Peter Ackroyd
Los Lamb de Londres
Título original: The Lambs of London
©Peter Ackroyd, 2004
© de la traducción: Margarita Cavándoli, 2007
Nota del autor
Este libro no es una biografía, sino una obra de ficción. He inventado personajes y modificado la vida de los Lamb por el bien de la narración.
P. A.
CAPÍTULO I
– Detesto el hedor de los caballos. -Mary Lamb se acercó a la ventana y rozó con gran delicadeza el gastado ribete de encaje de su vestido. Se trataba de una prenda anticuada que lucía sin inmutarse, como si la manera en la que elegía vestirse no tuviera la menor importancia-. La ciudad es una gran letrina.
Estaba sola en el salón de su casa y ladeó la cara hacia el sol. Tenía el cutis picado por la viruela que había sufrido hacía seis años, y con el rostro dirigido hacia la luz, imaginó que era la agujereada luna.
– Querida, lo he encontrado. Estaba escondido en A buen fin. -Charles Lamb entró en el salón con un delgado libro verde en la mano.
Mary se volvió sonriente. No se resistió al entusiasmo de su hermano, que le permitió dejar de pensar en la perforada luna.
– ¿Qué es?
– Querida, ¿a qué te refieres?
– ¿A buen fin no hay mal principio?
– Espero con fervor que así sea. -Llevaba desabrochados los botones superiores de la camisa de hilo y el cuello flojamente anudado-. ¿Puedo leértelo? -Charles se dejó caer en el butacón y se apresuró a cruzar las piernas. Fue un movimiento rápido y preciso, al que su hermana ya se había acostumbrado. Sujetó el libro con el brazo estirado y recitó un fragmento: «Dicen que los milagros pertenecen al pasado; contamos con filósofos que consiguen que lo sobrenatural y sin causa parezca moderno y familiar. De ahí que restemos importancia a los terrores y nos escondamos en el presunto conocimiento, cuando lo cierto es que deberíamos someternos al miedo a lo desconocido». Lo comenta Lafeu a Parolles. Es ni más ni menos el pensamiento de Hobbes.
Por regla general, Mary leía lo mismo que su hermano, aunque más despacio. Quedaba absorta con más profundidad; se sentaba junto a la ventana, en la que pocos instantes antes la luz la había acariciado, y analizaba las sensaciones que la lectura le producía. Tal como había explicado a su hermano, en esos momentos sentía que formaba parte del espíritu del mundo. Leía para poder sostener con Charles esas conversaciones que se habían convertido en el gran consuelo de su vida, cuando hablaban aquellas noches en las que Charles regresaba sobrio de la East India House. Cada uno confiaba en el otro, pues observaban que un alma gemela resplandecía en sus expresiones.
– ¿Qué significa «presunto conocimiento»? Charles, qué bien te expresas. Me encantaría poseer tus dones.
Mary admiraba a su hermano en la idéntica y exacta medida en la que no se quería a sí misma.
– Palabras, palabras, palabras.
– ¿Se aplica a las personas que conocemos? -preguntó a su hermano.
– Querida, ¿a qué te refieres?
– Al presunto conocimiento y al miedo a lo desconocido.
– Es algo complicado.
– Creo conocer a papá, pero ¿debería someterme al miedo a lo desconocido en lo que a él concierne?
Esa mañana de domingo, sus padres regresaban de la capilla de los Disidentes, situada en la esquina de Lincoln's Inn Lane y Spanish Street. Sólo estaban a cien yardas de la casa y Mary comprobó que cruzaban con lentitud la calle. El señor Lamb se encontraba en las primeras fases de la decadencia senil, pero la señora Lamb lo mantenía erguido gracias a su potente brazo derecho.
– Por no hablar de Selwyn Onions -acotó Mary. Onions era uno de los compañeros de trabajo de Charles en Leadenhall Street-. Creo conocer sus bromas y travesuras, pero ¿debería someterme al miedo a lo desconocido con relación a su espíritu malévolo?
– ¿Onions? Es muy buen tipo.
– Tal vez.
– Querida, te metes en demasiadas honduras.
El otoño tocaba a su fin y el sol poniente teñía de rojo los ladrillos de las casas de enfrente. La calle estaba salpicada de mondaduras de naranja, trozos de periódico y hojas secas. Una anciana cubierta con un grueso chal accionaba la bomba de agua de la esquina.
– ¿Qué quieres decir con eso de «demasiadas honduras»?
Mary se había sorprendido de la frivolidad de su hermano. Había sido insensible y contaba con la sutileza de Charles para dar sentido a su propia existencia.
– Mary, existen algunos temas que no tienen hondura ni profundidad. Onions es uno de ellos. -Incómodo ante esa deslealtad hacia su amigo, se apresuró a cambiar de asunto-. ¿Por qué el domingo es tan horrible? Se trata de mi día de descanso, pero resulta muy aburrido y desolado. Me arrebata la vida. No hay nada en qué pensar. -Abandonó el butacón de un brinco y permaneció de pie junto a su hermana, en el hueco de la ventana-. Sólo cobra vida con el crepúsculo, si bien para entonces ya es demasiado tarde. Iré a mi habitación y estudiaré a Sterne.
Ya estaba acostumbrada. Como la propia Mary solía decir, «ser dejada por Charles» era un verbo compuesto que aludía a una sensación coherente y absoluta de pérdida, decepción y expectación. No se sentía lo que se dice abandonada. En verdad, casi nunca estaba sola en casa. Sus padres acababan de llegar. Oyó cómo su madre introducía la llave en la cerradura y de forma instintiva se incorporó, igual que si se defendiese de un peligro. El señor Lamb se limpió las botas en el felpudo de paja mientras la señora Lamb pedía a Tizzy, la criada, que barriese las hojas secas. Mary se dio cuenta de que Charles se arrellanaría en el asiento y de que, con la ayuda de Sterne, se aislaría de los ruidos del hogar. Mientras sus padres entraban en la sala, se volvió otra vez hacia la ventana y se dispuso a desempeñar de nuevo su papel de hija.
– Mary, haz compañía a tu pobre padre mientras preparo el ponche de huevo. Tal vez ha cogido frío. -El hombre meneó la cabeza y rió-. ¿Cómo dices, señor Lamb? -El marido le miró los pies-. Tienes toda la razón. Todavía llevo chanclos. Ya veo que no se te escapa nada.
– Quítatelos -aconsejó el señor Lamb, y volvió a reír.
Mary Lamb había observado con interés la lenta decadencia de su padre. Éste había sido un hombre de negocios rápido y eficaz en sus tratos con el mundo. Había dirigido sus asuntos como si estuviera en guerra con un enemigo invisible y cada noche regresaba a la casa de Laystall Street con actitud triunfal. Sin embargo, un anochecer retornó con la mirada demudada por el terror y se limitó a comentar que no sabía dónde había estado. Poco a poco empezó a desvariar. Había sido el padre de Mary; más tarde se convirtió en su amigo y, finalmente, en su niño.
En apariencia, Charles Lamb no hacía caso del estado de su padre; lo evitaba siempre que podía y no hacía el menor comentario sobre su creciente incapacidad. Cada vez que Mary planteaba el tema, Charles la escuchaba con paciencia, pero no decía nada. Se negaba a abordar el problema.
A la espera del ponche de huevo, el señor Lamb se frotó las manos con impaciencia.
En cuanto su madre abandonó la estancia, Mary tomó asiento junto a su padre en el desteñido diván verde.
– Papá, ¿has cantado durante el oficio?
– El ministro se equivocó.
– ¿En qué?
– En Worcestershire no hay conejos.
– ¿No hay conejos?
– No… y tampoco panecillos.
La señora Lamb gustaba de pensar que había sabiduría en las divagaciones de su esposo, pero Mary sabía que no era así. De todos modos, ahora su padre le interesaba más que nunca; sentía curiosidad por las frases extrañas y azarosas que emitía. Era como si el idioma hablase por sí mismo.