Su día había sido satisfactorio. No todos los hijos del Islam se encontraban con un caballo en la orilla de un río, un hombre dentro del vientre de una boa y una fortuna en piedras preciosas dentro de la escarcela del hombre. Alá y el Profeta evidentemente le protegían.
No estaban ya muy distantes, no, las murallas de la ciudad. Se distinguían sus macizas torres y los centinelas con las pesadas lanzas paseándose detrás de los merlones.
De pronto, por una de las puertas principales salió una cabalgata. Al frente de ella iba un hombre de venerable barba. El grupo cabalgaba en dirección de Fernando. Cuando el anciano se cruzó con Fernando, éste lo saludó llevándose reverentemente la mano a la frente. Como el anciano no le conocía, sujetó su potro, y entonces pudo observar la cabalgadura de Fernando, porque exclamó:
– Hermanos, hermanos, mirad el caballo de mi hijo.
Los hombres que acompañaban al anciano rodearon amenazadores a Fernando, y el anciano prosiguió:
– Ved, ved, su montura. Ved su nombre inscripto allí.
Recién Fernando se dio cuenta de que efectivamente, en el ángulo de la montura estaba escrito en caracteres cúficos el posible nombre del muerto.
– Hijo de un perro, ¿de dónde has sacado tú ese caballo?
Fernando no atinaba a pronunciar palabra. Las evidencias lo acusaban. De pronto el anciano, que le revisaba y acababa de despojarle de su puñal y alfanje ensangrentado, exclamó:
– Hermanos… hermanos… ved la bolsa de diamantes que mi hijo llevaba a traficar…
Inútil fue que Fernando intentara explicarse. Los hombres cayeron con tal furor sobre él, y le golpearon tan reciamente, qué en pocos minutos perdió el sentido. Cuando despertó, estaba en el fondo de una mazmorra oscura, adolorido.
Transcurrieron así algunas horas; de pronto la puerta crujió, dos esclavos negros le tomaron de los brazos y le amarraron con cadenitas de bronce las manos y los pies. Luego a latigazos le obligaron a subir los escalones de piedra de la mazmorra, a latigazos cruzó los negros corredores y después entró a un sendero enarenado. Su espalda y sus miembros estaban ensangrentados. Ahora yacía junto al cantero de un selvático jardín. Las palmas y los cedros recortaban el cielo celeste con sus abanicos y sus cúpulas; resonó un gong y dejaron de azotarle. El anciano que le había encontrado en las afueras de la ciudad apareció bajo la herradura de una puerta en compañía de una joven. Ella tenía descubierto el rostro. Fernando exclamó:
– Lucía, Lucía, soy inocente.
Era el rostro de Lucía, su novia. Pero en el sueño él se había olvidado de que estaba viviendo en otro siglo.
El anciano lo señaló a la joven, que era el doble de Lucía, y dijo:
– Hija mía: este hombre asesinó a tu hermano. Te lo entrego para que tomes cumplida venganza de él.
– Soy inocente -exclamó Fernando-. Le encontré en el vientre de una boa. Con los pies fuera de la boa. Lo sepulté piadosamente-. Y Fernando, a pesar de sus amarraduras, se arrodilló frente a "Lucía". Luego, con palabras febriles, le explicó aquel juego de la fatalidad. "Lucía", rodeada de sus eunucos, le observaba con una impaciente mirada de mujer fría y cruel, verdoso el tormentoso fondo de los ojos. Fernando, de rodillas frente a ella, en el jardín morisco, comprendía que aquella mirada hostil y feroz era la muralla donde se quebraban siempre y siempre sus palabras. "Lucía" lo dejó hablar, y luego, mirando a un eunuco, dijo:
– Afcha, échalo a los perros.
El esclavo corrió hasta el fondo del jardín, luego regresó con una traílla de siete mastines de ojos ensangrentados y humosas fauces. Fernando quiso incorporarse, escapar, gritar otra vez su inocencia. De pronto sintió en el hombro la quemadura de una dentellada, un hocico húmedo rozó su mejilla, otros dientes se clavaron en sus piernas y…
El negro de Nedjel le había alcanzado una taza de té, y sentado frente a él Tell Aviv dijo:
– ¿No me reconoces? Yo soy el criado que en la otra vida llamé a los perros para hacerte despedazar. á Fernando se pasó la mano por los ojos. Luego murmuró:
– Todo esto es extraño e increíblemente verídico. Tell Aviv continuó:
– Si tú quieres puedes matarla a Lucía. Entre ella y yo también hay una cuenta desde la otra vida.
– No. Volveríamos a crear una cuenta para la próxima otra vida. v Tell Aviv insistió:
– No te costará nada. Lo haré en obsequio a tu carácter generoso.
Fernando volvió a rehusar, y, sin saber por qué, le dijo:
– Eres más saludable que el limón y más sabroso que la miel; pero no asesines a Lucía. Y ahora, que la paz de Alá esté en ti para siempre.
Y levantándose, salió.
Salió, pero una tranquilidad nueva estaba en el fondo de su corazón. l no sabía si Tell Aviv era un granuja o un doctor en magia, pero lo único que él sabía era que debía apartarse para siempre de Lucía. Y aquella misma noche se metió en un tren que salía para Fez, de allí regresó para Casablanca y de Casablanca un día salió hacia Buenos Aires. Aquí le encontré yo, y aquí me contó su historia, epilogada con estas palabras:
– Si no me hubiera ido tan lejos creo que hubiera muerto a Lucía. Aquello de hacerme despedazar por los perros no tuvo nombre…