre la tierra. Claro está: ningún mago puede poner en juego ni hacerse obedecer por fuerzas cósmicas.
"Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúl donde hoy fue sepultada una jovencita." ¿Era aquélla una orden del mago o una sugestión nacida de mi desequilibrio?
Tendría la prueba muy pronto.
Encaminé mi automóvil hacia el cementerio cristiano. Era lunes, uno de los cuatro días de la semana que no es fiesta en Tánger, porque el viernes es el domingo musulmán; el sábado, el domingo judío, y el domingo, el domingo cristiano.
Llegando frente al cementerio, detuve el automóvil frente a una parte de muralla derribada hacía pocos días por un camión que había chocado allí; aparté unas tablas y, tomando una maza y un cortafrío de mi cajón de herramientas, comencé a vagar al azar entre las tumbas. Dónde estaba sepultada la jovencita, yo no lo sabía; caminaba al azar hasta que de pronto sentí una voz que me murmuraba en mi oído:
"Aquí”.
Estaba frente a una bóveda cuya cancela forcé rápidamente. Derribé, valiéndome de mi maza, varias lápidas de mármol de su interior y dejé al descubierto un ataúd. Sin vacilar, cargué el cajón fúnebre a mi espalda (fue un milagro que no me viera nadie, porque la luna brillaba intensamente), y agobiado como un ganapán por el peso del ataúd, salí vacilante, lo deposité en mi automóvil y me dirigí nuevamente a casa del egipcio.
Voy a interrumpir mi relato con esta pregunta:
– ¿Qué harían ustedes si un cliente les trajera a su casa, a medianoche, un muerto metido dentro de su ataúd?
Estoy seguro de que lo rechazarían con gestos airados, ¿no es así? De ningún modo permitirían ustedes que el cliente se introdujera en su hogar con el cadáver del desconocido.
Pues bien; cuando yo me detuve frente a la casa del mago egipcio, éste asomó a la puerta y, en vez de expulsarme, me recibió atentamente.
Era ya muy avanzada la noche, y no había peligro de que nadie nos viera. Apresuradamente, el egipcio abrió las dos hojas de la puerta, y casi sin sentir sobre mí la tremenda carga del ataúd, deposité el cajón del muerto en el suelo y con un pañuelo, tranquilamente, me quedé enjugando el sudor de mi frente.
El egipcio volvió armado de una palanca, introdujo su uña entre las juntas de la tapa y el cajón, y de pronto el ataúd entero crujió y la tapa saltó por los aires.
Cometida esta violación, el egipcio encendió un candelabro de tres brazos, cargado de tres cirios negros, los colocó sesgadamente en dirección a La Meca, y luego, revistiéndose de una estola negra bordada con signos jeroglíficos, con un cuchillo cortó la fina cubierta de estaño que cerraba el ataúd.
No pude contener mi curiosidad. Asomándome sobre su espalda, me incliné sobre el féretro y descubrí que "casualmente" yo había robado del cementerio un ataúd que contenía a una jovencita.
No me quedó ninguna duda:
El egipcio se dedicaba a la magia. Él era quien me había ordenado mentalmente que robara un cadáver. Vacilar era perderme para siempre. Eché la mano al bolsillo, extraje la pistola, coloqué su cañón horizontalmente hacia la nuca de Nassin y apreté el disparador. La cabeza del egipcio voló en pedazos; su cuerpo, arrodillado y descabezado, vaciló un instante y luego se derrumbó.
Sin esperar más, salí. Nadie se cruzó en mi camino.
Al día siguiente, al pasar frente a la tabaquería del egipcio, vi que estaba cerrada. Un cartelito pendía del muro:
"Cerrada porque Nassin el Egipcio está de viaje."