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– Señorita, caballero: tanto gusto.

Nos pusimos de pie. El jefe de los bandidos prosiguió en correcto francés:

– Señorita, caballero: entre las numerosas personas acomodadas que visitan Marruecos, existe un ochenta por ciento que dice: "Lástima enorme que la civilización, la gendarmería, los jefes políticos, el protectorado y el ferrocarril hayan hecho desaparecer a los bandidos. Lástima enorme no vivir en la época en que uno se encontraba con una terrorífica aventura a la vuelta de cada zoco." Pues bien: yo y estos honrados creyentes que los han secuestrado a ustedes nos hemos dedicado a explotar la emoción del secuestro. Detenemos violentamente, como si fuéramos bandidos auténticos, a las personas que por su idiosincrasia nos parecen inclinadas a las ideas románticas, y luego las ponemos en libertad sin exigirles absolutamente nada en cambio de esa libertad que por un dramático momento creen haber perdido. Si los "secuestrados" gustan remunerarnos por el trabajo que nos hemos tomado para emocionarles y proporcionarles una aventura que podrán gustosamente narrar en su hogar, nosotros recibimos agradecidos lo que quieran regalarnos. Si no quieren remunerarnos, les deseamos igualmente feliz viaje y ponemos a su disposición el automóvil que para los turistas tiene la casa.

Y abriendo la puerta nos mostró una modernísima "limousine" detenida a la puerta de la choza.

– ¿De modo que ustedes no son bandidos? ¿De modo que podemos irnos?

– Así es, caballero… -El jefe de los bandidos echó la mano a su reloj, y agregó-: Van a ser las doce y media. A la una se almuerza en el Hotel Continental…

¿Qué otra cosa podía hacer? Eché mano a mi bolsillo.

– ¿Cuánto le debemos? -repliqué entre hosco y contento, pues no soñaba en salir tan fácilmente del paso.

Monsieur Lanterne, que así se llamaba el jefe de los bandidos, sonrióse amablemente y dijo:

– Doscientos francos… Una bagatela en moneda americana. Va incluido el viaje de vuelta en automóvil.

Al otro día, cuando pasamos con Arsenia por la plazuela de Nejjarine, sentado bajo el farolón de bronce de la fuente estaba el maldito y pudoroso niño del "fondak". Al vernos, bajó los ojos como una tímida colegiala, y como si no hubiera sucedido nada, dijo, llevándose la mano al corazón:

– La paz…

“VEN, MI AMA ZOBEIDA QUIERE HABLARTE."

– ¿Te llevaré a visitar el palacio de El Menobi?

– No.

– ¿Y el palacio de Hach Idris ben-Yelul?

– No.

– ¿No deseas conocer una joven de ojos de luna y rostro de diamante?

– No.

– Por Alá -gimió el lameplatos-. ¿No quieres nada, entonces?

Piter se irguió ligeramente ante el mármol de la mesa, miró indulgente al desarrapado belfudo que con un fez ladeado sobre la rapada cabeza hacía un cuarto de hora que estaba allí importunándole, y le respondió:

– Sí, quiero que me dejes en paz.

El guía miró cavernosamente en rededor, satisfecho de que en el Zoco Chico no se encontrara alguien que podía perjudicarle, y confió:

– Pues cuídate de ese hombrecillo que te acompañaba ayer. Le ha dicho a un mercader de mi amistad que has envenenado a tu mujer.

Piter miró cómo la magra silueta del guía se alejaba, perdiéndose tras los tumultos de bobalicones que se movían frente a la ochava del correo inglés. ¿De modo que la historia había corrido? Ahora se explicaba las significativas miradas de la criada del hotel. Y la respetuosa aprensión del hotelero hacia sus maletas. No había sido suficiente abandonar El Havre. La absurda novela del envenenamiento de su mujer le había seguido hasta Tánger. Inútil que le absolvieran de la disparatada acusación. En la ciudad no creían en su inocencia. La muerte de su mujer volcó sobre su cabeza dificultades innumerables. Y lo más desdichado del caso es que él estaba seguro de que ella no había intentado suicidarse, sino componer una farsa dramática que se resolvió siniestramente por sí misma.

Buscando la paz, el médico dio un salto hasta Tánger. Sabía que los hombres de la costa no eran hipócritas como sus conciudadanos, pero a pesar de todo no resultaba agradable llevar a las espaldas semejante reputación. Y volvió a preguntarse si se quedaría en Tánger o marcharía a Casablanca o Fez, porque por el momento los señorones del Bit¡ el-Mal no parecía que tuvieran intención de ocuparle. Sin embargo, algunos lo saludaban. Su historia debía andar en todas las bocas.

Piter no experimentó angustia. En aquella ciudadela amurallada, de calles tortuosas, de sinagogas sombrías, de mezquitas con ciegos en los pórticos y de freidurías de pescado, en cierto modo era ventajosa una mala reputación. En África, sin honradez, se puede llegar a alguna parte.

Un asno pequeño se detuvo junto a su mesa. Piter le acercó un terrón de azúcar al hocico. El animalito lo recogió alargando el belfo. De pronto apareció un campesino que espantó al jumento con grandes movimientos de brazos. Una muchedumbre cubierta de verticales colores cruzaba el zoco de ed-Dajel. Mujeres con pantalones y fumando largas boquillas. Funcionarios con turbante violeta, esclavos de piernas desnudas, aguateros con un odre negro suspendido a un costado, niños de tahona cargando una tabla con panes sobre la cabeza.

Una negra gigantesca como tres barriles encimados se detuvo brevemente a su lado. Tenía el rostro cubierto con un paño blanco. Le dijo al tiempo que se inclinaba como recogiendo algo del suelo:

– ¿Tú eres el médico? Mi ama Zobeida quiere hablarte. Sígueme.

La negra se alejaba sin volver la cabeza. Piter comprendió que tras la invitación de la esclava se ocultaba una aventura de consecuencias. Dejando un real español en la mesa del bar, se lanzó en persecución de la mujer. Semejante a una fragata, la negra avanzaba por la empinada callejuela de los Plateros. Algunos mercaderes, sentados con las piernas cruzadas sobre cojines a la puerta de sus tenderetes, la saludaban conceptuosos. Al llegar a una fuente, la negra entró en un corredor enyesado de celeste. La noche caía rápidamente. La esclava, imperturbable como el destino, seguía su marcha a través del dédalo de pasadizos y Piter andaba tras ella como si en esto le fuera la vida.

Finalmente entraron en una callejuela resplandeciente. En cada portal un desarrapado freía pescado o vendía canela. La callejuela, techada con gruesos troncos de árboles, estaba cargada de una atmósfera de especias, de queso y cuero en fermentación. Hombres de todas las tribus del Maghreb se arrimaban a los mostradorcillos. Las mezquitas mostraban tremendos pórticos donde hormigueaban los fieles; en una esquina dos juglares se batían con espadas de madera estimulados por una multitud de desarrapados. La negra desapareció en la curva de un pasadizo. Nuevamente se encontraba ahora bajo el cielo estrellado. En aquel corredor solitario se veían inmensas puertas claveteadas como la poterna de una fortaleza, y la esclava extrajo una llave de dos palmos de largo de debajo de su manto y se detuvo frente a una puerta. Piter, como si estuviera soñando, la siguió.

Se encontraron en un jardín. El aire estaba rayado por los negros troncos de las palmeras. Una gran fragancia de azahares lo llenaba todo. La esclava desapareció, y de pronto, bajo el enyesado arco abierto al jardín, apareció Zobeida. La cabeza cubierta por un velo, la estatura sorprendente, el rostro de cutis oscuro, aniñado.

– ¿Tú eres el médico? -susurró la mujer.

– Sí.

– Entra.

Piter se encontró en una habitación esterillada, el suelo alfombrado cubierto de almohadones. Pequeñas mesitas laqueadas de rojo ponían al alcance de la mano chucherías de bronce. El aire aromatizaba simultáneamente a sándalo, a jazmín, a incienso y azahar. Piter se sentía embriagado de una esencia misteriosa más sutil, que parecía flotar permanentemente bajo el volumen de los olores inmediatos. Espingardas de cañones niquelados y culatas con incrustaciones de nácar adornaban las panoplias de los muros. Zobeida le mostró un cojín y Piter se sentó al mismo tiempo que ella. La muchacha cogió un estuche de plata y le ofreció un bombón. Tenía olor de almizcle, sabor de grasa, frialdad de menta. La muchacha se quedó mirándolo largamente, como si aquilatara sus malas virtudes.

Luego:

– ¿Tú eres el médico que envenenó a su mujer?

– ¿Quién te ha dicho esa mentira? -replicó con suavidad Piter.

Zobeida sonrió. Lo examinaba con tremenda confianza.

– Eres hermoso como la buena suerte. ¿Te gustan las piedras preciosas?

Tomó un cofrecillo de marfil, hizo girar la llavecita, levantó la tapa. En un fondo aterciopelado centelleaban pequeños cristales azules, gemas de biseles amarillos, poliedros de agua.

Piter, completamente desinteresado del cofrecillo, pues no entendía de piedras preciosas, lo apartó suavemente.

– ¿En qué puedo servirte?

Zobeida dejó la arqueta y con aquella inmensa intimidad que emanaba de su modo de ser, como si hiciera mucho tiempo que lo conociera a Piter y no dudara de su discreción en los tratos, dijo:

– Necesito un veneno bondadoso como una enfer

medad.

– ¿Qué harás con él?

– Dárselo a beber a mi marido.

– ¿No te agrada tu marido?

– No.

– Yo no puedo darte veneno. Las leyes me lo prohíben. Además, te descubrirían y te llevarían a la cárcel. O tu padre, para lavarse de la deshonra, se vería obligado a cortarte la cabeza.

Zobeida se rió.

– En Tánger ya no se corta la cabeza a las mujeres. Te daré un gran puñado de piedras.

– No me interesan las piedras. ¿Quién es tu marido?

– Sidi Fodil, el cambista del Zoco Chico.

– No le conozco.

– Es un mal hombre, de genio vivo. Tiene una

joroba en la espalda y un turbante más grande que una piedra de molino en la cabeza.

– No le conozco.

– Ayúdame, tú que tienes la sabiduría. ¿No te soy agradable?

– Es inútil que me insistas, Zobeida.

Ella no se resignaba a no cumplir su deseo. Tomando una rodilla entre sus manos, buscó otro rumbo.

– Embrújale, entonces.

– ¿Que le embruje?

– Sí.

Piter iba a negarle la existencia del embrujo, pero pensó que su pretensión iba desencaminada. Ella no entendería sus razones. Fingió.

– ¿Qué me darás si lo embrujo?

– Me casaré contigo. Tu me llevarás a Francia y me enseñarás a leer y escribir como saben todas las francesas. Entonces podré salir a la calle sin cubrirme el rostro.