Estaba a punto de preguntar de nuevo a dónde fueron, pero Clara se me adelantó.
– Todos se fueron a la India -indicó.
– ¿Los quince? -pregunté, incrédula.
– Es algo extraordinario, ¿verdad?, ¡y nos va a costar una fortuna!
Su tono de voz ridiculizaba a tal grado mis recónditos sentimientos de envidia que me reí, a pesar de mí misma. Pero luego me asaltó la idea de que no estaría a salvo sola en una casa tan deshabitada y remota, con Clara como única compañía.
– Estamos solas, pero no hay nada qué temer en esta casa -declaró en tono curiosamente categórico-. Excepto al perro, quizá. Cuando regresemos de nuestro paseo te lo presentaré. Tienes que estar muy serena para conocerlo. Reconocerá tus verdaderos sentimientos y te atacará si percibe hostilidad o miedo.
– Pero sí tengo miedo -exclamé. Ya estaba temblando.
Odiaba a los perros desde niña, cuando uno de los doberman de mi padre me saltó encima y me tiró al suelo. El perro no me mordió sino sólo gruñó, mostrándome sus dientes puntiagudos. A gritos pedí auxilio, porque estaba demasiado aterrada para moverme. El susto fue tal que me oriné. Aún recuerdo la burla que me hicieron mis hermanos al verme; dijeron que era un bebé que necesitaba pañales.
– A mí en lo personal los perros no me agradan en absoluto -afirmó Clara-, pero el perro que tenemos en realidad no es un perro. Él es otra cosa.
Logró despertar mi interés, pero eso no disipó mis malos presentimientos.
– Si quieres refrescarte primero te acompañaré al baño, por si el perro anda merodeando por ahí -ofreció.
Acepté con una inclinación de la cabeza. Me sentía cansada e irritable; los efectos del largo camino por fin se hacían notar en mí. Quería limpiar mi cara del polvo de la carretera y desenredar mi pelo enmarañado.
Clara me condujo por otro pasillo y luego salimos a la parte de atrás de la casa. Se apreciaban dos pequeños edificios a cierta distancia de la casa principal.
– Ese es mi gimnasio -indicó, señalando uno de ellos-. También lo tienes prohibido, a menos que algún día decida invitarte a pasar.
– ¿Ahí es donde practicas las artes marciales?
– Así es -replicó Clara secamente-. El otro edificio es el baño.
– Te esperaré en la sala, donde podremos comer unos sandwiches. Pero no te molestes con arreglarte el pelo -advirtió, como si hubiera reparado en mi preocupación-. No hay espejos en esta casa. Los espejos son como los relojes: registran el paso del tiempo. Y lo importante es volverlo al revés.
Quise preguntar a qué se refería con eso de volver el tiempo al revés, pero con un ligero empujón me encaminó hacia el baño. En el interior encontré varias puertas. Puesto que Clara no había establecido condiciones acerca de los lados izquierdo y derecho de este edificio y en vista de que no sabía dónde quedaba el excusado, exploré toda la construcción. De un lado del pasillo central había seis pequeños retretes, provisto cada uno de un excusado bajo de madera para cuyo uso había que ponerse en cuclillas. Lo insólito era que no se notaba el olor distintivo de una fosa séptica ni el hedor abrumador de hoyos con cal en la tierra. Escuchaba correr el agua por debajo de los excusados de madera, pero no alcancé a distinguir cómo ni de dónde se encauzaba hasta ahí.
Del otro lado del pasillo había tres habitaciones idénticas recubiertas de magníficos azulejos. Cada una contenía una tina de baño antigua con patas y un largo baúl sobre el cual descansaba un juego de porcelana consistente en una jarra llena de agua y la palangana correspondiente. No había espejos ni instalaciones de acero inoxidable en las que hubiera podido reflejar mi imagen. De hecho, no había nada de plomería.
Vertí agua en una de las palanganas, me salpiqué la cara y luego me pasé los dedos mojados por el pelo enredado. En lugar de usar una de las toallas turcas blancas y suaves, por miedo a ensuciarla, me sequé las manos con los pañuelos desechables que encontré en una caja sobre el baúl. Respiré hondo varias veces y me froté el cuello tenso antes de salir a buscar otra vez a Clara.
La encontré en la sala, acomodando flores en un florero chino blanco y azul. Las revistas que habían estado abiertas ahora se encontraban apiladas cuidadosamente; junto a ellas había un plato con comida. Sonrió al verme.
– Te ves fresca y lozana -indicó-. Come un sandwich. Pronto llegará el crepúsculo y no tenemos tiempo que perder.