—Aisha es «La que vive», y murió su novio en el naufragio, y ella no. Farida significa «La única», y fue la única que sobrevivió de su familia. Yunes se traduce por Jonás, «El que fue engullido por una ballena». Y Pedro, como sabrás, es «Piedra», y tenía aspecto de ser el más duro de todos ellos.

Matilde no sabe nada. No sabe tampoco que Algorba significa «Expatriación», «Abandonar la patria».

—Una alegoría muy cruel —te había dicho Estela—, que dejen su país y lleguen a Punta Algorba, y sea para morir.

Sin saber nada, sólo sintiendo, Matilde tomó parte en los ritos, y se emocionó como si creyera en ellos, ignorando que en unos podía participar y en otros no debía hacerlo.

Caminó detrás de las parihuelas que llevaban a Aisha, a Pedro, a Yunes y a Farida hacia sus sepulturas, a pesar de que las mujeres no deben ir al cementerio. Comió higos secos. Asistió a las exequias sin saber que las tumbas se orientan hacia La Meca, y que se abren en el suelo porque en tierra se debe enterrar a los muertos. Anduvo entre los hombres, la cabeza cubierta con su chal blanco, ensimismada en las aleyas del Corán. Los salmos acompañaron a Pedro y Aisha, a Yunes y Farida, hasta sus tumbas, y la cacofonía de voces no dejó de sonar hasta que sus cuerpos estuvieron cubiertos de tierra. EN EL NOMBRE DE DIOS, EL CLEMENTE, EL MISERICORDIOSO. «No seáis como aquella que rompía el hilo después de haberlo hilado sólidamente.» Sí, también en el Corán aparece una Penélope —lo sabes ahora—, aquella mujer árabe llamada Raita Bint Saad ibn Taym pertenecía a la tribu de los quraysh. Estela memorizó los nombres, acumuló los datos.

Matilde no sabe nada. La recuerdas hacer lo que los demás hacían, sin preguntar. No se dio cuenta de que las mujeres se quedaban y se marchó con Ulises, siguiendo al cortejo fúnebre. Tú fuiste con Estanislao y Federico. Estela y Andrea se quedaron en el cortijo, junto a las mujeres, esperando vuestro regreso. El abogado y el administrador se quedaron también, disponiéndolo todo para cerrar la propiedad cuando os hubierais marchado, porque Ulises deseaba irse el primero de Aguamarina.

Aguamarina. Punta Algorba. Y las lágrimas de Matilde se confunden con los días y las horas, y con las tuyas. En un pequeño cementerio al borde del mar. Y se confunden con los versos de Adonis, los que Ulises escogió como epitafio y leyó ante las sepulturas:

Oigo una voz que arrastra por la arena

sus pesados días

escucho sus ensueños asesinados.

Cada sueño es una cabila

y las jaimas son gargantas sujetas

con cuerdas que imploran:

«Plántanos allá, en el palmeral y la hierba,

donde la vida.

¡Amárranos al agua...!».

«No hay agua ni protector y murieron ya los

profetas.»

Oigo bajo los pañuelos

y entre los cúmulos del alba,

cuando se rompe contra la tierra el cielo,

por los peldaños de sombra que se alzan y desploman,

entre la ciudad y el sol,

entre el gemido y el eco,

oigo un lamento,

como un latido de dulzura en una roca inconmovible,

como un borbotar de manantiales.

Llora Ulises. Llora Matilde. Y tú los ves llorar a los dos. Te acercas al Modigliani que ella enmarcó para ti. Y te mira sin ver. Le hablas, y no te responde. Vuelves a escuchar Turandot. Mi beso despertará el silencio que te hace mía. Pero Matilde no volverá. Hace cuarenta días que soportas su ausencia. Cuarenta noches en las que obsesivamente esperas al alba, escuchando Nessun dorma. Al alba venceré. Venceré. Venceré.