—Bueno, a qué viene tanta urgencia —le solté a Díaz-Varela nada más abrirme él la puerta, no le di ni un beso en la mejilla, apenas lo saludé al entrar, procuré evitar una mirada de frente, aún prefería no rozarme con él. Si empezaba por pedirle cuentas, tal vez pudiera tomarle la delantera, por así decir, adquirir cierta ventaja para manejar la situación, fuera cual fuese: él la había propiciado, casi la había impuesto, yo no podía saber—. No dispongo de demasiado tiempo, he tenido un día agotador. Anda, dime, qué me querías consultar.

Estaba muy bien afeitado y acicalado, no como si llevara largo rato en casa esperando, y además sin seguridad de que no fuera en vano —eso siempre deteriora el aspecto, sin que se dé uno cuenta—, sino como si estuviera a punto de salir. Debía de haber combatido la incertidumbre y la inacción repasándose la barba una y otra vez, peinándose y despeinándose, cambiándose varias veces de camisa y de pantalón, poniéndose y quitándose la chaqueta, calculando el efecto que produciría con ella y sin ella, al final se la había dejado como si de ese modo me advirtiera acaso de que aquel encuentro no iba a ser como los otros, de que no por fuerza acabaríamos en el dormitorio al que aparentábamos trasladarnos cada vez sin intención. Al fin y al cabo llevaba una prenda más de lo habitual; aunque toda prenda se puede quitar, o ni siquiera hace falta. Ahora ya sí levanté la vista y la crucé con la suya, soñadora o miope como de costumbre, aplacada respecto a mi visita anterior o más bien a los minutos finales —cuando ya todo se había torcido— en que me puso la mano en el hombro y me dio a entender que podía hundirme con tan sólo apretar lentamente. Lo vi muy atractivo tras tantos días, la parte más elemental de mí lo había echado de menos —uno echa de menos cuanto está en su vida, hasta lo que no ha tenido tiempo de aposentarse; y hasta lo pernicioso—, mi mirada se fue en seguida hacia donde solía, nunca lo pude evitar. Cuando eso nos sucede con alguien, es una verdadera maldición. Ser incapaz de apartar los ojos: se siente uno dirigido, obediente, es casi una humillación.

—No tengas tanta prisa. Descansa un poco, respira, tómate una copa, siéntate. Lo que quiero hablar contigo no se despacha en tres frases ni de pie. Anda, ten paciencia y sé generosa. Siéntate.

Así lo hice, en el sofá que solíamos ocupar cuando permanecíamos en el salón. Pero no me quité la chaqueta y me senté en el borde, como si mi presencia allí siguiera siendo provisional y un favor. Lo notaba calmado y a la vez muy concentrado, como lo están muchos actores justo antes de salir a escena, esto es, con una calma artificial, que se obligan a tener para no echar a correr e irse a casa a ver la televisión. No parecía quedar nada de la imperiosidad y el acuciamiento de la mañana, cuando me había llamado al trabajo y casi me había conminado a acudir. Debía de sentir satisfacción o alivio porque estuviera ya a su alcance, por tenerme ya allí, en cierto modo me había vuelto a poner en sus manos, no sólo en sentido figurado. Pero ahora yo estaba libre de esa clase de temor, había comprendido que él nunca me haría nada, no con sus manos y sin mediación. Con las de otro y sin estar él presente, sin enterarse de cuándo sucedía sino más tarde, cuando ya fuera un hecho y no hubiera remedio y le cupiera la posibilidad de decirse como quien oye algo de nuevas: ‘Habría habido un tiempo para semejante palabra, debería haber muerto más adelante’, eso podía ser.

Fue a la cocina y me trajo una copa y se sirvió una él. No había rastros de otras, quizá se había prohibido probar una gota durante su espera, para mantenerse despejado, tal vez la había empleado en seleccionar y ordenar lo que iba a decirme, incluso en memorizar alguna parte.

—Bien, ya estoy sentada. Tú dirás.

Tomó asiento a mi lado, demasiado cerca de mí, aunque eso no lo habría pensado cualquier otro día, me habría parecido normal o ni siquiera habría reparado en cuánta distancia había entre los dos. Me aparté un poco, sólo un poco, tampoco quería darle una impresión de rechazo, y además no lo había en lo referente a lo físico, reconocí que aún me gustaba su proximidad. Bebió un trago. Sacó un cigarrillo, encendió y apagó el mechero varias veces como si estuviera algo abstraído o se dispusiera a tomar impulso, por fin lo alumbró. Se pasó la mano por la barbilla, no se le veía azulada como casi siempre, tanto había apurado el afeitado esta vez. Ese fue todo el preámbulo, y entonces me habló, con una sonrisa que se esforzaba en hacer aparecer de tanto en tanto —como si se la aconsejara a sí mismo cada varios minutos o se la hubiera programado y se acordara de activarla tardíamente—, pero con un tono de seriedad.

—Sé que nos oíste, María, a Ruibérriz y a mí. No tiene sentido que lo niegues ni que intentes convencerme de lo contrario, como la última vez. Fue un error mío, hablar así contigo en la casa, contigo aquí, una mujer atenta a un hombre siempre tiene curiosidad por cualquier cosa relativa a él: por sus amigos, por sus negocios, sus gustos, da lo mismo. Se siente interesada por todo, sólo quiere conocerlo mejor. —‘Lo ha estado rumiando, como preveía’, pensé. ‘Habrá repasado cada detalle y cada palabra, y ha llegado a esta conclusión. Menos mal que no ha dicho “una mujer enamorada de un hombre”, aunque sea eso lo que ha querido decir y además sea la verdad. O lo haya sido, ya no sé, ya no puede ser. Pero hace dos semanas lo era, así que no le falta razón’—. Sucedió y no hay vuelta de hoja. Lo acepto, no voy a engañarme: oíste lo que no te tocaba, ni a ti ni a nadie, pero sobre todo no a ti, nos habría correspondido separarnos limpiamente, sin dejarnos ninguna marca. —‘Él lleva ahora una flor de lis’, pensé—. A partir de lo que escuchaste te habrás hecho una idea, una composición de lugar. Veamos esa idea, es mejor que rehuirla o que fingir que no está en tu mente, que no la hay. Estarás pensando lo peor de mí y no te culpo, la cosa debió sonarte fatal. Repugnante, ¿no? Es de agradecer que a pesar de todo hayas venido, habrás tenido que hacerte violencia, para volverme a ver.

Intenté protestar, sin mucho empeño; lo veía decidido a abordar el asunto y a no dejarme salida, a hablarme a las claras de su asesinato por delegación. El convencimiento absoluto de que yo estaba enterada no podía tenerlo, aun así se disponía a hacerme una confesión o algo parecido. O tal vez era a ponerme en antecedentes, a informarme de las circunstancias, a justificarse quién sabía cómo, a contarme lo que posiblemente yo preferiría ignorar. Si conocía detalles me sería aún más difícil hacer caso omiso o no hacer nada, lo que en cierto modo, sin proponérmelo, había conseguido hasta aquella tarde sin por ello descartar otra reacción futura, mañana puede cambiarnos y traer un irreconocible yo: me había quedado quieta y había dejado pasar los días, esa es la mejor manera de que se disuelvan o se descompongan las cosas en la realidad, aunque permanezcan para siempre en nuestro pensamiento y en nuestro saber, allí podridas y sólidas y despidiendo brutal hedor. Pero eso es soportable y se puede vivir con ello. Quién no acarrea algo así.

—Javier, ya hablamos de eso. Ya te dije que no había oído nada, y mi interés por ti no llega tan lejos como supones...

Me paró haciendo un movimiento de abanico con la mano a media altura (‘No me vengas con historias’, decía esa mano; ‘no me vengas con remilgos’), no me permitió continuar. Sonrió ahora con un poco de condescendencia, o quizá era ironía hacia sí mismo, por verse en la situación evitable en que se encontraba, por haber sido tan descuidado.

—No insistas. No me tomes por tonto. Aunque sin duda haya sido muy torpe. Tenía que haberme llevado a la calle a Ruibérriz en cuanto apareció. Claro que nos oíste: al entrar en el salón dijiste que no sabías que hubiera aquí nadie más, pero te habías puesto el sostén para cubrirte mínimamente ante un desconocido, no por frío ni por ningún motivo rebuscado, y ya venías sonrojada al abrir la puerta de la habitación. No te avergonzó lo que te encontraste, te habías avergonzado tú sola con anterioridad por lo que ibas a hacer, mostrarte medio desnuda ante un individuo indeseable al que nunca habías visto; pero le habías oído hablar, y no de cualquier cosa, no de fútbol ni del tiempo, ¿verdad? —‘Así que se dio cuenta de lo que yo temí que se la diera’, pensé fugazmente. ‘De nada sirvieron mi anticipación, mis pequeñas artimañas, mis precauciones ingenuas’—. La cara de sorpresa no te salió mal, tampoco lo bastante bien. Y además, lo más transparente: de pronto me tuviste miedo. Te había dejado confiada y tranquila en la cama; incluso cariñosa y contenta, me pareció. Te habías dormido apaciblemente, y al despertar y quedarte de nuevo a solas conmigo, de pronto me tenías miedo, ¿creíste que no te lo iba a notar? Siempre lo notamos, cuando infundimos temor. Quizá las mujeres no, o es que rara vez lo infundís y desconocéis la sensación, excepto con los niños, bueno: los podéis aterrorizar. Para mí no es nada agradable, aunque a muchos hombres les encante y la busquen, una sensación de fortaleza, de dominación, de momentánea y falsa invulnerabilidad. A mí me incomoda mucho que se me vea como una amenaza. Hablo de miedo físico, claro está. De otro tipo sí que lo dais las mujeres. Da miedo vuestra exigencia. Da miedo vuestra obstinación, que a menudo es sólo ofuscación. Da miedo vuestra indignación, una especie de furia moral que os asalta, a veces sin la menor razón. Desde hace dos semanas debes de haber sentido eso hacia mí. No te lo reprocho en tu caso. En tu caso era comprensible, tenías una razón. Y no del todo equivocada. Sólo a medias. —Hizo una pausa, se llevó la mano al mentón, se lo acarició con mirada ausente (por primera vez apartó los ojos de mí), como si en verdad cavilara, o se preguntara sinceramente lo que a continuación expresó—: Lo que no entiendo es por qué apareciste, por qué saliste, por qué te expusiste a que ocurriera lo que ocurre ahora. Si te hubieras quedado quieta, si me hubieras esperado en la cama, habría dado por supuesto que no nos habías oído, que no te habías enterado de nada, que todo seguía como hasta entonces, en general y entre tú y yo. Aunque lo más probable es que el miedo te lo hubiera notado igual, antes o después, aquel día u hoy. Eso no se cambia una vez que nace, y no se puede esconder.