Se detuvo, bebió otro trago, encendió otro cigarrillo, se puso en pie y dio un par de vueltas por el salón, luego se paró detrás de mí. Al levantarse me sobresalté, di un respingo que él percibió, y cuando se quedó unos segundos inmóvil, con las manos a la altura de mi cabeza, la volví en seguida, como si no quisiera perderlo de vista o tenerlo a mi espalda. Entonces hizo un ademán con la mano abierta, como para señalar una evidencia (‘¿Lo ves?’, dijo la mano. ‘No te hace gracia no saber dónde estoy. Hace unas semanas no te habrían preocupado lo más mínimo mis movimientos a tu alrededor: ni les habrías prestado atención’). La verdad es que no había motivo para mi sobresalto ni para mi inquietud, no real. Díaz-Varela estaba hablando con calma y civilizadamente, sin irritarse ni apasionarse, sin ni siquiera regañarme o pedirme cuentas por mi indiscreción. Quizá era eso lo llamativo, que estuviera hablándome así de un crimen grave, de un asesinato cometido indirectamente o fraguado por él, algo de lo que no se habla con naturalidad o al menos no se solía, en un pasado aún no remoto, casi reciente: cuando se descubría o se reconocía una cosa semejante, no venían explicaciones ni disertaciones ni conversaciones sosegadas ni análisis, sino horror y cólera, escándalo, gritos y acusaciones vehementes, o bien se cogía una soga y se colgaba al asesino confeso de un árbol, y éste a su vez intentaba huir y mataba de nuevo si hacía falta. ‘Nuestra época es extraña’, pensé. ‘De todo se permite hablar y se escucha a todo el mundo, haya hecho lo que haya hecho, y no sólo para que se defienda, sino como si el relato de sus atrocidades tuviera en sí mismo interés.’ Y se me añadió un pensamiento que a mí misma me extrañó: ‘Esa es una fragilidad nuestra esencial. Pero contravenirla no está en mi mano, porque yo también pertenezco a esta época, y no soy más que un peón’.

Carecía de sentido seguir negando, como había dicho Díaz-Varela nada más empezar. Él ya había admitido las suficientes sombras (‘Fue un error mío’, ‘Debía haberme llevado a la calle a Ruibérriz’, ‘Tenías una razón no del todo equivocada, sólo a medias’) para que a mí no me cupiera otra opción que preguntarle de qué diablos me hablaba, si me mantenía en mi postura. Si me empecinaba en fingir que todo aquello me pillaba de nuevas y que ignoraba a qué se refería, aun así no me libraba: me tocaba exigirle su historia y oírsela, sólo que desde el principio. Más valía que me diera por enterada, para ahorrarme las repeticiones y quizá alguna invención excesiva. Todo iba a ser desagradable, todo lo era. Cuanto menos durara su relato, mejor. O acaso iba a ser una disquisición. Me quería ir, no me atreví ni a intentarlo, no me moví.

—Está bien, os oí. Pero no todo lo que hablasteis, ni todo el rato. Lo bastante, eso sí, para que me entrara miedo de ti, o qué esperabas. Bien, ya lo sabes seguro, hasta ahora no podías tener la certeza absoluta, ahora sí. ¿Y qué vas a hacer? ¿Para eso me has hecho venir, para confirmarlo? Estabas más que convencido ya, podíamos haberlo dejado correr y no grabarnos más marcas, por seguir con esa palabra tuya. Como ves, yo no he hecho nada, no se lo he contado a nadie, ni siquiera a Luisa. Supongo que sería la última persona a la que se lo contaría. A menudo son los más afectados por algo los que menos lo quieren saber, los más próximos: los hijos lo que hicieron los padres, los padres lo que han hecho los hijos... Imponerles una revelación —dudé, no sabía cómo terminar la frase, corté por lo sano, simplifiqué—, eso es demasiada responsabilidad. Para alguien como yo. —‘Al fin y al cabo soy la Joven Prudente’, pensé. ‘No tuve otro nombre para Desvern’—. Seguramente no debes temerme tú a mí. Deberías haber permitido que me hiciera a un lado, que me retirara de tu vida en silencio y con discreción, más o menos como entré y como he permanecido, si es que he permanecido. Nunca ha habido nada que nos obligara a volver a vernos. Para mí cada vez era la última, jamás conté con la siguiente. Hasta nuevo aviso, hasta tu contraorden, tú siempre has llevado la iniciativa, tú siempre has propuesto. Todavía estás a tiempo de dejarme ir sin más, no sé ni qué pinto aquí.

Dio unos pasos, se movió, dejó de estar detrás de mí, pero no se sentó otra vez a mi lado, sino que se quedó de pie, parapetado ahora por un sillón, enfrente de mí. Yo no lo perdí de vista en ningún instante, esa es la verdad. Miraba sus manos y miraba sus labios, por ellos hablaba y además era la costumbre, eran mi imán. Entonces se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo, como solía hacer. Luego se subió lentamente las mangas de la camisa, y aunque eso también era normal —siempre estaba remangado en casa, con los puños abotonados lo vi sólo aquel día, y durante poco rato—, que lo hiciera me puso más en guardia, muchas veces es el gesto de quien se prepara para una faena, para un esfuerzo físico, y allí no había ninguno en perspectiva. Cuando hubo acabado de doblárselas, apoyó los brazos en lo alto del sillón, como si se dispusiera a perorar. Durante unos segundos se quedó observándome muy atentamente de una manera que le conocía, y aun así me ocurrió lo mismo que en la anterior ocasión: aparté la vista, me turbaron sus ojos inmóviles, de mirada nada transparente ni penetrante, quizá era nebulosa y envolvente o tan sólo indescifrable, suavizada en todo caso por la miopía (llevaba lentillas), era como si esos ojos rasgados me estuvieran diciendo: ‘¿Por qué no me entiendes?’, no con impaciencia sino con lástima. Y su postura no era distinta de la que había adoptado otras tardes, para hablarme de El Coronel Chaberto de cualquier cosa que se le ocurriera o en la que se hubiera fijado, yo le oía lo que fuera con gusto. ‘Otras tardes o atardeceres’, pensé, ‘sin duda la hora peor para Luisa como lo es para la mayoría, la de las dos luces, la más cuesta arriba, y aquellos atardeceres en los que él y yo nos veíamos’, me di cuenta en seguida de que pensaba en pasado, como si ya nos hubiéramos despedido y cada uno estuviera en el anteayer del otro; pero continué lo mismo, ‘Javier no se acercaba a su casa, no iba a visitarla ni a distraerla, no le hacía compañía ni le echaba una mano, seguramente necesitaba descansar a veces —una cada diez, doce días— de la persistente tristeza de aquella mujer que con constancia amaba, a la que con inagotable paciencia esperaba; necesitaría tomar energías de algún lugar, de mí, de otra intimidad, de otra persona, para llevárselas después a ella renovadas. Tal vez yo la había ayudado así un poco, sin proponérmelo ni imaginármelo, indirectamente, no me molestaba. De quién las sacaría él ahora, si yo me iba de su lado. No tendrá problemas para sustituirme, de eso estoy segura.’ Y al pensar esto último volví al tiempo presente.

—No quiero que te quede una marca que no es, una que no corresponde, o sólo en lo sucedido pero no en los motivos ni en las intenciones, aún menos en la concepción, en la iniciativa. Veamos esa idea que tú te has hecho, esa composición de lugar, esa historia que te has contado: yo ordené matar a Miguel, muy a distancia. Tracé un plan no exento de riesgos (sobre todo el riesgo de que no saliera), pero que me dejaba a mí fuera de toda sospecha. Yo no me acerqué, no estuve allí, su muerte nada tuvo que ver conmigo y era imposible relacionarme con un gorrilla grillado con el que no había cruzado una palabra. Otros se encargaron de eso, de averiguar su desdicha y dirigir y manipular su mente frágil. La muerte de Miguel quedó como un terrible accidente, como un caso de pésima suerte. ¿Por qué no recurrí ni siquiera a un sicario, más seguro y más sencillo en apariencia? Hoy en día se los hace venir a propósito de cualquier sitio, de la Europa del Este o de América, y no son muy caros: el pasaje de ida y vuelta, unas dietas y tres mil euros o menos, o algo más, según, digamos tres mil si uno no quiere un chapuzas o alguien demasiado bisoño. Hacen lo suyo y se largan, cuando la policía empieza a investigar ya están en el aeropuerto o en pleno vuelo. La pega es que nada te garantiza que no repitan, que no vuelvan a España para otro trabajo o que incluso le tomen gusto y se instalen. Algunos individuos que se han valido de ellos luego son muy descuidados, a veces no se les ocurre otra cosa que recomendarles a un amigo o colega (eso sí, muy sotto voce) al mismo fulano que les prestó un servicio, o al mismo intermediario, que a su vez, perezoso, llama y trae al mismo fulano. Cualquiera que haya actuado aquí ya no está limpio del todo. Cuanto más pisen el territorio, más posibilidades de que al final los cacen, también más de que se acuerden de ti, o de tu testaferro, y establezcan un vínculo que puede no ser fácil cortar, hay sujetos que no se conforman con estar mano sobre mano y alargar una de vez en cuando. Y si se los caza, cantan. Hasta los que están a sueldo de alguna mafia y se quedan por eso, ya como fijos, en España hay ahora bastantes, aquí va habiendo trabajo. Los códigos de silencio se respetan poco o nada. El sentido de la camaradería ya no funciona, no hay sensación de pertenencia: si pillan a uno, allá se las componga, mala suerte, o error del que ha caído, culpa suya. Es prescindible y las organizaciones no se hacen cargo, ya han tomado sus medidas para no verse salpicadas de lleno, los sicarios cada vez van más a ciegas, conocen a un solo elemento o ni eso: una voz al teléfono, y las fotos de los objetivos se las mandan por móvil. Así que los detenidos responden con la misma moneda. Hoy todo el mundo se preocupa sólo de salvar el pellejo, de conseguir que le rebajen los cargos. Cantan lo que haga falta y luego se verá, lo principal es no hipotecarse durante mucho tiempo en la cárcel. Cuanto más estén allí, quietos y localizables, más riesgo corren de que se los ventile su propia mafia: ya son inútiles, un peso muerto, un pasivo. Y como lo que pueden cantar sobre ellas no es gran cosa, hacen méritos: ‘Verá, también le cumplí un encargo hace años a un importante empresario, o quizá fue a un político, o a un banquero. Creo que me voy acordando. Si me estrujo la memoria, ¿qué saco?’. Más de un empresario ha acabado en prisión por eso. Y algún político valenciano, ya sabes que por allí son ostentosos, lo de la discreción no lo comprenden.