Hora muerta

De El boxeador y un ángel (1929)

A Melchor, fraternalmente

I

La ciudad, plataforma giratoria. Un poco chirriante.

La aurora de la ciudad es una aurora de carteles nuevos. Frescos. Húmedos -ropa limpia- de rocío.

Carteles: sábanas desplegadas -tiernas, refrigerantes-. Toallas para enjugar las últimas miradas turbias de los chicos que van en grupos a la escuela.

Es una aurora entonada con el canto de gallo -ufanía- de las llamadas murales. Canto de color sostenido -orden de plaza- como toques de corneta. (Vibran en la retina los carteles con una gran limpidez.)

(Yo he buscado hoy tinta roja. Y tinta verde. Y tinta azul. He llenado un papel repitiendo esta palabra: cartel, en rojo. En verde. En azul. Para ver si conseguía la sensación auroral de la ciudad.)

La ciudad -aurora débil (de anemia) que se apoya en las paredes-, destacada, violenta, geométrica. Edificios altos, disparados al cielo en línea recta. Puentes de hierro, tiritando. Cables musicales.

Las fábricas respiran con dificultad -pobremente-. Y hasta se producen escenas de sugestión rural: ese mecánico -tendido en el suelo- que agota la ubre de su automóvil…

Luego; exhalaciones. Vertiginosidad. Nubes de humo. Ruidos.

Las chimeneas de fábrica hacen viajar el horizonte. Hinchan el vientre del cielo. Le dan un tinte gris, pesado.

Noche. La luna, quieta, es -también- anuncio luminoso. El bastón colgado de mi brazo me sugiere mansamente un brazo de mujer. Dócil. Sumisa. Y leve.

Pero que me retiene -con eficacia- frente al imperativo de indicaciones gráficas y guiones urbanos.

Estación. Pista. Fábrica. Velódromo. Universidad. Circo. Gimnasio. Cine.

La ciudad, gran plataforma giratoria.

Capitán de la Marina. Siempre cantando. O silbando. O recitando… Lejanamente.

Con los ojos más azules de su colección. Con la frente alta -una faceta a cada viento-. Con saludos y banderas internacionales.

Ha perdido -definitivamente- el barco o la aeronave, y se ha refugiado en la ciudad. Renunciando a los horizontes geográficos.

Sin embargo, en los oídos -caracolas de la playa- le queda un viento fuerte.

(El bar, mientras llueve. Silbidos de vapor. Entre dientes, canciones marineras.)

Acaricia a los niños. Para robarles -tan sólo- ese aire de primera comunión que van consiguiendo.

Equilibrista, anda por el borde de las aceras. Sin perder pie. Sin perder la pipa de a bordo.

Boxeador. Dientes blancos. Frente angosta.

Un ring en cada meridiano. Sonrisas inexpresivas. Apretones de manos también inexpresivos…

No recuerda. No recuerda. Pero… ¡a su lado va el manager !

Negro. Sonrisas grandotas. Plebeyez -democracia multitudinaria- de sombrero hongo, muy metido, y cartera en la mano. (En la otra mano, un junco. Y en las dos, guantes amarillos.)

Gran bailarín. Sólo él recoge y sintetiza la formidable ópera de la calle: gritos, claxons, timbrazos de tranvía y parpadeo de los escaparates.

Se va parando ante todos los escaparates, y ante el cartel del circo.

Sonrisas grandotas.

Campesino. Oscuro, grave, despacioso. De mirar bajo, de mirar agudo.

(Hace diez años que acaba de llegar.)

Motorista. Fino. Eléctrico. Hecho al contrapelo de las carreteras. Con ironía de ruidos fugaces y esguinces violentos.

Ojos dilatados en gafas de velocidad. Acostumbrados a recoger los perfiles desprendidos de las cosas.

Ceñido a las curvas duras -virginales- de las pistas más jóvenes.

Sonrisa donjuanesca de campeón ante la máquina fotográfica.

Chino. Sinuosidad. Tormenta-verbena. Relámpagos, ocultos bajo su facha de pobre hombre.

¿Biombos, farolillos y literatura…? ¡Ah, sí! ¡También! En el aleteo de pájaro azul que tiene -cuando lo saca del bolsillo- su pañuelo.

Soldados. Todos iguales. Al mismo paso. Con la misma seriedad. Fusil al hombro.

Una esquina los suelta. Otra se los traga. Rasándolos. Afilándolos.

Les duele el pájaro que volaba sobre ellos y que -de pronto: radicalmente- se les ha vuelto. Sin aquella hélice ideal, es más duro el paso -contra aquella pequeña hélice.

Soldados. Soldados. Soldados…

Niña. Anita -de blanco- saltando a la comba. Calcetines a rayas: ondas eléctricas… «¡Tas, tas…! ¡Tas, tas…!» En el patio del colegio. Nimbada, orlada de comba, como la Virgen de los Gitanos, en la provincia de los gitanos, con farolillos, sobre una columna alta… -de comba eléctrica.

Los ojos -grandes- bajo el agua.

(¿Qué agua? -¡Ay! Bajo el agua de un estanque inocente, parado.)

Debajo del agua -de tanta claridad como tenían.

Le dije: «¿Qué carta quieres?».

La pequeña Anita cogió el rey de espadas. Se lo guardó en el bolsillo.

En el bolsillo -blanco- tenía bordado -en rojo, rojo- un corazón.

La ciudad, gran plataforma giratoria. Estación. Pista. Fábrica. Velódromo. Universidad. Circo. Gimnasio. Y cine.

II

Todos los relojes marcaban la hora retrasada. Sus campanadas -campanadas del revés- eran de regreso. Picoteadas -ya- por los gallos de las veletas.

Eran campanadas muertas, exangües. Caían verticalmente, con las alas cerradas. Como frutos.

Pero el cine -al fin y al cabo- es una concavidad. Bien podía permitirse la broma de dar equivocada la marcha del tiempo. Como un espejo -¿No vemos en los espejos de las tiendas cuándo vamos a cruzarnos por la calle con nosotros mismos?

¡Ah, señor! Se encontraban los que iban con los que volvían… ¡Terrible tropezón!

Carlomagno -barba florida- había olvidado su espada en la bastonera, junto al bastoncillo de Chaplin.

Y Chaplin -Hamlet- atravesaba la cortina con la espada del Emperador. Sin encontrar -por supuesto- el cuerpo de Polonio.

La confusión era espantosa. El reloj hacía horas extraordinarias. (Reclamaba el Sindicato…)

«¡Tac…! ¡Tac…! ¡Tac…!»

Sonó -por fin- hora tardía, la recién muerta. (Todos teníamos su eco en el corazón.) La de los ojos claros y rostro de maniquí.

Asomó entre puertas. Sonrisa triste, estereotipada. Palidez y abanico. Y una mano -guante blanco, paloma al viento-. «¡Ven!, ven a buscarme, ¡oh, tú…!, etcétera…» A mí. Se dirigía a mi horizonte -saludo al viento de ropa puesta a secar-. ¡A mí! ¿Por qué a mí? Es increíble. Y sin embargo…

Me volví al que estaba a mi derecha:

– ¿Es a mí, caballero?

Tres cabezadas. Y una sonrisa.

Pensé:

«¡Pues me ha llamado! Y es una dama. De las que yo admiraba tanto en mis carnavales infantiles… Una dama: será preciso complacerla.»

Mi cabeza se había inclinado como si hubieran aflojado la cuerda. Oscilaba tristemente, arrastrando por el suelo miradas turbias.

De pronto, un tirón violentísimo. La cabeza, erguida. Las miradas de repercusión -fusil de repercusión- a la pantalla.

…Y la dama de aquella hora perdida había desaparecido. Totalmente. Sin dejar ni el sitio.

La pantalla estaba ocupada -ahora- por un puente de hierro. Muy estremecido. Muy transitado.

La sugestión del tránsito me empujó a la calle. En busca de la calle. No.hubiera podido permanecer más. Y salí del cine con fiebre. Con violencia interior.

Codazos. Empujones. Brechas. Huecos de perplejidad. Momentos atónitos, imaginativos.

(Jonás persiguiendo al tranvía, que se niega a tragarle.

Un timbrazo aplastado que cae en un charco y se sumerge rápidamente.

Nada.)

La puerta de mi casa me salió al encuentro. A sorprenderme. A darme una palmada en el hombro.

Una ansiedad inexplicable me llevó a la alcoba. Como si me urgiera alguna comprobación. Como si quisiera cerciorarme de que, en realidad, había dejado olvidada la cartera, y no la había perdido en la calle.

…Pero me quedé -allí, en medio de la habitación- parado. Reflexionando. No sabía. No sabía… ¿Para qué tanta prisa?

(Nada. Un absurdo. Una depravación estúpida: sofaldar la cama. Levantarle el vuelo de la ropa. Mi cama era gorda y opulenta. Blanca. Indolente. ¡Ay, señor…! ¡Qué absurdidad! Irremediable.)

Me pasé la mano por la frente. No sabía…

Otra cosa: probar el interruptor de la luz. Fíat lux! Pero…

No me encontraba. Había perdido -era evidente- la dirección…

Ya había intentado coger el pez -eremita- de la pecera, y siempre se me escapaba entre los dedos. ¿Poner a hervir la pecera? ¡Saltaría en el agua como un caballito del circo! Desistí.

Al fin -recuerdo- me tomé el pulso, con algo de alarma. Con aprensión.

Pero fue como si la mano se me electrificase. Encendida. Varillas metálicas.

Descargué sobre el piano mi botella de Leyden y saltaron chispas musicales.

Notas adultas, con su contrapartida adolescente. (Casi niñas, para la Sixtina.)

¡Ah! ¡Oh! ¡Ah! ¡Oh!

…Toda la noche la pasé soñando jugadas de ajedrez.

III

Al día siguiente, por la tarde -asociación súbita-, comprendí de pronto el motivo de aquel quebranto.

(Mis lágrimas -florecidas- saltaron de alegría sobre un plato. Seis rosetas.)

Fue recuerdo súbito de la hora fenecida que me había ordenado buscar la palidez, el abanico y la mano-gaviota del horizonte cinematográfico. Buscarlos -¡claro está!- en el seno del XIX.

¿El seno del XIX? Abierto como una granada… Se me representó la casa que era, con toda su imponencia de casa ignorada. Pasada y repasada de siempre. Sin curiosidad por ella.

Ahora -ahora- me explicaba su entraña maravillosa, para encantamiento. Su algo de cueva de Montesinos.

Y salí a la calle. Decidido. Precipitado. Lleno de aire. Viaducto. Lanzaderas. Gente. Más gente. Más gente.

En medio, mi apresuramiento.

Oí chistar a mi espalda. Pero la llamada me había pasado por encima del hombro, y no quise volverme.

Otra vez, chistar. Y ahora me había picado en la oreja. No hubo remedio.

– Y ¡qué! ¿Dónde vas?

– Voy en busca de Mercedes… Sí. Ya sabes: su carita era de cera… Pero todo esto no importa.

La respuesta me había cantado en el corazón. Era respuesta forzada. Seguramente no había otra.