El Oberkriegsgerichtsrat doctor Jeckstadt tenía hambre, Todos aquellos legalismos le aburrían. Había demasiados casos. ¡Y todos tan triviales…! Eran asuntos que hubiesen debido solucionarse por vía administrativa. Consultó su reloj de oro. Era la una. Tampoco aquel día llegaría a su casa antes de las tres. Además, aquella noche tenía bridge. ¡Al diablo con aquel teniente! Y Beckmann, el muy estúpido, también hubiera podido expresarse más brevemente. De sobra sabía cómo terminaría el caso. Entonces, ¿a qué tanta comedia?
– Explíquese -rezongó-. Pero sea breve.
– Después de cuatro días y cuatro noches de combates ininterrumpidos con Secciones rusas de Cazadores y Caballería -empezó el teniente Ohlsen-, mi Compañía reforzada de unos trescientos hombres, quedó reducida a diecisiete. Todas mis armas pesadas fueron destruidas. Casi no quedaban municiones. Sólo funcionaban dos ametralladoras ligeras. Todos los cartuchos que quedaban debían ser reservados para esas ametralladoras. Hubiésemos sido aplastados. Luchábamos en una proporción de uno contra quinientos. Delante y detrás de nosotros había fuego intenso de granadas. En todo el territorio, fuego graneado de armas automáticas. Toda prosecución del combate debía ser considerada como obra de un loco.
– Su hipótesis es interesante -interrumpió el doctor Beckmann-. Estudiémosla con calma. El orden del día del Führer Adolph Hitler para las tropas de las zonas de Djasma era luchar hasta el último hombre y el último cartucho para impedir el avance de los soviéticos. Y usted, un sencillo teniente, ¿llama a eso la obra de un loco? ¿Usted que, con engaños, se introdujo en la Escuela Militar para llenar de oprobio a la oficialidad alemana? -Su voz se convirtió en un grito furioso-. ¿Se atreve usted a insinuar que nuestro Führer, que goza de la protección de Dios, está loco? En otras palabras, ¿que es un imbécil, un alienado?
El teniente Ohlsen contempló con calma al fiscal que gritaba, que se excitaba hasta un grado insospechado, con fanatismo. Así le habían conocido los jóvenes estudiantes, antes de la guerra, cuando enseñaba en la Universidad de Bonn. Se quitó las gafas con montura de oro, y las limpió.
– Herr Oberkriegsgerichtsrat -dijo tranquilamente el teniente Ohlsen-, al hablar de la obra de un loco, no pensaba en el Führer, sino en mí mismo. Hubiese sido una locura proseguir la lucha. Nuestra situación había cambiado por completo desde el momento en que había recibido la orden de ocupar aquella posición. Las columnas de tanques rusos estaban muy a retaguardia nuestra.
– ¡Esto no nos interesa! -gritó el doctor Beckmann-. No queremos oír hablar de las columnas de tanques ruso. Usted tenía orden de combatir hasta el último hombre. Y no lo hizo ¿Por qué no estableció contacto con su Regimiento?
– No encontramos el Regimiento hasta tres días después haber abandonado nuestra posición.
– Gracias -interrumpió el presidente-. Creo que ya hemos escuchado lo suficiente. El acusado confiesa haber dado la orden de abandonar las posiciones cerca de Olenin. El Führer ha dicho claramente: «El soldado alemán permanece allí donde está» La acusación de cobardía y de deserción está clara. -Miró al teniente Ohlsen con aire inquisidor y goleó la mesa con su lápiz-. ¿Tiene algo que añadir?
– Herr Oberkriegsgerichtsrat, por mi documentación verá que he obtenido varias condecoraciones por actos de valor. Esto debe constituir una prueba de que no soy cobarde. En aquella posición cerca de Olenin, no me preocupé de mí mismo, pero alrededor, en la nieve, había doscientos setenta camaradas muertos. Varios se habían suicidado por temor a caer heridos en manos de los rusos. Sólo diecinueve vivían aún, y todos ellos estaban heridos. Nuestros suministros se habían agotado. Comimos nieve para engañar el hambre. La mitad de los hombres debía apoyarse en un camarada para andar. Un tercio sufría congelaciones graves a causa del intenso frío. Ya mismo estaba herido en tres lugares distintos. En consideración a mis hombres supervivientes, di la orden de repliegue. Destruimos todas las armas abandonadas. Nada utilizable cayó en manos de los rusos. Hicimos volar la vía férrea en varios lugares. Plantamos campos de minas para retrasar el avance del enemigo.
– Es un verdadero cuento -dijo el doctor Beckmann con sonrisa sarcástica-. Pero esto no justifica su crimen: sabotaje del mando, deserción y cobardía.
El teniente Ohlsen miró desesperadamente a su alrededor. Era como si pidiera auxilio a las paredes de aquel local, frío y sin piedad. Entonces, abandonó la partida. Se dejó caer pesadamente en el banquillo. Le faltaba valor para proseguir. Comprendía perfectamente que todo había terminado. En el ultima banco de los auditores acababa de descubrir a un hombrecillo delgado, vestido de negro, con un clavel rojo en el ojal. El Bello Paul, el Kriminalrat Paul Bielert, había acudido para asegurarse de que el tribunal realizaba correctamente su trabajo.
El presidente, el doctor Jeckstadt, también se había fijado en aquel hombrecillo vestido como si tuviera que asistir a un entierro. Tras las gafas oscuras, los helados ojos azules barrían el local como los haces de un radar. Estaba sentado y fumaba, indiferente a todos los letreros en los que se prohibía fumar. El doctor Jeckstadt estuvo a punto de echarse a gritar Aquel fumador insolente le llenaba de rabia. Pero uno de sus asesores le indicó quién era aquel sujeto. Por lo tanto, decidió callarse.
El acusador había descubierto también a Paul Bielert. Un nerviosismo evidente se apoderó de él. La aparición del jefe del IV-2a, era siempre presagio de conflictos. ¿Habrían descubierto algo? Aquel Bielert era peligroso. Nunca se sabía dónde asestaría el golpe siguiente.
Hacía cuatro años, había habido aquella historia de la incautación. Pero no podían descubrir nada al respecto. Hacía mucho tiempo que los otros tres habían muerto, y la señora Rosen había sido ahorcada. El doctor Beckmann se estremeció. ¡Menuda lata haberse visto complicado en aquella maldita historia! Paul Bielert no era más que un insignificante Kriminalsekretär. Nunca se hubiera podido suponer que aquel siniestro personaje llegaría tan arriba. El descubrimiento de que era amigo de Heydrich causó gran impresión.
Inconscientemente, el doctor Beckmann se tocó la garganta. Como hipnotizado, observó el clavel rojo que adornaba la solapa de Paul Bielert. Su mirada ascendió hasta los penetrantes ojos del jefe de la Gestapo. De repente, sintió frío. ¿Qué hacía allí aquel diabólico personaje? No podía tratarse de aquella vieja cuestión, relegada al olvido desde hacía ya, mucho tiempo.
Hizo un esfuerzo supremo para recobrar la serenidad. Estaba en una sala de justicia prusiana y no en una cloaca de la Gestapo; y él, Beckmann, era doctor en Derecho, abogado general, antiguo profesor de Universidad. No temía a la Gestapo. Y, además, ¿por qué había de temerla? Se estremeció de nuevo. ¡GESTAPO! Aquel hombre sentado allí arriba no era más que un bandido sin educación, un producto del arroyo, un piojoso Kriminalrat. Desde el punto de vista jerárquico, estaba muy por debajo del Oberkriegsgerichtsrat Hans Beckmann, doctor en Derecho.
Decidió coger el toro por los cuernos. Con sonrisa arrogante, dirigió su mirada hacia Paul Bielert. Vio un rostro pálido, los ojos grises y helados, la boca pequeña. Lentamente, su sonrisa desapareció. Volvió la espalda a Paul Bielert, pero siguió sintiendo en su espalda los ojos del Kriminalrat. Experimentó un gran deseo de precipitarse fuera de la sala, de saltar a una barca y de remar como un loco hacia Inglaterra; el único lugar donde casi estaría fuera del alcance de las garras de Paul Bielert.
De pronto, se dio cuenta de que el tribunal esperaba sus conclusiones antes de retirarse a deliberar. Dio un gritó, como desesperado, para subrayar su irreprochable patriotismo.