Lo malo fue que no consiguió disimularlo como hubiera debido. Porque los majaderos que, todas las noches, después de la función, invitaban a las artistas y las retenían, tomando copitas de anisete, en la confitería hasta Dios sabe qué horas, se dieron cuenta en seguida, y se dedicaron a pincharla, irritarla y azuzarla contra la sonriente Criolla, cuyo cacumen, un tanto romo, no le permitía replicar a los alfilerazos de su colega y todo lo arreglaba con poner hociquitos, hacer mohines, soltar risotadas, y repetir: «Anda ésta»; «Pues sí»; «Vaya», y otras frases no menos expresivas.

En suma, que si la Criolla de Fuego se apuntaba algunos tantos en el escenario merced a su desvergüenza, en este otro espectáculo privado con que prolongaban la velada unos cuantos «conspicuos» -Ataúde, claro está, entre ellos-, gozaba Flor del Monte de su revancha, desquitándose con creces: en este terreno, el espíritu derrotaba por completo a la materia. Y los malasangre, los necios, viendo cómo la irritación aguzaba de día en día las flechas de su femenil ingenio, y no contentos ya con alimentar su agresividad mediante toquecitos sutiles, urdieron entre ellos una pequeña farsa cuyos frutos se prometían saborear después, en la tertulia. Esperaban el momento en que las artistas se agarraran por fin de los pelos, como no podía dejar de suceder, según iban las cosas. Lo que habían inventado fue fingir impaciencia en la función de aquella noche durante la Danza de los Velos, y ponerse a reclamar con gritos y abucheos la presencia de Asunta, la Criolla, en el escenario.

En esa intriga estúpida no participó el poeta, que era un caballero. Ni siquiera puede afirmarse que fuera iniciativa de la tertulia, sino idea de unos pocos, de Castrito, el de la fábrica de medias, de los hermanos Muiño, estudiantes perpetuos, del mediquito nuevo -¿cómo se llamaba?-, y dos o tres más, que tenían abonado un palco proscenio. Desde ese palco, tan pronto como Flor del Monte inició su admirable danza, empezaron a chistarle, a sisear, y a pedir Prendas Íntimas, el número bomba de la Criolla.

¿Cómo una cosa así no había de herir el amor propio de artista tan sensible? Tuvo ella, sin embargo, la prudencia de hacerse la desentendida, y continuó, por lo pronto, evolucionando sobre el escenario a compás de la melodía oriental que acompañaba a sus gráciles movimientos, en la esperanza de que la broma no pasaría a mayores. ¡Esperanza vana! Era eso no conocer al adversario. Atrincherados en el palco, sus torturadores intensificaban por el contrario, incansables, el fuego graneado de su rechifla, a la vez que espiaban los efectos previsibles de la agresión y se gozaban en observar los primeros síntomas del azoramiento que esta calculada ofensiva tenía que causar en el ánimo de la danzarina. «Mírala, mírala; ya no puede disimular más. Ya no da pie con bola -reía el mayor de los Muiño a la oreja del teniente Fonseca-. Ésa termina dando un traspiés, se pega el batacazo: tú lo verás».

Pero lo que vieron fue algo que nadie esperaba. En una de sus rítmicas evoluciones, la artista fulminó a sus ocupantes una terrible mirada, se detuvo por un instante, levantó la pierna y disparó contra ellos explosiva detonación: como el diablo en la Divina Comedia, avea del cul fatto trombetta. Tras de lo cual, prosiguió tan campante la Danza de los Velos.

¿A qué ponderar la estupefacción que el hecho produjo? Aquella nota discordante hizo que la orquesta desafinara; la platea empezó a rebullir, inquieta; y en cuanto a los ocupantes del palco proscenio, que en el primer instante se habían quedado mudos de asombro, reaccionaron en seguida con la natural indignación. Rojos de ira, proferían contra la artista gritos soeces de «Guarra» y de «Tía cerda», amenazándole con el puño. Pero, entretanto, ya la danza había terminado, y Flor del Monte se retiraba como si tal cosa tras de los bastidores, dejando a la sala sumida en descomunal barahúnda. Risas, improperios y disputas se mezclaban ahora, con terrible algazara, a la ovación de costumbre…

Puede imaginarse: aquella noche la danzarina no estuvo de humor para concurrir a la tertulia de la confitería, por más que le insistieran sus amigos sobre la conveniencia, o aun necesidad, de no faltar, hoy menos que nunca. Pese a todo se retiró ella, acompañada de su señora madre, a sus cuarteles de la Pensión Lusitana: tenía una fuerte jaqueca. Y allí, en la pensión, compareció pocos minutos más tarde a presentarle sus respetos el poeta Ataúde, uno de aquellos amigos leales. Ataúde había creído deber suyo visitarla en la ocasión, no sólo por si acaso el periódico decidía hacerse eco de lo ocurrido -aún ignoraba Hornero cuál sería la actitud del director-, sino también, y sobre todo, porque deseaba testimoniar a la joven artista su simpatía, desolidarizándose netamente de los imbéciles que, con su conducta incalificable, habían provocado el ruidoso incidente.

Al principio ella se negaba a recibirlo; no quería verlo, a él ni a nadie: le dolía mucho la cabeza. Pero como el periodista insistiera y rogara, salió por fin con los ojos coloradísimos, y no bien se hubo dejado caer junto a su fiel admirador en el divancito del vestíbulo, rompió a llorar de nuevo, anegada en un mar de lágrimas y sollozos. Ataúde supo, diestro, enjugar esas líquidas perlas y ganarse con su solicitud la benevolencia de la dolida Flora, su afecto. Le declaró el poeta que, lejos de hacerle desmerecer en opinión suya ni de nadie, la resonante acción con que había repelido a sus burladores, más bien tenía que concitarle el aprecio de cualquier conciencia recta. Por consiguiente, no afligida, avergonzada ni contrita, sino ufana y orgullosa debía mostrarse de haber sabido emplear un remedio heroico. ¿Merecían, tal vez, otra cosa semejante patulea de señoritos chulos? Habían recibido la respuesta condigna a sus despreciables provocaciones, y bien empleaba se la tenían. Así, pues, nada de esconder el bulto, sino al contrario: mantener con la frente muy alta la gallardía de su gesto.

Ante exhortaciones tan cariñosas, la artista le dirigió una mirada de ansiedad y de reconocimiento: necesitaba esa confortación; mucho bien le hacía oírle decir a un hombre como él, a una persona decente y culta, que no vituperaba su proceder, e incluso lo aprobaba. Para ser franca, debía confesar que todo había sido una ocurrencia repentina. Sintió la oportunidad, y la aprovechó para acallar a la jauría que tan sin piedad le acosaba. Fue una ocurrencia súbita, una inspiración del momento. Podía jurar que no hubo en ello la menor premeditación. De no haberse dejado llevar por la cólera, es lo cierto que, en frío, jamás se hubiera atrevido a una cosa así. Y ahora le pesaba el arrebato, le daba muchísima vergüenza; 'tanto más que su mamá se había puesto hecha un basilisco, afeándole ásperamente su comportamiento. «Créame, amigo Homero: si hice mal o hice bien, no lo sé; pero lo que sí sé es que, en aquel instante, si hubiera tenido en la mano un revólver cargado, lo mismo se lo disparo encima a esos canallas…» Y lloraba, lloraba desconsolada otra vez.

Ataúde, tierna y respetuosamente, empezó a pasarle la mano por la cabecita; y ella, al sentirse acariciada, la dejó reposar en el hombro del poeta tras de haberlo recompensado con encantadora sonrisa… Total, que ahí nació un idilio destinado a sacramentarse al pie de los altares. No mucho rato había pasado, en efecto, cuando ya estaban riéndose ambos. Con los ojos todavía enrojecidos y húmedos, a Flor del Monte -¡lo que es la juventud!- le retozaba la risa cada vez que se acordaba del modo cómo les había tapado la boca a aquellos gritones. Atónitos los había dejado. Pues ¿qué se creían, los mamarrachos? ¿que iban a poder con ella? ¿A que no se aguardaban esa respuesta?… Y también le daba risa, mezclada con una sombra de preocupación, pensar en los comentarios furibundos que a aquella misma hora estarían haciendo en la tertulia de la confitería y, más que nada, las idioteces que largaría la Criolla de Fuego. «Es que la gente -reflexionó Ataúde- es de lo más infame, y conviene siempre tenerla a raya; darle una lección de vez en cuando. Enseñarles las uñas, sí. Has hecho muy bien, nena; muy requetebién has hecho. Pues ¿qué se pensaban? ¡Si sabré yo cómo se las gastan esos tipos! Son unos malasangre.» «¿Es verdad, Homero -le preguntó entonces, picarona, Florita- eso que dicen de ti, que regalas flores usadas ya en los servicios funerarios?» «Eso -protestó el poeta- es una solemne mentira. Lo que pasa es que son muy envidiosos; tienen envidia, y eso es todo. La verdad es que, con el negocio de mi padre, a nosotros las flores nos resultan mucho más baratas, somos grandes consumidores, ¿te percatas? Además, flores siempre son flores, qué demonios; y con ellas tanto puede armarse un ramillete como una corona. Puras ganas de jeringar…» Ella se reía, quitándole toda importancia a la cuestión. Y respecto de lo otro, pues sí, casi se alegraba ahora de haberlo hecho. Sería una grosería, pero si no, ¿adónde habríamos llegado? Le bastaba a ella con que a persona tan ilustrada y noble como Ataíde, un poeta, no le hubiera parecido demasiado mal. Si él lo aprobaba… Se levantó: «Voy a llamar a mi mamá para que sepa que, a pesar de todo, no me faltan amigos sinceros».

Vino la mamá, lo saludó con aire de preocupación digna, le agradeció la cortesía de su visita, deploró la desgracia (así calificaba ella el incidente del teatro), le invitó a tomar una copita de oporto, y mientras Flora iba a la pieza para buscar el vino, la señora mayor expuso sus cuitas al poeta: «Ay, señor mío, usted no sabe lo que una madre tiene que padecer. Esta niña mía es tan impulsiva… Yo siempre se lo digo, que no sea tan impulsiva; pero no hay remedio. Fíjese, la barbaridad. Lo peor ahora es que el empresario querrá aprovecharse para cancelarle el contrato. Y de cualquier manera, ¿con qué cara va ésta a presentarse otra vez mañana delante del público? ¡Qué catástrofe, señor Ataíde, qué catástrofe!». «Déjeme a mí, señora, que yo estudie un poco la situación. Todo se arreglará, descuide. Creo que todo se arreglará.» Ataúde se sentía ya protector, deseaba asumir responsabilidades. «Quizás lo mejor sea que la niña abandone esto de las varietés , que no va a darle más que disgustos, porque el público es muy bestia, y… Pero, hágame caso, ponga el asunto en mis manos. Tengo una idea.»

La idea que había tenido era, sencillamente, la de casarse con Florita, que ahora aparecía de nuevo en el vestíbulo trayendo en una bandeja, no la cabeza del Bautista, sino una botella de oporto, tres copas y galletitas. Era también un impulsivo nuestro poeta, y también fue para él la del matrimonio una ocurrencia repentina, aunque se abstuvo de soltarla a boca de jarro. Pero desde ese momento mismo supo ya que estaba enamorado de Flor del Monte, y que había de convertirla en su legítima esposa, ofreciéndole con su mano la mejor reparación pública en que hubiera podido soñar para sacarse la espina del dichoso incidente.