Mahomet, con la nuca apoyada en el respaldar de la silla, miraba por entre los párpados cerrados al barberillo, al tiempo que hilvanaba las razones que ex- pondría ante el cadí.
El hombre de Ceilán se inclinó y tomó una navaja. Una navaja pesada, de filo ancho, que comenzaba a repasar pulcramente sobre una lonja de cuero…
– A ver si te apuras -rezongó Mahomet.
El barberillo le dio a la navaja dos últimos toques sobre la palma de su mano, se inclinó sobre Mahomet, suspendió la navaja sobre la garganta del sedero y le susurró con voz sumamente dulce:
– ¿Te acuerdas de Azerbaijan?
Mahomet desencajó los ojos en el espanto de su situación, sin atreverse a moverse.
– Está escrito que Alá pierde a los que quiere perder, hermano. Está escrito. ¿Te acuerdas del noble Azerbaijan? Le dejaste por muerto junto a la Silla del Buda, pero vivió el tiempo suficiente para hacerle jurar a mi madre que yo, su hijo, lo vengaría. Me ha sido fácil encontrarte. Mi madre sabía que tú vendrías a Tánger a deslumbrar a los creyentes con tu fortuna robada.
Gruesas gotas de sudor crecían en la frente de Mahomet. Su boca entreabierta dejaba ver el fondo de la garganta, y no se atrevía a moverse. Sabía que el barberillo estaba allí, trabajando en el Bazar de los Sederos hacía dos años, con el exclusivo fin de tomarse venganza cortándole el pescuezo.
– Puedes rezar "la oración del miedo" -susurró el hombre de Ceilán-. Quizá el Misericordioso te la tenga en cuenta.
A pocos pasos del sedero, sus camaradas, agrupados en torno de un vendedor de té, reían una historia de mujeres negras. ¡Y ellos no sospechaban que él estaba entre las manos de un hombre que, dentro de algunos instantes, lo degollaría como a un cordero, profundamente; y ya sentía el filo de la navaja penetrar en su carne, y quería gritar y no podía. Grandes nubes rojas circulaban frente a sus ojos; el hombre de Ceilán le parecía un gigante inclinado sobre él entre bloques de montañas escarlatas. Dentro de su cuerpo una tensión misteriosa le asfixiaba, retorciéndole fibra por fibra; de su enemigo ahora sólo distinguía la doble hilera brillante de los blancos dientes; y, de pronto, al sentir el frío acero rozando su piel, un dolor tan atroz, como si fuera un dolor de muelas en el corazón, le paralizó la respiración. Y, súbitamente, el corpachón encogido se relajó sobre el respaldar del sillón, y la cabeza se deslizó hacia un costado.
El mancebo retrocedió. Un hilo de sangre escapaba de la boca del sedero. Y el mancebo comprendió que Mahomet se había muerto de miedo.