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—En casa, están bajo llave. Él no las toca. Lo tiene prohibido —se defiende.

—Es lo mínimo que puedes hacer. Tenerlas bajo llave.

Mi alemán sonríe y desiste. Ya me va conociendo, y si digo no, es no.

Pasan unos cuantos días más y decido dar alegría a la casa. Me llevo de compras a Simona. La mujer me acompaña encantada y se ríe cuando ve las cortinas color pistacho que he comprado para el salón junto a los visillos blancos. Según ella, al señor no le gustarán, pero según yo, le tienen que gustar. Sí o sí. Trato infructuosamente de que Norbert y Simona me llamen Judith, pero es imposible. El «señorita» parece mi primer nombre, y al final dejo de intentarlo.

Durante días compramos todo lo que se me antoja. Eric está feliz por verme tan motivada y da carta blanca a todo lo que yo quiera hacer en la casa. Sólo quiere que yo sea dichosa y se lo agradezco.

Tras meditarlo conmigo misma, sin decir nada, meto a Susto en el garaje. Hace mucho frío y su tos perruna me preocupa. El garaje es enorme, y el pobre animal no pasará tanto frío. Le cambio la bufanda por otra que he confeccionado en azul y está para comérselo. Simona, al verlo, protesta. Se lleva las manos a la cabeza. «El señor se enfadará. Nunca ha querido animales en casa.» Pero yo le digo que no se preocupe. Yo me ocupo del señor. Sé que la voy a liar como se entere, pero ya no hay marcha atrás.

Susto es buenísimo. El animal no ladra. No hace nada, excepto dormitar sobre la limpia y seca manta que le he puesto en un discreto lugar del garaje. Incluso cuando Eric llega con el coche, cotilleo y sonrío al ver que Susto es muy listo y que sabe que no se debe mover. Con la ayuda de Simona, lo sacamos fuera de la parcela para que haga sus necesidades, y pocos días después, Simona adora al perro tanto o más que yo.

Una mañana, tras desayunar, Eric por fin me propone que le acompañe a la oficina. Encantada, me pongo un traje oscuro y una camisa blanca, dispuesta a dar una imagen profesional. Quiero que los trabajadores de mi chico se lleven una buena opinión de mí.

Nerviosa llego hasta la empresa Müller. Un enorme edificio y dos anexos componen las oficinas centrales en Múnich. Eric va guapísimo con su abrigo azulón de ejecutivo y su traje oscuro. Como siempre, es una delicia mirarlo. Desprende sensualidad por sus poros, y autoridad. Eso último me pone. Cuando entramos en el impresionante hall, la rubia de recepción nos mira, y los vigilantes jurados saludan al jefazo. ¡Mi chico! A mí me miran con curiosidad, y cuando voy a entrar por el torniquete, me paran. Eric, rápidamente, con voz de ordeno y mando, aclara que soy su novia, y me dejan pasar sin la tarjetita con la V de visitante.

¡Olé mi chicarrón!

Yo sonrío. El rostro de Eric es serio. Profesional. En el ascensor, coincidimos con una guapa chica morena. Eric la saluda, y ella responde al saludo. Con disimulo observo cómo lo mira esa mujer y por sus ojos sé que lo desea. Estoy por pisotearle un pie, pero me contengo. No debo ser así. Me tengo que controlar. Cuando salimos del ascensor y llegamos a la planta presidencial, un «¡oh!» sale de mi boca. Esto nada tiene que ver con las oficinas de Madrid. Moqueta negra. Paredes grises. Despachos blancos. Modernidad absoluta. Mientras camino al lado de mi Iceman, observo el gesto serio de la gente. Todos me miran y especulan; en especial, las mujeres, que me escanean en profundidad.

Estoy algo intimidada. Demasiados ojos y expresiones serias me contemplan y, cuando nos paramos ante una mesa, Eric dice a una rubia muy elegante y guapa:

—Buenos días, Leslie, te presento a mi novia, Judith. Por favor, pasa a mi despacho y ponme al día.

La joven me mira y, sorprendida, me saluda.

—Encantada, señorita Judith. Soy la secretaria del señor Zimmerman. Cuando necesite algo, no dude en llamarme.

—Gracias, Leslie —contesto, sonriendo.

Los sigo y entramos en el impresionante despacho de Eric. Como era de esperar, es como el resto de la oficina, moderno y minimalista. Boquiabierta, me siento en la silla que él me ha indicado y, durante un buen rato, escucho la conversación.

Eric firma varios papeles que Leslie le entrega y, cuando por fin nos quedamos solos en el despacho, me mira y pregunta:

—¿Qué te parecen las oficinas?

—La bomba. Son preciosas si las comparas con las de España.

Eric sonríe y, moviéndose en su silla, susurra:

—Prefiero las de allí. Aquí no hay archivo.

Eso me hace reír. Me levanto. Me acerco a él y cuchicheo:

—Mejor. Si yo no estoy aquí, no quiero que tengas archivo.

Divertidos, reímos, y Eric me sienta en sus piernas. Intento levantarme, pero me sujeta con fuerza.

—Nadie entrará sin avisar. Es una norma importantísima.

Me río y lo beso, pero de pronto mi ceño se frunce.

—¿Importantísima desde cuándo? —quiero saber.

—Desde siempre.

Toc... Toc... ¡¡Llamando los celos!! Y antes de que yo pregunte, Eric confiesa:

—Sí, Jud, lo que piensas es cierto. He mantenido alguna que otra relación en este despacho, pero eso se acabó hace tiempo. Ahora sólo te deseo a ti.

Intenta besarme. Me retiro.

—¿Me acabas de hacer la cobra? —inquiere, divertido.

Asiento. Estoy celosa. Muy celosa.

—Cariño... —murmura Eric—, ¿quieres dejar de pensar tonterías?

Me deshago de sus manos. Rodeo la mesa.

—Con Betta, ¿verdad?

Un instante después de mencionar ese nombre, me doy cuenta de que no tenía que haberlo hecho. ¡Maldigo! Pero Eric responde con sinceridad:

—Sí.

Tras un incómodo silencio, pregunto:

—¿Has tenido algo con Leslie, tu secretaria?

Eric se repanchinga en la silla y suspira.

—No.

—¿Seguro?

—Segurísimo.

Pero aguijoneada por los celos insisto mientras el cuello comienza a picarme y me rasco.

—¿Y con la chica morena que subía con nosotros en el ascensor?

Piensa, y finalmente responde:

—No.

—¿Y con la rubia que estaba en recepción?

—No. Y no te toques el cuello, o los ronchones irán a peor.

No le hago caso y, no contenta con sus respuestas, pregunto:

—Pero ¿tú has dicho que has tenido sexo en este despacho?

—Sí.

¡Qué picor de cuello! No doy crédito y cuchicheo fuera de mí:

—Me estás diciendo que has jugado con alguien que trabaja en tu empresa.

—No.

Eric se levanta y se acerca.

—Pero si acabas de decir que...

—Vamos a ver —me corta, quitándome la mano del cuello—, no he sido un monje y sexo he tenido con varias mujeres de la empresa y fuera de ella. Sí, cariño, no lo voy a negar. Pero jugar, lo que tú y yo llamamos jugar, no he jugado con ninguna en este despacho, a excepción de Betta y Amanda.

Al recordar a esas arpías, mi corazón bombea de forma irregular.

—Claro..., Amanda, la señorita Fisher.

—Que por cierto —aclara Eric mientras me sopla el cuello— Se ha trasladado a Londres para desarrollar Müller en aquella ciudad.

Eso me congratula. Tenerla lejos me agrada, y Eric, divirtiéndose con mis preguntas, me abraza y me besa en la frente.

—Para mí, hoy por hoy, la única mujer que existe eres tú, pequeña. Confía en mi cariño. Recuerda, entre nosotros no hay secretos ni desconfianzas. Necesitamos que todo sea así para que lo nuestro funcione.

Nos miramos.

Nos retamos, y finalmente, Eric se acerca a mi boca.

—Si intento besarte, ¿me harás la cobra de nuevo?

No contesto a su pregunta.

—¿Tú confías en mí? —digo.

—Totalmente —responde—. Sé que no me ocultas nada.

Asiento, pero lo cierto es que le oculto cosas. Me azota un sentimiento de culpa. ¡Qué mal me siento! Nada que tenga que ver con sexo, pero le oculto cosas, entre ellas que escondo un perro en casa, que he saltado con la moto de Jurgen, y que su madre y Marta están apuntadas a un curso de paracaidismo.

¡Dios, cuántas cosas le oculto!