El Instituto estaba en la penumbra. Los acontecimientos del exterior sólo le llegaban en forma de vagos y fragmentarios ecos. Una ráfaga de disparos dejó sus señales en abanico bajo el brillante reloj del Manége: los soldados estaban ejecutando a unos facinerosos que habían intentado robar un piso en la Volkhonka. Había poco tráfico de automóviles por allí ya que la mayoría de ellos se dirigían en masa hacia las estaciones de ferrocarril. En el estudio del profesor, iluminado por una simple bombilla, Persikov permanecía sentado, silencioso, con la cabeza entre las manos. En torno a él flotaban columnas de humo. Ya no había rayo en la cámara y las ranas del terrario estaban en silencio porque dormían. El profesor no trabajaba ni leía. Bajo uno de sus codos yacía la edición de las pocas noticias despachadas por la tarde: una estrecha hoja de papel que informaba que todo Smolensko estaba en llamas y que la artillería procedía a rodear sistemáticamente el bosque Mozhaisk, sector por sector, para destruir los montones de huevos de cocodrilo puestos en cualquier cavidad natural. Otro informe decía que un escuadrón aéreo había logrado considerable éxito en Vyazma al gasear casi todo el distrito, pero que el número de víctimas humanas en el área era imposible de calcular debido a que, en lugar de evacuar ordenadamente, la gente se había lanzado en grupos, divididos y enloquecidos por el pánico, en todas direcciones y sin contar con los planes establecidos por las autoridades.

Había también un informe sobre la División Especial del Cáucaso, emplazada junto a Mozhaisk, que había obtenido una brillante victoria sobre manadas de avestruces y había hecho pedazos y destruido impresionantes cantidades de huevos. La misma división había sufrido lamentables pérdidas. El Gobierno anunciaba que, si se demostraba la imposibilidad de detener a los reptiles a dos verstas de la capital, ésta debería ser evacuada de forma ordenada. A los trabajadores y empleados se les ordenaba conservar absoluta calma. El Gobierno tomaría las más drásticas medidas para prevenir una catástrofe como la de Smolensko. Allí, la gente, llevada al más desaforado pánico por el súbito ataque de una legión de varios miles de serpientes de cascabel, se había lanzado a una huida desesperada, abandonando cocinas encendidas que pronto hicieron de la ciudad una hoguera de enormes llamas.

Asimismo, se informaba que Moscú tenía suficientes provisiones como para resistir un mínimo de seis meses, y que el comandante en jefe aconsejaba tomar rápidas medidas a fin de fortificar y armar todas las casas para poder luchar contra los reptiles en cada calle de la capital en caso de que el Ejército Rojo y las Fuerzas Aéreas no consiguieran detener su espantoso avance.

El profesor no había leído nada de eso. Ahora miraba delante de sí, con ojos vidriosos, y fumaba. Sólo había dos personas más en el Instituto, Pankrat y el ama de llaves, María Stepanovna, que estaban junto a él. La mujer, de vez en cuando, rompía a llorar. La anciana no había dormido en tres noches al haberlas pasado en el estudio del profesor, debido a que éste se había negado a abandonarlo.

María Stepanovna, acurrucada sobre el sofá de hule, en un sombrío rincón, mantenía una silenciosa y afligida vigilancia, mirando cómo la tetera, con algo de infusión para el profesor, borbollaba sobre el trípode del quemador a gas.

El Instituto estaba silencioso y todo ocurrió de manera súbita.

En la acera se elevó un estallido de irritados gritos que hicieron que la pobre ama se sobresaltase y se pusiese a llorar. Destellaron focos y linternas y la voz de Pankrat se oyó en el vestíbulo del edificio. Pero todo este ruido significaba poco para el profesor. Levantó un momento la cabeza y murmuró:

—Se están volviendo locos... ¿Qué puedo hacer ahora?

Luego, volvió a abismarse en un estupor que le fue súbitamente interrumpido: las puertas de hierro del Instituto que daban a la calle Herzen resonaron con golpes violentos y las paredes del edificio temblaron ligeramente. El firme espejo que colgaba de la pared de la oficina contigua se partió en dos. La ventana del estudio del profesor voló en pedazos. El adoquín, tras pulverizar el vidrio, cayó sobre el cristal de la mesa de escritorio, destrozándolo por completo y atemorizando a los presentes. Las alarmadas ranas comenzaron a dar saltos en el terrario, produciendo un alboroto tremendo. María Stepanovna empezó a dar vueltas gritando:

—¡Corra, Vladimir Tpatievich, corra!

Este se levantó del taburete, se enderezó, v, levantando sentenciante su dedo índice, contestó, mientras sus ojos recobraban algo del poderoso resplandor del muy inspirado Persikov de antaño:

—No me voy a ningún sitio. Esto es estúpido —dijo—. Pululan al igual que maníacos como si todo Moscú se hubiese vuelto loco. ¿Adonde puedo ir yo? ¡Pankrat! —llamó, al tiempo que apretaba un botón.

Probablemente quería a Pankrat para que acabara con el desorden, que siempre había detestado. Pero Pankrat ya no podía hacer nada. Se terminaron los golpes cuando las puertas del Instituto se abrieron por la furia de los empujones; se oyó un cercano restallar de disparos y todo el edificio de piedra retumbó con el tronar de la gente que corría por sus pasillos vociferando y con el ruido de los cristales que se rompían. María Stepanovna sujetó fuertemente la manga de Persikov y empezó a arrastrarle, pero el profesor se deshizo de ella, se estiró en toda su estatura, y, tal como estaba, con su bata blanca, salió al corredor.

Las puertas se abrieron con un estampido y lo primero que apareció fue la espalda de un militar con gorra roja y una estrella en la manga izquierda. El oficial, al tiempo que era empujado hacia atrás por una muchedumbre furiosa, disparaba su revólver. Luego se volvió y, dando un salto, quedó tras Persikov, al tiempo que le gritaba:

—¡Sálvese, profesor, corra, no puedo hacer nada más!

Sus palabras fueron contestadas por un histérico chillido de María Stepanovna. El oficial saltó más allá de Persikov, que todavía estaba en pie como una estatua blanca, y desapareció en la oscuridad de los tortuosos corredores del otro lado. La gente avanzó entonces gritando:

—¡Cogedle, matadle...!

—¡Es un enemigo público!

—¡Nos ha lanzado las serpientes!

Por los pasillos llegaba un tropel de caras descompuestas. Alguien disparó. Los bastones eran enarbolados con saña. Persikov dio un paso atrás para obstruir la puerta del estudio, donde María Stepanovna se había arrodillado presa del terror, y abrió los brazos como un crucificado... Quería impedir que la gente entrase, y gritó con irritación:

—¡Esto es una verdadera locura...! ¡Sois unas bestias salvajes! ¿Qué queréis? —y luego exclamó—: ¡Fuera de aquí!

Completó su discurso con un agudo grito familiar:

—¡Pankrat! ¡Échelos de aquí!

Pero Pankrat ya no podía echar a nadie. Destrozado y pisoteado yacía inmóvil en el vestíbulo, donde la multitud seguía pateándolo sin prestar atención a los disparos de la milicia que había en la calle.

Un hombre bajo, de piernas torcidas y con una camisa hecha andrajos, se adelantó de repente a los demás, dio un salto hacia. Persikov y le abrió la cabeza de un tremendo bastonazo. El científico se tambaleó y cayó lentamente. Sus últimas palabras fueron:

—Pankrat... Pankrat...

María Stepanovna resultó muerta y despedazada en el estudio. La cámara, en la que el rayo se había extinguido hacía ya tiempo, y el terrario, fueron hechos añicos, y las enloquecidas ranas se vieron perseguidas y pisoteadas. Las mesas de cristal quedaron reducidas a trozos, al igual que los reflectores, y una hora después el Instituto era una enorme hoguera.

13

LA noche del 19 al 20 de agosto, una helada sin precedentes se abatió sobre el país, y ni siquiera los más viejos ciudadanos pudieron compararla con ningún caso anterior. Llegó y duró dos días y dos noches, haciendo bajar el termómetro a 18 ℃ bajo cero. Moscú cerró todas sus puertas y ventanas.