PRIMERA PARTE

1

Suffolk (Inglaterra), noviembre de 1938

Beatrice Pymm murió aquella noche porque perdió el último autobús de Ipswick.

Veinte minutos antes de morir se encontraba en la lúgubre parada y leía el horario a la escasa luz de la única farola existente en la calle del pueblo. Al cabo de unos pocos meses, la claridad de aquella farola se extinguiría de acuerdo con las normas que iban a obligar a las poblaciones a sumirse en la oscuridad. Beatrice Pymm no llegaría a conocer tales oscurecimientos oficiales.

En aquel momento, la farola apenas proporcionaba la luz justa para que Beatrice lograse distinguir los datos del horario. Para verlo mejor, se puso de puntillas y deslizó por debajo de los números la punta del dedo índice sucia de pintura. Su difunta madre siempre se quejaba acerbamente de las manchas de pintura. Opinaba que no era propio de una dama tener constantemente la mano manchada. Nunca dejó de desear que Beatrice tuviese una afición más limpia, que dedicara su tiempo libre a la música, que emprendiese alguna tarea de voluntariado, incluso que le diese por escribir, aunque la madre no se llevaba nada bien con los escritores.

– Maldita sea -murmuró Beatrice, con la yema del índice aún pegada al cuadro indicador de las horas del servicio de autobuses. Normalmente, Beatrice siempre era puntual hasta la inmoralidad. En una vida sin responsabilidades financieras, sin amigos, sin familia, Beatrice se había establecido un riguroso plan personal. Hoy se había apartado del mismo, al seguir pintando durante demasiado tiempo y al emprender la vuelta a casa demasiado tarde.

Separó la mano del horario y se la llevó a la mejilla; su rostro se contrajo en una expresión preocupada. «Tiene la misma cara de su padre», solía decir siempre la madre en tono de desesperación: frente ancha y plana, nariz grande y noble, barbilla hundida. A los treinta recién cumplidos, su cabellera tenía un color prematuramente gris.

Se inquietó, sin saber qué hacer. Había por lo menos ocho kilómetros hasta Ipswich, donde estaba su casa, demasiada distancia para ir a pie. A primera hora del atardecer aún habría suficiente tráfico por la carretera. Y tal vez alguien se hubiera brindado a llevarla.

Dejó escapar un largo suspiro de frustración. Se le heló el aliento, cuyo vapor flotó durante unos segundos frente a su rostro y luego voló impulsado por el gélido viento del pantano. Las nubes se fragmentaron y por los espacios celestes que acababan de abrirse apareció una luna rutilante. Beatrice levantó la mirada y vio el aura de hielo que rodeaba el satélite. Se estremeció y por primera vez notó el frío.

Cogió sus cosas: una mochila de cuero, un lienzo y un maltratado caballete. Se había pasado el día dándole a los pinceles en el estuario del río Orwell. Pintar era su único amor y el paisaje de East Anglia su único tema. La consecuencia era una cierta repetición en su obra. A su madre le gustaba ver personas en los cuadros, escenas callejeras, cafés llenos de gente. Llegó incluso una vez a sugerir a Beatrice que se fuese a pintar a Francia durante una temporada. Beatrice se negó. Le gustaban las ciénagas y los diques, los estuarios y los anchos espacios, las marismas del norte de Cambridge, los ondulantes pastos de Suffolk.

De muy mala gana, emprendió la marcha hacia su casa, caminando a buen paso por el borde de la calzada, a pesar de que sus trebejos pesaban bastante. Vestía camisa de algodón masculina, tan manchada como los dedos, grueso jersey que la hacía sentirse como un oso de juguete, chaqueta de mangas demasiado largas y pantalones con las perneras embutidas en las cañas de unas botas Wellington. Dejó atrás la esfera de resplandor amarillo de la farola; se la engulló la oscuridad. No le producía aprensión alguna avanzar a través de las tinieblas que saturaban el paisaje. Su madre, a la que llenaban de temor las largas caminatas en solitario que solía darse Beatrice, no cesaba de ponerla en guardia contra los violadores. Y con idéntica constancia, Beatrice consideraba improbable esa amenaza y la desestimaba tranquilamente.

Se estremeció de frío. Pensó en su hogar, una casita de campo que le había dejado su madre, situada en los aledaños de Ipswich. Detrás del edificio, al final del sendero del jardín, Beatrice había construido un estudio inundado de claridad, donde permanecía la mayor parte del tiempo. No era raro que Beatrice se pasara días enteros sin hablar con ningún otro ser humano.

Todo eso, y más, lo sabía su asesina.

Al cabo de cinco minutos de marcha Beatrice oyó a su espalda el ruido de un motor. Un vehículo comercial, pensó. Y bastante viejo, a juzgar por las vibraciones irregulares del motor. Beatrice vio el fulgor de los faros desparramarse como los rayos del sol naciente sobre la hierba de ambos lados de la carretera. Notó que el motor perdía potencia y que el vehículo se deslizaba impulsado por su propia inercia. Un ramalazo de viento sacudió a Beatrice al pasar el vehículo por su lado. El tufo que despedía el tubo de escape la asfixió.

Vio al vehículo desviarse a un lado de la carretera y detenerse junto a la cuneta.

La mano, visible bajo la brillante claridad de la luna, le pareció a Beatrice un tanto extraña. Asomó por la ventanilla de la parte del conductor segundos antes de que la furgoneta se detuviera e hizo señas indicando a la muchacha que siguiera adelante. Beatrice observó que llevaba un grueso guante de cuero, la clase de guante que usan los trabajadores que transportan cosas. Un obrero de mono azul oscuro, tal vez.

La mano hizo una seña más. Y, de nuevo, hubo algo en su movimiento que no resultaba del todo normal. Beatrice era una artista, y los artistas conocen bien cuanto se refiere al movimiento y la fluidez. Y había algo más. Cuando la mano se movió, entre el extremo de la manga y la base del guante quedó expuesta la piel. A pesar de la menguada luz, Beatrice observó que la piel era blanca, carecía de vello -no era la muñeca propia de ningún trabajador que ella hubiese visto nunca- y resultaba insólitamente fina.

Sin embargo, Beatrice no experimentó la menor alarma. Aceleró el paso y en pocas zancadas se llegó a la portezuela del asiento del pasajero. La abrió y puso sus cosas en el suelo del vehículo, delante del asiento. Abultaban tanto que casi no le quedaba espacio para acomodarse allí. Después miró por primera vez el interior de la furgoneta y observó que el conductor no estaba tras el volante.

En los últimos segundos de su vida consciente, Beatrice Pymm se preguntó por qué iba a utilizar alguien una furgoneta para trasladar una moto. Pero allí estaba, descansando en la parte lateral del departamento de carga trasero, junto a dos bidones de gasolina.

Aún de pie al lado de la furgoneta, Beatrice cerró la portezuela y llamó en voz alta. No obtuvo respuesta.

Unos segundos después oyó el ruido de unas botas de cuero sobre la grava.

El sonido se repitió, más cerca.

Volvió la cabeza y vio al conductor allí de pie. Le miró a la cara, pero no vio más que una negra máscara de lana. Dos minúsculos estanques azul claro la contemplaban gélidamente detrás de los agujeros que eran los ojos. Unos labios que parecían femeninos, ligeramente entreabiertos, rutilaban más allá de la hendidura de la boca.

Beatrice abrió la boca para chillar. Apenas consiguió emitir un breve jadeo antes de que la mano enguantada del conductor se oprimiera contra su boca. Los dedos se clavaron en la carne suave de la garganta. El guante tenía un sabor horrible: a polvo, a gasolina y a sucio aceite de motor. Las náuseas silenciaron a Beatrice, que acto seguido devolvió los restos de su almuerzo campestre: pollo asado, queso azul Stilton y vino tinto.

Notó luego la presión de otra mano que exploraba su cuerpo alrededor del seno izquierdo. Durante unos segundos, Beatrice pensó que los temores de su madre acerca de la violación estaban fundados. Pero la mano que le rozaba el seno no era la de un violador ni la de un adicto a los abusos sexuales. Era una mano hábil, diestra como la de un médico, y curiosamente delicada. Se trasladó del pecho al costado y endureció la presión. Beatrice dio un respingo, se le escapó un grito ahogado y mordió con fuerza la mano que le tapaba la boca. El conductor no dio muestras de que los dientes de la muchacha hubiesen atravesado la tela del guante.

La mano llegó a la parte inferior de las costillas y sondeó la carne blanda de la parte superior del abdomen. No fue más lejos. Un dedo continuó ejerciendo su presión sobre aquel punto. Beatrice percibió un agudo chasquido. Un instante de espantoso dolor, un estallido de refulgente luz blanca.

Luego, una oscuridad clemente.

La asesina había sido adiestrada concienzuda e interminablemente para cumplir misiones como la de aquella noche, pero era la primera vez que actuaba. La asesina retiró su mano enguantada de la boca de la víctima, luego volvió la cabeza y sufrió un violento vómito. No había tiempo para sentimentalismos. La asesina era un soldado, un comandante del servicio secreto, y Beatrice Pymm pronto hubiera sido el enemigo. Su muerte, si bien una desdicha, no dejaba de ser necesaria.

La asesina limpió el vómito de los labios de su máscara y puso manos a la obra: asió el mango del estilete y tiró de él. La propia herida retenía la hoja, pero la asesina tiró con más fuerza y el estilete se deslizó fuera de la carne.

Una excelente ejecución, muy poca sangre.

Vogel se sentiría orgulloso.

La asesina limpió la sangre del estilete, volvió la hoja a su sitio y se guardó el arma en el bolsillo del mono. A continuación, cogió por las axilas el cuerpo de la víctima, lo arrastró hasta la parte trasera de la furgoneta y lo soltó sobre el borde desmenuzado del asfalto.

La asesina abrió las puertas posteriores del vehículo. El cuerpo se contorsionó.

Levantarlo y colocarlo dentro de la furgoneta le costó a la asesina un esfuerzo tremendo, pero al cabo de un momento la tarea estuvo cumplida. Tras un titubeo inicial, el motor acabó por ponerse en marcha. La furgoneta avanzó de nuevo, resplandecieron sus faros a través de la aldea sumida en la oscuridad y luego volvió a desembocar en la desierta carretera.

Recuperada la compostura, pese a la presencia del cuerpo, la asesina entonó quedamente una canción de su infancia con ánimo de que le ayudase a pasar el tiempo. Iba a ser una viaje largo, de cuatro horas por lo menos. Durante la preparación, había recorrido aquella ruta en motocicleta, en la misma motocicleta que en aquel momento yacía junto a Beatrice Pymm. Ahora, al volante de la furgoneta, la conducción le llevaría más tiempo. El motor tenía una potencia escasa, los frenos se encontraban en bastante mal estado y el vehículo se desviaba a la derecha.