—Pues, en ese caso... Primero, no tengo la intención de publicar nada hasta tanto no haya completado mi trabajo, y, particularmente, en esas hojas suyas... Segundo, ¿cómo sabe usted todo eso?

Persikov sintió de pronto que estaba perdiendo terreno.

—¿Es verdad que usted ha descubierto el rayo de la nueva vida?

—¿Qué nueva vida? —estalló groseramente el profesor—. ¿Qué clase de tonterías está usted barbotando? El rayo sobre el que estamos hablando está todavía lejos de haber sido investigado a fondo, y, de hecho, nada se sabe todavía. Es posible que pueda estimular los procesos vitales del protoplasma...

—¿Cuánto? ¿Cuántas veces? —inquirió el joven con prisa.

Persikov se había puesto muy nervioso.

—¿Qué clase de preguntas son ésas? Suponga que le digo... pues... ¡mil veces...!

Un pícaro destello de satisfacción cruzó por los sagaces ojos del visitante.

—Entonces, produce organismos gigantes —siguió, dispuesto a no perder la oportunidad.

—¡Nada de eso! Bueno, es cierto que los organismos que obtuve son mayores de lo normal... Poseen ciertas nuevas características. Pero lo importante no es el tamaño, sino la increíble rapidez de su reproducción —dijo Persikov para salir del mal paso, pero en seguida se desanimó al darse cuenta de su error. El joven había llenado ya una página completa—. Pero ¡no escriba! —suplicó con voz ronca el desesperado Persikov, sintiéndose ya completamente a merced del periodista.

—¿Es cierto que usted ha obtenido un millón de renacuajos a partir de las huevas de una sola rana y en el espacio de dos días?

—¿Con qué cantidad de huevas? —gritó Persikov, montando de nuevo en cólera—. ¿Ha visto usted una hueva alguna vez en su vida?

—¿De doscientos gramos? —preguntó el joven, impertérrito.

Persikov enrojeció.

—¿Cómo mide esto de esa manera? ¡Maldita sea! ¿De qué está hablando? Desde luego, a partir de doscientos gramos de huevas, se obtiene...

Las chispas volvieron a brotar en los ojos del joven, que cubrió de un tirón una nueva página.

—¿Es verdad que su descubrimiento causará una revolución en la crianza de ganado?

—¿Qué clase de preguntas de periódico arruinado son ésas? —aulló Persikov.

—Su fotografía, profesor. Se lo ruego urgentemente —dijo el joven, mientras cerraba con viveza el cuaderno.

—¿Qué? ¿Mi foto? ¿Para que salga con lo que ha escrito ahí? ¡No, no y no!

—Aunque sea vieja. Se la devolveremos al momento.

—¡Pankrat! —tronó el profesor encolerizado.

—Con mis respetos —dijo el joven antes de desaparecer.

Esta vez, en lugar de Pankrat, se abrió paso hasta el profesor el extraño ritmo crujiente de una máquina que se hallaba tras la puerta, el sonido de un metal golpeando el suelo; y en eso, un hombre de extraordinario volumen apareció en el estudio. Vestía camisa y pantalones de burdo tejido parecido al de las mantas. Su pierna izquierda era ortopédica y en la mano llevaba una cartera. Su afeitada cara redonda ostentaba una sonrisa llena de amabilidad. Se inclinó ante el profesor a la manera militar y luego se enderezó, maniobra que motivó que su pierna se enderezase bruscamente como si fuese una palanca. Persikov no se movió de su asiento ni hizo la menor indicación.

—Señor profesor —comenzó el visitante con una voz agradable y algo cascada—, perdone a este simple mortal que se atreve a invadir su retiro.

—¿Es usted periodista? —preguntó Persikov, quien, sin esperar la respuesta, gritó—: ¡Pankrat!

—De ningún modo, señor —contestó el hombre grueso—. Permita que me presente: capitán de Marina y colaborador del periódico Noticias de Industria, publicado por el Consejo de Comisarios del Pueblo.

—¡Pankrat! —gritó, ya histérico, el profesor. En ese momento se encendió la luz roja en el teléfono de la habitación y el aparato se puso a sonar suavemente—. ¡Pankrat! —repitió el profesor—. Diga, le escucho —añadió dirigiéndose esta vez a su interlocutor del otro lado del hilo.

—Verzeihen sie, bitte, Herr professor—graznó el teléfono en alemán—, dass ich store, Ich bin ein Mitarbeiter des Berliner Tageblatts...

—¡Pankrat! —aulló el profesor al auricular.

Al mismo tiempo, la campana de la puerta del domicilio del científico sonaba sin cesar.

—¡¡Extraño crimen en la calle Bronny!! —gritaban voces anormalmente roncas sumergiéndose y saliendo de entre la corriente de ruedas y de luces que se deslizaban sobre el templado asfalto—. ¡Repentino brote de plaga de los pollos en el patio de la diaconisa Drozdova, con su retrato! ¡Sorprendente descubrimiento del rayo de la vida por el profesor Persikov!

Al oír esto, Persikov retrocedió tan violentamente que le faltó poco para caer bajo las ruedas de un coche Se acercó al vendedor y le arrebató un periódico de las manos.

—¡Tres kopecs, camarada! —dijo con voz aguda el muchacho, antes de readentrarse en el gentío que llenaba la acera.

—¡Crepúsculo Rojo, descubrimiento del rayo X! —siguió vociferando.

El aturdido Persikov abrió el periódico y se apoyó en un farol. Desde un sucio recuadro de la segunda página le miraba de hito en hito un hombre calvo, de ojos huraños y fijos y mandíbula caída, fruto de los desvelos artísticos de Alfred Bronsky, con las palabras:

«V. I. Persikov, descubridor del misterioso rayo rojo.»

El artículo que le seguía bajo el encabezamiento «Suspense en todo el globo», empezaba de la siguiente forma:

«Hagan el favor de sentarse —nos dijo el venerable científico con afabilidad...» El artículo terminaba con la firma «Alfred Bronsky».

En eso, una luz verdosa destelló sobre el tejado de la Universidad y las vehementes palabras Diario habladocruzaron el espacio, con lo que Mokhovaya se llenó al momento de hormigueante muchedumbre.

«Hagan el favor de sentarse —aulló de súbito el altavoz del tejado, en el más repulsivo tono agudo, réplica exacta del de Alfred Bronsky, pero convenientemente ampliado— nos dijo el venerable científico con afabilidad. Esperaba con impaciencia el momento de poner al corriente al proletariado de Moscú sobre los resultados de mis experimentos.»

Un débil chirrido mecánico se oyó a la espalda de Persikov y alguien le tiró de la manga. Al volverse, el profesor vio la redonda cara amarilla del propietario de la pierna ortopédica. Los ojos de aquel hombre estaban húmedos y sus labios temblaban.

—Usted se negó a informarme de los resultados de su asombroso descubrimiento, profesor —dijo lúgubremente, con una mirada profunda—. Adiós a mis dos arreglos...

Y, dicho esto, se puso a mirar con tristeza hacia el tejado de la Universidad, donde el invisible Alfred bramaba por las brillantes fauces del altavoz. Por alguna razón, Persikov se sintió profundamente apenado por el hombre grueso.

—¡Yo nunca le dije a nadie que hiciera el favor de sentarse! —musitó cogiendo con rabia las palabras del aire—. ¡Ese tipo es simplemente un desvergonzado de extraordinarias proporciones! Perdóneme, por favor, ¿se hace cargo? Cuando estás trabajando y la gente te interrumpe... No hablo de usted, por supuesto.

—¿Quizá, señor, me daría finalmente una descripción de su laboratorio? —rogó el hombre con una mezcla de modestia y pesadumbre—. Después de todo, a usted ya le es lo mismo...

«En el espacio de tres días, sale tal multitud de unos pocos gramos de huevas, que es imposible contarla», rugía mientras tanto el altavoz.

—El muy pícaro... ¿Y bien? —siseó Persikov al hombre gordo, amblando de indignación—. ¿Qué dice usted a eso? Hay que ver; deberíamos compadecerle...

—Ultrajante —agregó el interpelado.

De pronto, una deslumbrante luz hirió los ojos del profesor y el fogonazo iluminó cuanto había a su alrededor: los postes, una porción del embaldosado pavimento, una pared amarilla, las caras expectantes...

—Eso es para usted, profesor —susurró extasiado el hombre gordo, y se colgó de la manga del profesor como una pesa de plomo. Algo chasqueó con rapidez en el aire y nuevamente quedó iluminada la escena.