La tarde trajo consigo nuevas sorpresas. La mañana había sido testigo del silencio de los bosques, demostrando con la máxima claridad cuan funesta y opresiva puede ser para éstos la ausencia de sonido. Al mediodía todos los gorriones se habían ido de los patios del sovjós. Por la tarde el gran silencio se había extendido también a la balsa de Sheremetvev. Esto último era verdaderamente asombroso, porque todo el mundo, en cuarenta verstas a la redonda, estaba familiarizado con el famoso croar de las ranas de la citada balsa. Pero ahora todas las ranas parecían haber muerto. Y debe admitirse que Alexander Semionovich había perdido la serenidad.
—Es realmente extraño —decía éste a su mujer durante la comida—. No puedo entender por qué se han ido todos esos pájaros.
—¿Y qué sé yo? —contestó Manya—. Quizá sea debido al rayo.
—Estás completamente loca. Manya —dijo Alexander dejando caer su cuchara—. No eres mejor que esos campesinos. ¿Qué tiene que ver el rayo con todo esto?
—¿Cómo quieres que yo lo sepa? ¡Déjame sola!
Llegó la tercera sorpresa. Los perros de Kontsovka volvieron a aullar a la luna, y fue una actuación realmente salvaje. Los campos, iluminados por el satélite, vibraron con el incesante gemir, y con los angustiados e irritados lamentos.
Alexander Semionovich resultó, en cierta manera, sorprendido por un nuevo acontecimiento, esta vez agradable, que tuvo lugar precisamente en el invernadero: el sonido de unos continuos golpecitos llegaba de las cámaras donde se hallaban los huevos rojos. Primero de un huevo, y luego de otro, iba levantándose una cadena de toc-tocs que podía oírse desde el patio exterior. Aquel golpeteo de los huevos fue como una marcha triunfal para Alexander Semionovich. que se olvidó al momento del extraño fenómeno de los bosques y de la balsa El sovjós se reunió en el invernadero: Manya. Dunia el vigilante y el guarda, que dejó su rifle a la entrada.
—Bueno, ¿qué me dicen? —exclamó jubiloso el gerente de la granja.
Curiosos, todos aplicaron el oído a la puerta de la primera cámara.
—Son los pollitos que ya dan golpes con el pico —continuó Alexander Semionovich, radiante de felicidad—. ¿Quién dijo que yo no haría salir ni un pollo? —exclamó rebosante de emoción al tiempo que daba unas palmadas en el hombro al guarda—. voy a conseguir una nidada tal que vais a necesitar prismáticos para abarcarla con la vista. Y ahora, estad atentos. En cuanto empiecen a salir me avisáis sin perder un minuto.
—No se preocupe —contestaron a coro el vigilante, Dunia y el guarda.
El toe... toe... toe... era ya continuo en la primera cámara. Y, verdaderamente, el cuadro de una nueva vida naciente ante ellos mismos era tan interesante que todo el grupo se quedaba sentado durante largo rato sobre los cuévanos vacíos, mirando los huevos color frambuesa que se abrían bajo la misteriosa luz vacilante y tenue. No se fueron a la cama hasta bien entrada la noche. El sovjós y los campos de los alrededores estaban inundados de luz verdosa. La noche era espectral; incluso podría decirse que siniestra, debido quizá a que su absoluto silencio era roto de vez en cuando por las intermitentes e inexplicables explosiones de aullidos provenientes de Kontsovka, aullidos lastimeros que partían el corazón. Resultaba imposible decir qué era lo que hacía comportarse así a aquellos condenados perros.
Por la mañana un nuevo revés esperaba a Alexander Semionovich. El desconcertado guarda se llevaba la mano al corazón y juraba, poniendo a Dios por testigo, que no se había dormido, a pesar de lo cual no había advertido nada.
—Es algo misterioso —insistió el guarda—. No se me puede echar la culpa, camarada Porvenir.
—Gracias, mi más sincero agradecimiento —exclamó Alexander Semionovich—. ¿Qué se ha creído, camarada? ¿Para qué le han puesto ahí? ¡Para vigilar! Ahora, dígame, ¿dónde se han metido? Salieron, ¿no? Eso quiere decir que se han escapado. Eso quiere decir que usted dejó la puerta abierta y se marchó. ¿O quizá pretenderá que los pollos están aún aquí o algo por el estilo?
—¡No he ido a ninguna parte! ¿Acaso no sé yo cuál es mi trabajo? —el guarda acabó por sentirse ofendido—. ¡Me está echando la culpa sin razón, camarada Porvenir!
—Pero ¿dónde se han ido? —explotó el gerente.
—¿Cómo voy a saberlo? —dijo por último el interpelado—. ¿Quién podría saberlo? Y, además, ¿cuál es mi trabajo? Vigilar que nadie robe las cámaras, y eso es lo que hago. Aquí están sus cámaras. ¿Quién sabe qué clase de pollos sacará de aquí? ¡Quizá no se les pueda atrapar ni siquiera persiguiéndolos en bicicleta!
Alexander Semionovich se quedó un poco desconcertado; rezongó un poco más y cayó en un estado de completa perplejidad. Se trataba, verdaderamente, de un asunto extraño. En la primera cámara, que había sido cargada antes que las demás, los dos huevos colocados más cerca de la base del rayo estaban rotos. Uno de ellos incluso había rodado un poco, y algunos trozos yacían dispersos en el suelo de amianto que el rayo iluminaba.
—¡Maldita sea! —dijo Alexander Semionovich— ¡Las ventanas están cerradas y no pueden haber volado a través de la techumbre!
—¡Qué idea, Alexander Semionovich! —gritó Dunia con incredulidad—. ¿Quién ha visto nunca que los pollitos vuelen? Tienen que estar por aquí, en alguna parte.. Titas... titas... titas... —empezó a decir, buscando por los rincones Henos de polvorientos tiestos, tableros y otros desechos.
Pero no encontró pollito alguno. Y aunque todo el personal corrió por los patios del sovjós durante dos largas horas buscando a los picaros pollitos, nadie encontró nada.
El día pasó con una agitación extrema. La guardia fue doblada por la adición del vigilante, que había recibido órdenes estrictas de mirar por las ventanas de las cámaras cada quince minutos y llamar a Alexander Semionovich en cuanto notara algo raro. El guarda estaba sentado junto a la puerta, enfurruñado y con el rifle entre las rodillas. El mismo Alexander Semionovich se agotó corriendo de acá para allá y no comió hasta casi las tres de la tarde. Después de comer durmió una hora a la sombra fresca del viejo otomán del príncipe Sheremetyev, bebió un poco de sidra fabricada en el mismo sovjós y se convenció de que todo estaba ya en perfecto orden. El viejo vigilante permanecía arrellanado sobre un trozo de arpillera y miraba, parpadeando, por la ventana de observación de la primera cámara. El guarda estaba alerta en la puerta.
Pero nuevamente se presentó una extraña circunstancia: los huevos de la tercera cámara, la última que había sido dispuesta para el «empolle», empezaron a emitir extraños ruidos parecidos a gorgoteos reprimidos y pequeños cloqueos, dando la impresión de que alguien estaba sollozando en su interior.
—¡Oh, oh! Están madurando —dijo Alexander Semionovich, disponiéndose a salir—. ¿Ha visto? —le preguntó al vigilante.
—Es una maravilla, desde luego —dijo este último en un tono completamente ambiguo, al tiempo que movía la cabeza.
El gerente estuvo en cuclillas durante un rato junto a las cámaras, pero ni un solo huevo se abrió. Se levantó, se estiró, y declaró que ese día no saldría de la finca; tan sólo iría a la balsa para nadar un poco, y, si algo pasaba, tenían orden de avisarle al momento. Subió corriendo al dormitorio de la mansión; éste estaba amueblado con dos camas estrechas, con colchón de muelles, y cubiertas con arrugadas sábanas de lino. El suelo se hallaba lleno de manzanas verdes y de mijo, este último almacenado allí con vistas a las inmediatas nidadas. Cogiendo una toalla playera y, tras un momento de reflexión, su flauta, que se proponía tocar placenteramente sobre las mansas aguas de la balsa, Porvenir salió aprisa del edificio, cruzó el patio del sovjós y caminó por la avenida de sauces en dirección al estanque.
A su derecha se extendía un soto de bardas que golpeó suavemente al pasar, lo que al parecer motivó que se oyera un crujido en la maraña de anchas hojas flotantes; un ruido similar al que produciría alguien que arrastrara un pesado leño. Con un ligero escalofrío, Alexander Semionovich volvió la cabeza hacia el soto de malas hierbas y se puso a observarlo con extrañeza. La balsa hacía dos días que se mantenía en el más absoluto silencio. El susurro se detuvo. La lisa superficie del agua y el tejado gris de la caseta de baño brillaban tentadores más allá de las bardas; iba ya a dirigirse hacia las planchas de madera que llevaban hacia el agua cuando empezó de nuevo el ruido en el matorral, esta vez acompañado de un corto silbido parecido al que emiten las locomotoras al soltar vapor. Alexander Semionovich dio entonces un respingo y metió la cabeza por la gruesa muralla de las bardas.