De nuevo se me fue la lengua, tras haberla retenido justo antes, de qué poco me había servido. Intenté que mis frases sonaran más como un recordatorio que como una acusación, un reproche, aunque sin duda lo eran (lo intenté para no irritarlo en exceso).

—Bueno, le entregasteis una navaja, ¿no? Y no precisamente una cualquiera, sino una especialmente peligrosa y dañina, está prohibida. Eso tuvo su consecuencia, ¿no?

Díaz-Varela me miró con sorpresa un momento, lo vi desconcertado por primera vez. Se quedó callado, quizá estaba haciendo veloz memoria de si había hablado con Ruibérriz de aquella navaja mientras yo espiaba. En las dos semanas transcurridas desde entonces debía de haber reconstruido con todo detalle lo dicho por ambos en aquella ocasión, debía de haber medido con exactitud de qué y de cuánto me había enterado —a buen seguro con la colaboración de su amigo, al que habría informado del contratiempo; de pronto no me hizo ninguna gracia la idea de que éste estuviera al tanto de mi indiscreción, tal como me había mirado—, y eso que ignoraba que yo me había incorporado a la conversación con retraso y que a ratos me habían llegado tan sólo fragmentos. Se habría puesto en lo peor por si acaso, habría dado por sentado que lo había oído todo, por eso habría decidido llamarme y neutralizarme con la verdad, o con su apariencia, o con parte de ella. Y aun así no tendría registrado que se hubiera mencionado el arma, menos aún el hecho de que se la hubieran comprado y proporcionado ellos al aparcacoches. Yo misma no estaba segura y creía que no, me percaté de ello al notar su perplejidad, o la repentina desconfianza que lo había asaltado, de sus recuerdos y de sus meticulosos repasos. Era muy posible que yo lo hubiera deducido, y luego dado por descontado. Le entraron dudas, debió de preguntarse rápidamente si sabía algo más de lo que me correspondía, y cómo. A mí me dio tiempo a tomar conciencia de que, mientras yo había empleado la segunda persona del plural varias veces, incluyendo a Ruibérriz y al anónimo enviado de éste (acababa de decir ‘le entregasteis’), él hablaba siempre en primera persona del singular (acababa de decir ‘había acertado en mis azarosos planes’), como si asumiera él solo el crimen, como si fuera cosa suya exclusivamente, pese a la manipulación del ejecutor y la ayuda de por lo menos dos cómplices, los que le habían hecho el trabajo sin que él tuviera que intervenir ni mezclarse. Él había quedado muy lejos de lo sucio y sangriento, del gorrilla y sus cuchilladas, del móvil y del asfalto, del cuerpo de su mejor amigo tirado en medio de un charco. Con nada había tenido contacto; era raro que a la hora de contarlo no se aprovechara de eso, sino lo contrario. Que no distribuyera la culpa entre quienes habían participado. Eso siempre disminuye la propia, aunque esté claro quién ha movido los hilos y quién ha urdido y ha dado la orden. Lo han sabido los conspiradores desde tiempos inmemoriales, y también las turbas espontáneas y acéfalas, azuzadas por extrañas cabezas que no sobresalen y que nadie distingue: no hay nada como el reparto para salir mejor librado.

No le duró el desconcierto, se recompuso en seguida. Tras hacer memoria y no encontrar nada nítido en ella debió de pensar que en el fondo era indiferente lo que yo supiera y lo que supusiera, al fin y al cabo dependía de él en ambos terrenos ahora, como se depende siempre de quien nos cuenta algo, éste decide por dónde empieza y cuándo para, qué revela y qué insinúa y qué calla, cuándo dice verdad y cuándo mentira o si combina las dos y no permite reconocerlas, o si engaña con la primera como se me había ocurrido que quizá estaba él haciendo; no, no es tan difícil, basta con exponerla de manera que no se crea, o que cueste tanto creerla como para acabar desechándola. Las verdades inverosímiles se prestan a eso y la vida está llena de ellas, mucho más que la peor novela, ninguna se atrevería a dar cabida en su seno a todos los azares y coincidencias posibles, infinitos en una sola existencia, no digamos en la suma de las habidas y de las que aún discurren. Resulta bochornoso que la realidad no imponga límites.

—Sí —respondió—, eso tuvo una consecuencia, pero también podía no haberla tenido. Canella era libre de rechazar la navaja, o de cogerla y después tirarla o venderla. O de conservarla y no usarla. Tampoco habría sido improbable que la perdiera o se la robaran antes de tiempo, entre los indigentes es una posesión muy preciada, porque todos se sienten amenazados e indefensos. En suma, proporcionarle a alguien un motivo y una herramienta no garantiza que se vaya a valer de ellos, en absoluto. Mis planes fueron muy azarosos incluso después de cumplidos. El hombre estuvo a punto de equivocarse de persona, en efecto. Más o menos un mes antes. Sí, claro que hubo que aleccionarlo, que insistirle, que aclarárselo, sólo habría faltado una metedura así de pata. Eso no le habría sucedido a un sicario, pero ya te he dicho los inconvenientes que pueden traer, si no a la corta, sí a la larga. Preferí arriesgarme a fallar, a que no saliera, antes que a acabar descubierto. —Se paró, como si se hubiera arrepentido de la última frase, o tal vez de haberla soltado en aquel momento, era posible que aún no tocara; quien relata algo que se ha preparado, algo ya elaborado, suele decidir con antelación qué irá antes y qué más tarde, y se preocupa de no contravenir ni alterar ese orden. Bebió, se subió las mangas ya subidas en un gesto maquinal que hacía de vez en cuando, encendió por fin su cigarrillo, fumaba unos alemanes muy ligeros fabricados por la casa Reemtsma, cuyo propietario fue secuestrado y hubo de pagar el mayor rescate de la historia de su país, una cantidad monstruosa, luego escribió un libro sobre su experiencia al que eché un vistazo en la editorial en su versión inglesa, consideramos publicarlo en España, pero al final Eugeni lo juzgó deprimente y no quiso. Supongo que los seguirá fumando a no ser que se haya quitado, no creo, no es de los que aceptan imposiciones sociales, lo mismo que su amigo Rico, por lo visto hace y dice lo que le da la gana en todas partes y las consecuencias le traen sin cuidado (a veces me pregunto si estará al tanto de lo hecho por Díaz-Varela, si se lo olerá siquiera: es improbable, me dio la impresión de no interesarse mucho por lo próximo y contemporáneo, ni de enterarse de ello). Díaz-Varela pareció dudar si continuar por ese camino. Lo hizo, muy brevemente, quizá para no subrayar su arrepentimiento con un giro demasiado brusco—. Por extraño que te parezca en un caso de homicidio, matar a Miguel era mucho menos importante que no ser pillado ni involucrado. Quiero decir que no valía la pena asegurarse de que moría entonces, ese día o cualquier otro cercano, si a cambio yo corría el más mínimo peligro de quedar expuesto o bajo sospecha alguna vez, aunque fuera de aquí a treinta años. Eso no podía permitírmelo bajo ningún concepto, ante esa posibilidad era mejor que él siguiera vivo, abandonar cualquier plan y renunciar a su muerte entonces. Dicho sea de paso, el día no lo elegí yo, desde luego, sino el gorrilla. Una vez realizada mi tarea, estaba todo en su mano. Habría sido de un mal gusto exagerado que yo hubiera escogido precisamente el de su cumpleaños. Fue una casualidad, quién sabía cuándo iba a decidirse el hombre, o si nunca iba a hacerlo. Pero todo eso te lo explicaré más tarde. Sigamos con tu idea, con tu composición de lugar, te habrá dado tiempo a asentarla en estas dos semanas.

Quería reprimirme y dejarlo hablar hasta que se cansara y hubiera acabado, pero de nuevo no fui capaz, mi cerebro había captado dos o tres cosas al vuelo, y me hervían demasiado para callármelas todas en el instante. ‘Habla de homicidio a estas alturas del cuento, y no de asesinato, ¿cómo puede ser si ya no está disimulando?’, pensé. ‘Desde el punto de vista del aparcacoches será lo primero, y también desde el de Luisa, y desde el de la policía y el de los testigos, y desde el de los lectores de prensa que se encontraron la noticia una mañana y se horrorizaron al ver lo que podía pasarle a cualquiera en una de las zonas de Madrid más seguras, y después la olvidaron porque no hubo continuidad y porque además la desgracia, una vez aplacada en sus imaginaciones, contribuyó a que se sintieran a salvo: “No he sido yo”, se dijeron, “y algo así no ocurrirá dos veces”. Pero no desde el suyo, desde el punto de vista de Javier es un asesinato, no le puede valer que su plan tuviera grandes fisuras, el elemento azaroso, que sus cálculos tal vez no se cumplieran, es inteligente como para engañarse con eso. ¿Y por qué ha dicho “entonces” y lo ha repetido? “Asegurarse de que moría entonces”, “su muerte entonces”, como si hubiera cabido aplazarla o dejarla para más adelante, es decir, para “hereafter”, en la certeza de que llegaría. Y “Habría sido de un mal gusto exagerado”, también ha dicho eso, como si no lo fuera bastante dar la orden de matar a un amigo.’ Me quedé con lo último, como ocurre siempre, aunque no fuera lo más llamativo; sí quizá lo más ofensivo.