Sin embargo, una vez más hubimos de rendirnos y reconocer su tino, y admirarla de nuevo cuando, más adelante y ya en frío, se discutió el asunto., Pues ¿hubiera podido acaso dar más sobria respuesta a la insolencia de un borracho que el silencioso pero concluyente signo mediante el cual corroboraba al mismo tiempo, confirmaba, refrendaba y suscribía el informe rendido in voce un mo mento antes, acerca de su verdadera condición y oficio, por el director de Embarques? Éste -¡qué habilidad la del hombre!- evitó lo peor; consiguió que la tormenta se disipara sin descargar, y disolvió la reunión después de haberse despedido en particular en cada uno de nosotros, desde el gobernador para abajo, sin excluir al propio Ruiz Abarca («Vamos, Rosa, que el señor inspector general quiere besarte la mano, y no son momentos éstos para rencores»), dejándonos desconcertados, divididos en grupitos, sin que nadie escuchara a nadie, mientras que la pareja se iba a dormir a bordo ya esa noche.

II

Un mazazo, capaz de aturdir a un buey: eso había Sido la revelación de Robert. Su famoso discurso nos había dejado tontos. Ya, ya irían brotando, como erupción cutánea, las ronchas que en cada cual levantaría tan pesada broma; pues -a unos más y a otros menos- ¿a quién no había de indigestársele el postre que en aquella cena debimos tragarnos? Cuando al otro día, pasado el estupor de la sorpresa y disipados también con el sueño los vapores alcohólicos que tanto entorpecen el cerebro, amaneció la gente, para muchos era increíble lo visto y oído; andábamos todos desconcertados, medio huidos, rabo entre piernas. Tras vueltas, reticencias y tanteos que ocuparían las horas de la mañana, sólo al atardecer se entró de lleno a comentar lo sucedido; y entonces, ¡qué cosas peregrinas no pudieron escucharse! Por lo pronto, y aunque parezca extraño (yo tenía miedo a los excesos de la chabacanería), aunque parezca raro, la reacción furiosa contra la mujer, de que Ruiz Abarca ofreciera en el acto mismo un primer y brutal ejemplo, no fue la actitud más común. Hubiera podido calcularse que ella constituiría el blanco natural de las mayores indignaciones, el objeto de los dicterios más enconados; pero no fue así. La perfidia femenina -corroborada, una vez más, melancólicamente- no sublevaba tanto como la jugarreta de Robert, ese canalla que ahora -pensábamos- estaría burlándose de nosotros, y riendo tanto mejor cuanto que era el último en reír. Durante meses y meses nos había dejado creer que le engañábamos, y los engañados éramos nosotros: esto sacaba de tino, ponía rojos de rabia a muchos. Pues, en verdad, la conducta del señor director de Expediciones y Embarques resultaba el bocado de digestión más difícil; pensar que se había destapado con desparpajo inaudito -mejor aún, con frío y repugnante cinismo- como un chulo vulgar, rufián y proxeneta, suscitaba oleadas de rabia y tardío coraje, quizás no tanto por el hecho en sí como por la vejación del chasco. ¡Señor director de Embarques! ¡Buen embarque nos había hecho! Eran varios ya, y crecían en número, los que pretendían haber sospechado algo, callado por prudencia algún barrunto o pálpito, acaso tener pronosticado (y no faltarían testigos) cosa por el estilo. Otros, no menos majaderos, se aplicaban a urdir -¡a buena hora!- remedios ilusos; y tampoco dejaban de oírse voces que reprocharan al gobernador su lenidad en permitir que aquella pareja de estafadores («estafadores de la peor calaña») embarcara tan ricamente, sin haber recibido su merecido o, al menos, vomitar los dineros que, sorprendiendo la buena fe Ajena, se habían engullido.

Pero hay que decir que la opinión sensata acogía con reserva y aun con ironía desahogos semejantes, y que, muy por el contrario, se sintió un general alivio cuando, en la emisión de las cinco y media, cerró Torio su noticiario radial mediante las palabras sacramentales: «…y un servidor de ustedes, Toñito Azucena, les desea muy buenas tardes», sin haber hecho mención alguna del acontecimiento que ocupaba todas las mentes y alimentaba todas las conversaciones. Y es que la manera como El Eco de la Colonia traía la noticia aquella mañana resultaba inquietante por demás. «Anoche, según lo anunciado – informaba el diario-, tuvo lugar en la elegante terraza del Country Club el banquete de homenaje y despedida al señor director de Expediciones y Embarques, don J. M. I Robert, y a su digna consorte, la señora Rosa G. de Robert. Al cerrar esta edición, adelantamos la noticia sin que nos sea posible relatar en detalle las interesantes incidencias del destacado acto. En nuestro número de mañana encontrará el lector, reseñados con la debida amplitud y comentarios pertinentes, los sabrosos detalles del evento». No decía más; y ¡bueno fuera -me había dicho yo aquella mañana, leyendo la insidiosa gacetilla, mientras se enfriaba mi taza de café-, bueno fuera que, tras el chaparrón de anoche, nos enfangáramos todavía en un innecesario escándalo! Por mí, eso me importaba poco. Le importaría al gobernador, le importaría al jefe de la Policía colonial, le importaría al secretario de Gobierno, le importaría al propio Ruiz Abarca, tan inspector general de Administración, después de todo; y, fuera de estos dignatarios responsables, le importaría a los pocos empleados, altos o bajos, que tienen aquí la familia. A mí, en el fondo, me traía muy sin cuidado. Pero esto no quiere decir que fuera indiferente al asunto; no lo era; me interesaba, desde luego, aunque apenas me sintiera implicado, y lo viviera un poco en espectador. Recuerdo que aquella misma noche, caldeado sin duda mi caletre, había fabricado un sueño, tan absurdo como todos los sueños, pero que reflejaba la impresión recibida durante la escena del banquete. Soñé que me encontraba allí, y que Rosa ocupaba, tal cual en realidad la había ocupado, la cabecera de la mesa, junto al gobernador. Discurría la comida, y yo me sentía acongojado por la inminente partida de nuestra amiga, cuando, de pronto, el inspector general, Abarca, sentado en sueños al lado mío -aunque la realidad nos asignara puestos algo distantes en la mesa; pero en sueños estaba a mi lado-, se me inclina al oído y, muy familiarmente, me susurra: «Mire, compadre, qué ajada se ve Rosa. Pensaba ella irse tan fresca; pero, camarada, en el trópico…» La miré entonces, y vi con asombro que su cara se había cubierto de arrugas, apenas disimuladas por el maquillaje; tenía bolsones bajo los ojos embadurnados, marcadas las comisuras de los labios, y los hombros vencidos; una ruina, en fin. Me limité a comentar en la oreja peluda de Ruiz Abarca: «Amigo Abarca: es el trópico; aquí no hay quien levante cabeza…» Un sueño de sentido transparente -reflexioné mientras apuraba el café de mi desayuno-: el deterioro infligido en él a la dama de nuestros afanes simboliza, es fácil darse cuenta, el hundimiento repentino de su prestigio social ante nuestros ojos. Por lo demás, era dicho corriente en la colonia -y nadie mejor que yo sabe cuán cierto- que el trópico desgasta a hombres y mujeres, los tritura, los quiebra, muele y consume…

Más curioso de oír lo que se hablara sobre el caso que dispuesto a trabajar, di un último sorbo a mi taza y salí en dirección a la oficina. Mi despacho está en los bajos del Palacio del Gobierno, frente a la Plaza Mayor; hacia allá me encaminé. La mañana, ya un poco avanzada, estaba agradable, luminosa, pero todavía sin ese exceso de reverberación que hace insufrible el centro del día. Bordeando el mal pavimentado arroyo, apartando a veces las criaturitas desnudas que pululaban junto a los barracones, y sorteando montones de basura, nubes de moscas, seguí mi habitual trayecto hacia la Avenida Imperial y Plaza Mayor (prefería atravesar aquella inmunda pero breve zona en vez de emprender de rodeo y llegar sudado); y ya había pasado por delante de Martín, ya le había dado los «buenos días», y él, desde su hamaca sempiterna, me había retribuido con su acostumbrada combinación de un gruñidito y un levísimo movimiento de la mano, cuando se me ocurrió -fue una idea- comprobar si ya había trascendido el suceso de la noche antes fuera del que pudiera llamarse «mundo oficial» de la colonia, y bajo qué colores. Martín pertenecía y no pertenecía al mundo oficial: flotaba en una especie de limbo indefinido. Era, sin lugar a dudas, el europeo más antiguo aquí; todos le recordábamos instalado ya en su hamaca, al tiempo de llegar cada uno de nosotros… Sí, él estaba ya ahí, desde antes, en su casita de tablas verdes mal ensambladas. Y, por supuesto, cobrada -aunque un sueldito muy pequeño- de la compañía, en cuyo presupuesto figuraba bajo el título, que significaría algo una vez, de ayudante de Coordinación, pero que actualmente, desaparecido desde hacía años el cargo de coordinador, no respondía a otra actividad visible que la de balancearse en la hamaca -enorme araña blancuzca colgada entre los postes que sostenían el techo de cinc-. Me detuve, pues, y retrocedí con suavidad un paso para, apoyada mi mano en la apolillada baranda, preguntarle si se habla enterado del escándalo de anoche. «¿Anoche?», preguntó, inexpresivo, con la pipa en la boca. Aclaré: «Anoche, en el banquete del director de Embarques». Fumó él, y luego dijo, despacio: «Algo he oído contar por ahí dentro; pero no me he dado bien cuenta». Ahí dentro era el fondo sórdido de la casita, donde bullía, desbordando, una parentela indefinida, la vieja, azacaneada siempre, con sus descomunales pies descalzos de talón claro y las tetas sobre la barriga, muchachos y muchachas de todas las edades, sobre cuyas facciones negras lucían de pronto los ojillos azules de Martín, o rebrotaba el color rojizo de su ya encanecido cabello, floreciendo ahora en los ricitos menudos de una cabeza vivaz… ¡Que no se había dado bien cuenta! ¿En qué estaría pensado aquel bendito? Adormilado en su hamaca, con la pipa entre los dientes, sólo en forma imprecisa llegaría hasta él lo que charlaban, en su lengua, las gentes de aquella ralea y sus amigotes, lo que tal vez refirió, a la mañanita, alguno de los critados del Club acodado en la baranda mientras la vieja lavada ropa junto a los tallos lozanos del bananero. Ni se había dado bien cuenta ni parecía interesarle, pues tampoco me preguntaba a mí, que me había parado a conversarle de ello. ¡Estrambótico sujeto! Me tenía allí pegado y no decía nada. Ganas me dieron de volverle la espalda y seguir mi camino; pero todavía le sonsaqué: «Y ¿qué le parece nuestro ilustre director de Embarques, cómo se ha destapado?» Va y me contesta: «¡Pobre hombre!» Semejante incongruencia me contestó. Le eché una mirada y -¿qué ha de hacer uno? «Bueno, Martín; hasta luego» -seguí adelante. ¡En el mismísimo limbo!