Su cintura era ingrave, cambiante, reiterada marea.

Bajo la rubia balumba de su pelo asomaba, tierna, una caracola de verdad -de carne, de nácar- y un aro de oro, temblando.

Su risa era excesiva, y su voz escapaba de su garganta a raudales, calientes y turbios. Su danza, económica y sin vacilaciones. Una estela de perfume, fugitiva, apretada y entera, ofrecía un rastro, un hilo de Ariadna para seguir sus giros en el laberinto de parejas.

Hubo un momento, mientras la música se dormía en las ramas, en que abandonó su cabeza, tesoro marino, en el hombro del cazador. Había perdido la cabeza, y su cuerpo, no vigilado, a la deriva, reclamaba todas las inquietudes.

(A él le sorprendió esta actitud. Pero sólo más tarde, en nuevas ocasiones -todavía futuras-, pudo aquilatar el extraño fenómeno: cuando Aurora perdía la cabeza, cuando a Aurora se le vaciaba de expresión la cabeza, los mandos de su persona se reunían en otra cualquier parte de su cuerpo -en una mano, en un pie impaciente-, y entonces, si se quería dialogar con ella, acéfala, era preciso entrar en relación con el órgano habilitado, cuya fuerza expresiva nadie sospecharía.)

Por lo pronto se sintió Antonio portador de un secreto, depositario de una forma del aire. Sus pasos se hicieron rígidos, con un crujido seco. Su estilo de danza, charolado, tenía el repeluzno trágico de la Caballería; era el viento que dobla los rastrojos y arrebata los jaramagos con su mano sucinta, y persigue los vilanos. Sus piernas, envaradas en las polainas, giraban con seria precisión.

… Ahora se detuvo la música de improviso. Las últimas notas se alejaron en tropel, hasta desvanecerse. Y el silencio se abrió paso, como el oficial que entra en la compañía: los talones se habían juntado y los brazos habían caído a lo largo del cuerpo, según el Reglamento ordena.

Aurora interrogaba con todos los rizos de su pelo. Antonio mostraba frente a su frente el gesto alucinado que sobreviene al final de una marcha, tras una fuga áspera y nocturna.

Seguros ambos de su amistad venidera, de su amor sin explicaciones, se sentaron juntos, en un rincón. Pero esa misma seguridad les vedaba cualquier posible diálogo. Sólo contaba con su efectiva presencia: no tenían pasado, y el porvenir estaba en sus manos, sumiso. ¿Qué frases, qué pretensiones, qué indagación -si todo estaba intuido- cuartearían el bloque de silencio interpuesto entre ellos?

Aurora, dócil a su instinto, eligió la curva irónica. (Es decir, se salió por la tangente.)

– Bailas -dijo- como si estuvieras haciendo la instrucción militar. Una vuelta a la derecha y otra a la izquierda.

– Tú, como si atendieras a la música de la luna -respondió Antonio.

Se miraban. Se descubrían las facciones, los movimientos, con la emoción pura del explorador ártico; pero -también- con la curiosidad utilitaria de quien recorre las habitaciones de la nueva casa donde va a instalarse.

Con el paso incierto de los osos y los marineros, un hombre de rostro platiforme se acercaba a la mesa.

– Es mi hermano. Campeón de pesos welter -aclaró ella.

El campeón de pesos welter estrechó la mano del cazador -así, el choque de dos vasos de vino- y se sentó a su lado.

Caído del cielo, arbitro interpuesto en idílica batalla, presentía Antonio que aquel muchacho -cuya existencia ignoró hasta un momento antes, y cuyo nombre aún desconocía- iba a golpear su vida, llevándola a increíbles albas.

Su rara ingerencia y ese aire sonámbulo de a bordo, ese equilibrio de tablas y calabrotes que traía, le cuajaron el presentimiento de algo extraordinario.

El mismo hecho de haberse presentado así, daba ya una derivación anormal a la aventura, al mismo tiempo que procuraba una segunda versión de la personalidad de Aurora.

Entre ella y su hermano repartía Antonio miradas equitativas; anotaba semejanzas y diferencias faciales. (Mientras tanto, los tres, silenciosos, desnudaban mariscos: gambas de rojo arnés y percebes de parda estameña.) El púgil era un todavía tosco boceto de la muchacha. Breves brotes de su pelo, en ella vegetal melena; cejas partidas, en ella idénticas alas de gaviota ilesa… Un detalle de su cabeza era, sin embargo, en Aurora copia tímida del boxeador: el ancho cuello, un punto menos rosado, un punto menos tenso.

Antonio, por su parte, se sentía mirado -medido- de hombro a hombro. Era la segunda vez -la primera, en la oficina de reclutamiento militar- que le aplicaban una medida al torso para estimar, por los datos que arrojase, la calidad de su persona. Nunca le había extrañado si alguien pretendía calcular en sus ojos su dimensión de profundidad -esto resultaba, casi, normal-; pero la pretensión de obtener la resistencia aproximada de su pecho, bien por procedimientos matemáticos, bien intuitivamente, le turbaba como turban las alusiones a esos valores íntimos que aún no se han puesto en juego, pero que ya polarizan a uno y le prestan su tinte. La turbación le teñía de rubor. Y el rubor era la tintura de su orgullo -un orgullo que le abombaba la guerrera y hacía crecer las hombreras de su uniforme-.

El campeón le colocó una pregunta veloz en la mandíbula:

– ¿Eres tú del campo?

– Del campo -el soldado había replicado, ágil, valiente.

Vaciló, pensativa, la cabeza del oso. Vivacísima, se irguió luego; volvió a quedar perpleja, y, por fin, derramó sobre el mármol de la mesa algunas palabras, netas como fichas de dominó.

– Tú podrías pelear. (Bajo un buen uniforme se esconde un buen boxeador.) Y para eso no es inconveniente ser del campo. Sin embargo, ¿sabías tú que es la ciencia lo que da el triunfo a los campeones?

La gente giraba alrededor de ellos, como gira el público, observando desde el castillo del ring : Antonio había ingresado de un golpe en el mundo de pequeños latidos, de oscilaciones, de amnesias, de lúcidos despertares. Algo cuyo ser ignoraba, pero cuya presencia conocía, se había perfilado en él. Y era un deseo: el deseo de hacer un alarde de fuerza ante la multitud, ya sin rubor. De volcar su alma hercúlea por lo puños vendados de los púgiles.

Levantó los ojos y comprendió entonces que la cabeza de Aurora no era sino una copia amanerada de la de su hermano.

Había retrocedido a un lugar secundario.

Al campeón se le licuaba el rostro en sonrisa. Una sonrisa malicio-bondadosa.

– Yo… -comenzó a decir el soldado. Pero le bastó con ondear la bandera del pronombre personal. La frase quedó deshilachada, en el aire.

Su reciente voluntad de ser (cuando menos, atleta) gritaba como una bandada de pájaros en las ramas de sus nervios.

Frente a él, ella.

Y el otro. Ese otro caído del cielo, nuncio de su destino.

Un resto de cerveza dormía en el fondo de la tarde amarga.

IV

En el mismo día había encontrado el cazador una pieza digna de acoso y -rara avis - un amor aéreo que prestara su gracia de hélice a las futuras, vigilantes jornadas.

Cuando la tarde había caído, redonda, vuelto a su cuartel, ni el toque de retreta ni el de silencio amansaron el encrespamiento de su alma insomne. De su alma, ávida de llanuras.

Los sangrientos ojales abiertos en la piel de la noche por las picas de la corneta, la hacían más imponente y trémula. Ardían las constelaciones, y la carne espesa del cielo tiritaba de furia.

Todas las cosas tenían ahora otro modo de ser; todas las cosas mostraban sus entrañas.

Soldado Antonio Arenas, ¡qué cambiado tú, del domingo al lunes!

Un campesino, un proletario, un soldado raso, puede convertir su brazo en mástil sobre la cubierta del ring o beber el triunfo en la copa de los campeonatos, sin trámites, sin escalafones: en un momento afortunado. Para ello no ha de contrariar su personalidad sino realizarla plenamente.

Antonio había disparado siempre el mecanismo de su vida sobre metas próximas. En lo sucesivo, su puño seguiría hiriendo a un adversario inmediato, concreto; pero cada uno de sus golpes repercutiría en todo el planeta: sus efectos doblarían la comba espalda del horizonte y serían recogidos en millares de hojas de papel rosa, blancas; vibrarían con la emoción-esqueleto del telégrafo y con la emoción ultratelúrica de la radio…

Héroe villano, armado de sus brazos, tenía un estímulo voltijeante, aspado, risueño, para sus empresas. Un estímulo de neta estirpe caballeresca: su amor sin palabras.

El amor creció, paralelo, en ellos -en él y en ella; en Antonio y en Aurora-, aumentando en progresión geométrica, hasta hacer saltar el almanaque de domingo a domingo.

Ya al día siguiente había cantado, amarillo en la ventana de la mujer, y relucía en el betún con que el soldado -la imaginación, desertora- lustró sus polainas. Como el agua en una inundación, subía su nivel, ocupando todos los espacios vacíos para rebosar en seguida. Poco tiempo después ya lo había invadido todo; a todo le comunicaba su tinte pensativo.

Por las rampas del cielo bajaba el Amor durante las guardias de los días lluviosos para jugar con Antonio a los dados, mientras cabeceaban misteriosamente los caballos desvelados, y los pasos del centinela sellaban con insistencia la tierra húmeda.

Aurora, entre las cenefas de papel estampado y las tazas de porcelana, afilaba el cuchillo de su pensamiento, de su sentimiento, dichosa como ausente.

Por obtener un documento fidedigno de su amor (esa acta para la constancia eterna que es una fotografía) decidieron, habían decidido, ir el próximo domingo a retratarse. Ante el ojo providencial y alucinante de la máquina plasmarían el momento, y quedarían inseparables en la cartulina.

Llegado el domingo próximo, cuando se encontraron, se encontraron cara de fotografía: una cara especial de yeso, de peinado impecable, mirada de cristal y sonrisa delicadamente idiota.

Y no es que no tuvieran -sobre todo Aurora- un concepto claro y vivaz de la Foto. Es que iban tristes, con esa tristeza canina que nunca pueden evitar los que se retratan un domingo por la tarde.

¿Se conoce la perfidia de las mamparas cubiertas de tarjetones y cartulinas? Pasaron la vista por copiosos muestrarios: mozas que enseñaban los dientes; mozas altas, angulosas, con la mano derecha en el respaldo de una silla; toreros anónimos, muertos más tarde en el Hospital General a consecuencia de una cogida… Como un entomólogo, catalogaron los gestos clavados en los muestrarios, desde el gesto suculento y emperejilado del carnicero, hasta el gesto de asfixia de la muchacha tuberculosa.

Cansados, coincidieron sobre el retrato de una bailarina desconocida que exhibía en balde su desnudo. Estaban confusos al no encontrar ni una sola referencia a su deseo.