El pequeño Friaul andaba despacio, junto a la vía férrea, sin pensar en nada. Una sonrisa artificial se le había congelado en la cara, fijándole el gesto. De todo él, sólo los ojos vivían; unos ojillos chicos, duros, negros y brillantes como botones. Sus piernas de alambre alternaban con regularidad mecánica; sus manos habían perdido la forma dentro de los mitones, y sus orejas habían desaparecido bajo el gorro de cuero.

¿Desde dónde venían sus botas, mordidas por la escarcha?

Se detuvo en uno de los puentes, a mirar. Abajo, los vaporcillos y las canoas -triste rebaño acuático- dormían, lomo con lomo, en el canal inmóvil. Un olor a madera húmeda y a manzanas podridas llegaba, suave, sin viento. Hizo rodar con el pie el amarillo corazón de una fruta desde la plataforma de hierro hasta el agua mate, donde tantos edificios estaban sumergidos, inversos; los vio temblar y siguió andando.

Siguió, siguió andando. Pasó ante un guardavía con bigotes de foca; ante aquel campo de deportes, siempre solitario; ante la garita azul, cerrada siempre… ¿En qué pensaba el pequeño Friaul, con la sonrisa artificial congelada en la boca?… El cielo cubría de lana sucia el frío de la tierra. Mil niños de cabeza gorda patinaban, allá lejos, sin ruido, entre la sorda niebla.

El pequeño Friaul pensaba lo siguiente: «Puede durar el tiempo de lluvia un mes entero, y quizá tres meses completos, y más aún: hasta la primavera. Todo esto es muy posible… Pero después viene la primavera.»

Así pensaba el pequeño Friaul. Para soñar en seguida una excursión fluvial, con merienda, acordeones y riberas de árboles floridos.

Tres patos salvajes volaban alto, en anhelo rectilíneo, con el largo cuello de goma estirado, y en su extremo la estrecha cabeza estúpida.

Otra vez el canal. Entre su carne muerta, el esqueleto de los castaños. Sobre sus aguas chorreaba añil el anuncio eléctrico de un perfume, y a su orilla vendía manzanas una muchacha con pelo de estopa.

Estaba solo el carnicero en la carnicería. Solo, como la baraja en la mesa, y pensativo como los garfios sin carne. El ancho cuchillo, dueño de la luna de enero, hubiera deseado cortar sus dedos redondos, rojos, iguales, en rodajas sobre el tablero. La boca se le había quedado abierta, y los ojos se le habían quedado azules. ¡Qué dulce la muda queja del venado! ¡qué idílico el lamento imposible de la ternera! Gruesas lágrimas de sangre enfriaban el frío mármol, escurriendo sobre él, sin morder, su blancura de cisne.

Recordó entonces el carnicero que se llamaba Mayer y que tenía, para los domingos, un chaleco verde.

El niño Friaul apareció en el marco de la puerta, adelantó su cabezota hacia el interior. Las reses, desnudas, le miraban con miradas densas, interminables, de hospital, implorantes sus manos truncas bajo la vigilancia de un hacha, de roja savia mordida. Era un invierno ya, en la cabeza del ciervo, su sueño de ruiseñores, y era plomo glacial el corazón de los ánades…

Su padre, tras el mostrador, le miraba con ojos dormidos, con manos ciegas. La enagua eléctrica de un querube, desde la lámpara, se derramaba sobre el mostrador.

Nunca se sabe nada, nunca.

Una sonrisa malvada había saltado de la hoja larga del cuchillo a los ojos redondos de las reses. El rostro del pequeño Friaul aleteó como un pájaro capturado. Un momento después estaba lleno el suelo de rosas carmín. La voz del pequeño Friaul había sido cortada por el tallo en su garganta.

Nunca, nunca se sabe nada.

Ahora podía comprobarse hasta la evidencia que sus ojos eran dos botones negros; querían desabrocharse de los párpados y rodar por el suelo, junto a la baraja despavorida, junto a las grandes botas sin brillo del carnicero Mayer, de quien sólo se sabe que tenía un chaleco verde para los domingos.

Mayer irá a la cervecería, como todas las tardes. Pasará ante los carros de tristes caballos con las crines sucias, que esperan en la calle a sus dueños. Saludará a su amigo el cervecero, cuyos redondos brazos de mujer sacan siempre del agua vasos mojados. También saludará a las cabezas de ciervo, asomadas a las paredes.

Y por fin se sentará a beber, hasta que sus botas de cuero huyan, arrastrando bajo la mesa piernas de trapo.

IV

Las manos de Erika estaban rojas, internas, al desprenderse de los gruesos, grises guantes. Su pelo recortado se levantaba -invernal centeno- sobre la frente blanca. Había entrado a la cocina dando un portazo, perseguida por el frío de fuera, y ahora se acariciaba la cabeza por amansar crispados pensamientos. Sus labios temblaban de un modo tenue, y los ángulos de sus ojos se aguzaban, afinados, en busca de no se sabe qué precisiones.

Sonrió después a la lumbre y acarició también con las palmas de sus manos los suaves y azulados mechones del gas.

Había metido los pies en unas zapatillas rojorizadas, y bien alta la cabeza, iba de un rincón a otro con sus pasos oscilantes, bailando un baile pueril al son del molinillo del café.

Mientras el agua no hirviera, se asomó a la ventana. Todo estaba quieto. Frente a la suya, otra ventana con cortinas pobres y cristales sucios, tras los que alguien, como ella, miraba al exterior. En la calle, un niño con gorro verde, que arrastraba por la nieve el carrito de su hermano. A la nieve no le quedaba ya nada del rosa del alba, ni tenía aún el azul del crepúsculo, aplastada y entera.

Desde algún remoto balcón, desde algunas bambalinas increíbles, un piano manaba con suavidad su música. De pronto, cortada.

Sonaron los cascabeles del agua en la cocina sobre el fuego. Erika volvió junto a la mesa. Había dado libertad a su alma, nostálgica de nunca vistas praderas, y mientras tanto, sus distraídos dedos, como ovejas sin guarda, recogieron, doblaron, desplegaron un papel roto, un trozo de periódico suelto, captado al azar.

Cuando su mirada revertió hacia fuera, le saltó, con salto de tigre, desde el papel a los ojos, una noticia local, incompleta: carriles de letras, cada uno de los cuales la precipitaba a un vacío turbio y sangriento.

En la tarde de ayer se desa…

hijo de ocho años de edad, Friaul…

de la escuela. En los primeros…

Las quebradas fórmulas tenían un jadeo mortal. ¿Cuándo habría sido la tarde de ayer? ¿De qué ayer sin nombre? ¿Y en qué sitio? ¿Tal vez en el norte de la ciudad? ¿Quizá allí mismo, a unos metros de su propia habitación?… ¡Nunca se sabe nada, nunca! ¡Si con la nieve las sienes enloquecen, se turban las manos, se afilan los cuchillos, y Dios, el buen Dios, se niega a intervenir en el mundo!

Sólo un pequeño y tierno amor podría suavizar el invierno. Pero en el invierno todas las puertas están cerradas, todas las caras son hoscas; y si por acaso, durante un trayecto en el autobús, se han deshelado unos ojos y una boca se ha abierto para declarar: me llamo Hermann, todo esto no dura más que un momento. Si un piano desliza los patines de sus notas hasta la calle, esto no dura más que un momento. Es necesario esperar que llegue la primavera, verde de pájaros y acordeones.

Ahora hay que vivir un mundo de penumbra, de oquedades, de interiores. Las mamparas se cierran por sí mismas; las orquestas no logran encender el ánimo. Ni el parque vive ahora, cloroformizado bajo las sábanas intactas, bajo la luz cruel de los arcos voltaicos y los gestos espectrales de las estatuas… Sin embargo, una mañana habrá venido la primavera, a remolque de canoas y veleros. Parece increíble, pero es cierto. Ello habrá de ocurrir una mañana cualquiera.

Erika bebía a breves sorbos su taza de café.

V

Como era Navidad, el cartero -honrado funcionario del Estado- había traído un paquete muy revestido de sellos: una caja de cartón, por correo interior. Erika encontró dentro otra, más pequeña, caja de bombones y una ramita del árbol de Noel. Bajo ella, tres tarjetas de visita; el regalo procedía de Frieda, Bruno y Trude, amigos de la infancia.

Erika transpiraba felicidad, y la señora Schmidt reproducía en su rostro, débilmente, la emoción de su hija (en la que participaba, desde luego).

Todavía, unas líneas de Frieda proponiendo una excursión dominical a la montaña nevada. Esto era agradable. Siempre es agradable una excursión a la nieve, con tres amigos de la escuela… Estrictamente hablando, sólo Frieda era amiga de la escuela -no sus hermanos-. En aquella época pasaban juntos los domingos; vivían con su abuelo a la orilla del lago, en una casita de madera, y Erika iba todos los domingos a visitarles. Con frecuencia encontraba a Trude andando con sus pasos menudos ante la casita. Le temblaba en la cabeza un lazo tieso, color rosa. Y también la casita estaba pintada de color rosa. Junto a ella, naturalmente, había un hermoso gallo, y este gallo era, desde tiempo inmemorial, enemigo de Trude. Trude llevaba siempre caídos los calcetines; el gallo picoteaba siempre en no se sabe qué montones indistintos. Pero Cuando ella pasaba cerca, arrastrando por los breves senderos su trineo de juguete, el gallo se engallaba, la miraba con su perfil de sierra. (Un gallo es, en verdad, un extraño ser.) En cierta ocasión se había comido las Cuentas de un collar roto de Trude, y sólo pudieron consolarla cuando el farmacéutico prometió hacerle otro de píldoras arsenicales, y, además, unos pendientes con discos de aspirina. La enemistad había crecido desde aquel día, y a partir de entonces el gallo se mostraba más implacable, persiguiéndola con las alas desvencijadas hasta golpear con su pico la puerta de la casita.

Frieda se burlaba de esta pequeña historia sin importancia, y Bruno ni siquiera hacía caso de ella. Así como otros chicos apedrean las lunas de los escaparates, él rompía la plancha de cristal que cubre el lago, cansado de deslizar la vista en un paisaje raso, donde sólo era grande un barco prisionero en el agua desde los últimos días del otoño.

De todo esto habían pasado varios años, y hasta la Trude misma estaba hecha ahora una chica formada.

El bosque dormía aplastado, con ese tono inefable de las altas cristaleras y de los paisajes nórdicos. De espacio en espacio saltaba Erika por entre los pinos, de cuyas ramas caían, desgajados, al suelo, o tal vez sobre su cabeza, maduros racimos de nieve, que se desgranaban en la nieve homogénea.

Delante, Erika. Y siguiéndola, sus tres compañeros, peregrinando con los esquís por las sendas del bosque, intactas. Nadie hablaba, nadie reía. Como gorriones friolentos, saltaban los cuatro de espacio en espacio, sin hablar ni reír. Atrás quedaba una estela de bufandas azules.

Un tren pequeñito los había llevado -los esquís, entonces a la espalda, les daban aspecto alífero- hasta dejarles al pie de la montaña. El cielo estaba desconchado, sucio de algodones y bilis. La tierra resplandecía fúnebre. En ella, sólo los pinos de abatidos brazos. Nada más en ella. Alguna vez acaso cruzaba lejos, ciervo increíble, cualquier solitario deportista.