– ¡Cerdo viejo! ¡Mearse en mi despacho! Obergefreiter Stever, adminístrele una buena corrección.
Stever agitaba perezosamente la cachiporra, mientras reía con malignidad. ¡Aquella sí que era buena! Utilizar la oficina de el Verraco como urinario. Golpeó al general en el vientre y en muchos lugares distintos, pero teniendo cuidado de no pegar en los sitios donde pudieran quedar huellas Cogiéndole por el cabello, le obligó a tenderse y le restregó la cara contra el charco.
El comandante movió la cabeza:
– Es lamentable que pueda ocurriría una cosa así a un antiguo oficial como usted. Haga de él lo que quiera, Stabsfeld. Este tipo ya no me interesa, pero recuerde lo que le he dicho: ni una huella.
ElVerraco hizo chocar los tacones, y gritó, lleno de celo:
– ¡A la orden, mi comandante!
Éste cogió el registro de inspección y lo firmó, después de haber escrito con letra grande y de fácil lectura:
Realizada inspección de la cárcel de la guarnición. Todo comprobado.
Interrogados los detenidos sobre si hay alguna queja. Nada que señalar.
P. ROTEN HAUSEN.
Comandante de la prisión.
El comandante se llevó dos dedos a la visera de la gorra y abandonó la oficinal muy satisfecho de sí mismo. Se marchó a casa de su amante, la esposa de un teniente que vivía en Blankenese. Mientras que, a solas con ella, saboreaba un guisado de ciervo suculentamente preparado, el detenido Von Peter, general de brigada, falleció en la prisión.
El Obergefreiter Stever dio aún unos cuantos golpes al cadáver. Después, se detuvo, sin aliento.
El Verraco se inclinó, curioso, sobre el cuerpo.
– ¡Tal vez ahora nos deje tranquilos! ¡Vaya cretino! ¡Mearse en mi oficina! ¡Y pensar que un tipo así ha podido llegar a oficial…! ¿A usted qué le parece, Stever? ¿Se le ocurriría nunca orinarse en mi oficina?
– ¡Nunca, Stabsfeldwebel!
– Así lo espero, por su bien -contestó el Verraco secamente.
Y señaló los restos del general.
– Lléveselo de aquí. No quiero fiambres en mi oficina. Y menos mal que no le hemos dado demasiada comida. Si no, aún hubiera hecho una porquería mayor. Mande al teniente oficial del 9 que limpie esto. Es un trabajo que corresponde a un oficial.
– ¿Cómo hay que comunicar su muerte? -preguntó Stever.
– ¿Tiene alguna huella? -rezongó el Verraco, mientras sé rascaba el pecho.
Stever examinó minuciosamente el cadáver. Aparte unos cuantos cardenales, no se veía ninguna huella.
– Realiza bien su trabajo, a fe mía, Obergefreiter - le felicitó el Verraco-. Terminará su carrera como guardián en jefe. ¿Le gustaría remplazarme aquí cuando me nombren suboficial en jefe en la cárcel de la guarnición de Potsdam?
Se rascó un muslo. Sus largas botas de Artillería chirriaban. Hizo unas cuantas genuflexiones, con los brazos extendidos.
– Porque llegaré a serlo.
Satisfecho, empezó a pasear por la oficina. Frotó la KVI [34] que brillaba en su manga.
– ¿Qué le parecería, Stever? También usted se podría coser una cintila como ésta en la manga. No hace ninguna falta ir a ver a los rusos para obtenerla.
– Es mi mayor deseo, Stabsfeld. Pero no me seduce la idea de tirarme dos años en la escuela de suboficiales de Caballería, en Hannover.
– ¿Es que no tiene imaginación, Stever? Las personas inteligentes no necesitan ir a la escuela. Basta convertirse en un intelectual como yo. Nunca estuve en ninguna escuela. Ni siquiera en el pelotón de los Hauptfeldwebel.
– ¿De veras es posible?
Stever se había quedado boquiabierto.
El Verraco lanzó una fuerte risotada y se irguió con orgullo.
– Todo es posible, Obergefreiter. Apréndase de memoria cincuenta citas sacadas de la basura de Goethe y de Schiller. Mencione a boleo algunos títulos de obras de antiguos escritores, y será un intelectual, tanto si sabe leer como si no. En la vida hay que saber espabilarse, Stever. Grité con fuerza y los demás callarán. Pero no lo intente conmigo. No le daría resultado. Fíjese cómo arreglo este asunto del general. Es mejor que se vaya acostumbrando, a fin de que pueda tomar el mando cuando me marche a Potsdam. Haremos lo que nos plazca con ese comandante de la esclavina. Cuando nos canse, nos bastará con enviar un informe anónimo a el Bello Paul para librarnos de él. Ninguno de esos oficiales tiene cerebro. Fíjese cuántos hay encerrados en nuestra jaula. Carecen de nuestra astucia, Stever.
Stever asintió pensativamente. En parte, estaba de acuerdo con el Verraco.
– Obergefreiter, vaya a buscar al Gefreiter Hölzer -prosiguió el Verraco -, y haga una cuerda con las mantas de este viejo cretino. Coloque el taburete debajo de la ventana. Y haga un nudo alrededor del cuello del cadáver. Pero, cuidado: el nudo detrás, no cometa la misma estupidez que mi colega de Innsbruck, que puso el nudo delante. El muy idiota se gano una cuerda para él. En fin, arregle un suicidio reglamentario. Entretanto, despertaré al médico para que firme un acta de defunción que nos exima de toda responsabilidad. Despierte a dos suboficiales y a dos soldados del personal: han de servirnos de testigos.
Antes de poner manos a la obra, tomaron un vaso del coñac que el Verraco tenía guardado. Después, Stever y Hölzer llevaron el cadáver a la celda e hicieron lo que el Verraco había ordenado. Desde la puerta contemplaron al general ahorcado. Stever se frotó las manos.
– ¡Hermoso cadáver! ¿Sabes, Hölzer? Cuando veo a uno balanceándose, no puedo contener la risa. Y pensar que los hay que creen que ahora se pasea por el cielo… Mírale ahí, ahorcado. ¿Te lo imaginas como un ángel, sentado encima de una nube? ¡Ah, no, francamente, yo no!
– No me gusta que hables así -murmuró Holzer-. Además, no me gusta pensar en Dios. Cuando veo un cura por la calle, tomo otro camino. Tengo la intuición de que algún día nos tocará el turno a nosotros. Hay demasiados tipos que no han salido vivos de nuestras celdas. Ahora, hay en Hamburgo un Regimiento disciplinario blindado. El otro día, estuve en «El Huracán», en la Hansa Platz. Me encontré con tres tipos del Regimiento. Para divertirse, me rodearon el cuello con una cuerda y me hundieron una pistola en el vientre. En pleno estómago, te lo aseguro. Y después se echaron a reír, y dijeron: «Hoy no ha sido más que un ensayo.»
Stever se llevó una mano al cuello y dejó de sonreír.
– ¿Era uno de ellos un pequeñajo con una enorme cicatriz en el rostro? ¿Fumaba continuamente cigarrillos?
– Sí, exactamente. ¿Le conoces? -preguntó Holzer, estupefacto.
– Sí, vino de visita a la prisión. ¿Cantaba algo, Holzer?
– Sí, algo sobre la muerte que iba a llegar. Estuve a punto de denunciarles a la Gestapo. Siempre se encuentra algo que decir. Pero, por fortuna, no lo hice: hubiese sido yo quien hubiera dado con mis huesos en la cárcel. La dueña de aquel bar está siempre rodeada de esbirros de Paul, y no es difícil adivinar lo que les dice. ¡Diablo! Se ha metido en el bolsillo al Müller de la Gestapo de Berlín. La Gestapo no se atreve a tocarla. Stever, te lo aseguro, tengo un miedo terrible. Anoche le dije algo sin reflexionar, inocentemente. ¿Sabes quién me puso de patitas en la calle? Dos SD que trabajan para Dora. Y con tanta suavidad que estuve a punto de romperme el cuelo al aterrizar.
– Estás completamente chiflado, Hölzer -murmuró Stever-. ¿Qué te ocurre? ¿No te juergueas lo bastante?
– ¡Oh, sí! Todas las noches desde hace tres semanas. He probado todas las furcias de Reeperband. Tanto las profesionales como las aficionadas, y estoy tan derrengado que casi no puedo sostenerme en pie. Pero adonde quiera que vaya veo a los hombres del 27.° Regimiento. Cada vez que puedo, me emborracho hasta perder el sentido. Stever, no me gusta esto. Quiero marcharme. No quiero continuar aquí.