—¿Que no sabe usted en qué difieren los anfibios de los reptiles? —preguntaba Persikov—. Es simplemente ridículo, joven. Sepa usted que los anfibios no tienen apófisis pélvicas, ninguna. Sí... Debería caérsele la cara de vergüenza. ¿Es usted, acaso, marxista?
—Lo soy... —respondía el ya suspendido alumno, desanimado.
—Muy bien. Vuelva en otoño para un reexamen, por favor —decía Persikov cortésmente, antes de añadir, volviéndose a Pankrat—: ¡El siguiente!
Igual que los anfibios reviven tras la primera lluvia abundante que sigue a una larga sequía, así revivió el profesor Persikov en 1926 cuando la Compañía Ruso-Americana edificó quince casas dé otros tantos pisos en el centro de Moscú, a partir de la esquina de la calleja Gazetny con Tverskaya, y trescientas casitas para ocho familias de trabajadores cada una en las afueras de la ciudad, acabando, de una vez por todas, con la absurda crisis de viviendas que había causado tantas fatigas a los habitantes de Moscú desde 1919 a 1925.
En conjunto, fue uno de los mejores veranos de la vida de Persikov, y en él tuvo bastantes ocasiones para frotarse las manos y sonreír, de forma tranquila y contenta, al recordar lo apretados que habían estado en sólo dos cuartos él y María Stepanovna. Ahora, el profesor tenía de nuevo sus cinco habitaciones, así que se estiró, puso en orden sus dos mil quinientos libros y sus diagramas, colocó los especímenes en los sitios de costumbre y encendió la lámpara de pantalla verde que iluminaba su estudio.
El Instituto también estaba irreconocible: se le había dado una capa de pintura de color marfil, había sido instalada una tubería especial para llevar el agua al cuarto de los reptiles, y todo el cristal ordinario fue reemplazado por cristal placado. Se le dotó también de cinco nuevos microscopios, mesas de disección con tablero de cristal, lámparas de dos mil vatios, de las de luz indirecta, reflectores y marcos para los ejemplares del museo...
Persikov se recobró, y todo el mundo pudo advertirlo en diciembre de 1926, a instancias de la publicación de su folleto Más sobre el problema de la propagación de los gasterópodos. Y el verano de 1927 vio la aparición de su obra de mayor envergadura, trescientas cincuenta páginas, traducida posteriormente a seis idiomas, incluyendo el japonés. La embriología de las Pirridae. Sapos de pies de laya y Ranas, Editorial del Estado; precio: cinco rublos.
Pero en verano de 1928 tuvieron lugar aquellos increíbles y desastrosos acontecimientos...
El profesor se había sentado en un taburete giratorio de tres patas, y, con dedos amarillentos por el tabaco, daba vueltas al tornillo de ajuste del magnífico microscopio Zeiss, examinando una preparación ordinaria de amebas vivas. En el momento en que hacía pasar el amplificador del 5 al 10.000, la puerta se entreabrió dejando ver una perilla puntiaguda y un delantal de cuero, pertenecientes ambos al asistente del profesor, al tiempo que llamaba:
—Vladimir Ipatievich, he preparado un mesenterio, ¿le gustaría verlo?
Persikov bajó ágilmente del escabel, dejando el tornillo a medio camino, y, dándole vueltas entre los dedos al cigarrillo que estaba fumando, se dirigió hacia donde le invitaba su asistente. Allí, sobre la mesa de cristal, medio muerta de miedo y dolor y crucificada en un trozo de corcho, había una rana con sus translúcidas vísceras arrancadas del sangriento abdomen y colgando ante el microscopio.
—Muy bien —dijo Persikov mientras se inclinaba sobre el ocular. Evidentemente debió de ver algo muy interesante en el mesenterio de la rana, donde los vivos corpúsculos de la sangre corrían a lo largo de los ríos de vasos. Durante la hora y media siguiente, olvidadas sus amebas, estuvo turnándose con Ivanov sobre la lente del microscopio. Finalmente, se apartó del instrumento óptico para anunciar: «La sangre se está coagulando, eso es lo que pasa», y, estirando sus entumecidas piernas, se levantó y volvió a su laboratorio. Allí, Persikov bostezó, se frotó sus siempre inflamados párpados y, sentándose en el taburete, se lanzó sobre su microscopio. Puso los dedos sobre el tornillo para darle la vuelta, pero no llegó a moverlo. En vez de eso, Persikov vio a través de la lente un borroso disco blanco con gran número de amebas descoloridas y casi inertes. En su centro había una extraña espiral coloreada, de forma parecida a la de un rizo de cabello femenino. Tanto Persikov como cientos de sus alumnos habían visto esa espiral muchas veces, y nunca nadie le había prestado el menor interés. En realidad, no había ninguna razón para preocuparse por ella. Aquel multicoloreado remolino luminoso no hacía más que dificultar la observación y demostraba que el microscopio estaba mal enfocado, por lo que siempre había sido cruelmente eliminado con una simple vuelta al tornillo que daba una uniforme luz blanca al campo total de visión.
Los largos dedos del zoólogo no habían hecho más que asir firmemente el tornillo cuando, de pronto, se estremecieron y lo soltaron. La razón de esto vacía en el ojo derecho de Persikov, que había pasado de atento a atónito y se había abierto desmesuradamente debido a la sorpresa. Toda su energía y toda su mente estaban ahora concentradas en ese ojo. La criatura más alta observaba a la más baja, forzando mucho la vista sobre la preparación mal enfocada. Al cabo de un rato el profesor preguntó, nadie sabe a quién:
—¿Qué es esto? No entiendo...
Un enorme camión, que en aquel momento circulaba frente al Instituto, hizo temblar las viejas paredes del edificio. El profesor levantó entonces las manos sobre el microscopio, cubriéndolo como haría una madre para proteger a su hijo, atemorizado por algún peligro. No había razón alguna para mover el tornillo.
Comenzaba a despertar el nuevo día, y ya una franja dorada sesgaba la marfileña entrada del Instituto cuando el profesor se decidió a abandonar el microscopio y se encaminó, sobre sus dormidos pies, hacia la ventana. Con dedos temblorosos apretó un botón situado junto al marco de ésta, y, tras cerrarse los porticones, las pesadas sombras negras volvieron a expulsar la luz de la mañana, siendo devuelta al estudio la entendida y sabia noche.
Cetrino y ensimismado, el profesor Persikov se plantó con las piernas abiertas, mientras, mirando fijamente y con ojos húmedos el parquet que cubría el suelo, murmuraba:
—Pero ¿qué puede ser? ¡Es realmente monstruoso...! Es monstruoso, caballeros —repetía dirigiéndose a los sapos del terrario.
Pero los sapos dormían, y no contestaron.
Permaneció en silencio durante un momento; luego, dando un papirotazo al interruptor, apagó la luz que iluminaba la estancia y se puso a mirar nuevamente por el microscopio. Su cara se tornó tensa, y sus pobladas cejas amarillas se juntaron.
—Hum, hum —musitó—. Se ha ido. Ya veo. Ya veo —dijo lenta y pesadamente, mirando como un loco, inspirado, la apagada bombilla del techo—. Es muy simple..
Desechó las sombras una vez más y volvió a encender la lámpara. Con la vista fija en la bombilla sonrió alegremente, casi como un niño.
—Lo conseguiré —dijo con un énfasis solemne—. Lo conseguiré. Con sol también podría hacerse...
De nuevo reinó la penumbra pero el sol, que ya estaba saliendo, derramó su resplandor por los muros del Instituto y cayó oblicuamente sobre los adoquines de la calle Herzen. El profesor, tras abrir la ventana, se puso a calcular desde allí las posiciones del astro durante el día. Se alejaba un poco y volvía una y otra vez con pasos nerviosos, y, finalmente, se recostó sobre el alféizar. Se impuso importantes y misteriosas tareas. Regresó donde se hallaba el microscopio y procedió a recubrirlo con una campana de cristal, y, tras derretir algo de cera de sellar sobre la llama azul del quemador lacró a la mesa los bordes de aquella campana, apretando la cera con sus pulgares. Hecho esto, apagó el gas, salió de su estudio y cerró la puerta con candado.