—¿Me quieres? —se te escapó la pregunta. Se te escapó.

—Pues claro.

—Entonces déjame que te bese.

No pediste un beso. Pediste permiso para besar. Pediste permiso. En lugar de acercarte y ofrecerte a Matilde. En lugar de acercarte y que ella se ofreciera.

—Acabo de pintarme los labios —dijo por toda respuesta. Y se perfumó con el tapón de un pequeño frasco de esencia.

Matilde perfumada y radiante. Salió del cuarto de baño dejándote allí. El espejo te devolvió tu dolor en una mueca. El daño. Tu obsesión crecida: cómo acercarte a Matilde.

La espalda de Matilde regresa para señalarte su huida.

Ella seguía a la doncella en la casa de Ulises. Y tú, detrás de los dos, caminabas con la impresión de que Matilde tenía prisa. Cuando se abrió la puerta del salón, tu productor se dirigió a tu esposa. Fue Ulises quien apresuró sus pasos cuando la vio entrar. Fue él quien caminó hacia ella, con las dos manos extendidas.

—Prometo no pedirle perdón nunca más —oíste que le decía mientras le estrechaba las manos—. ¿Me cree, Matilde?

—No sé.

Ulises se echó a reír. Ella se libró de sus manos y se apoyó en tu brazo. Matilde tímida. Ulises te saludó, efusivo y amable:

—¿Cómo está, Noguera? —sin darte tiempo a contestar—. Estupendas las notas que me envió ayer. Estupendas —añadió.

Tú no le escuchabas, ¿por qué debía pedir perdón a Matilde? ¿Se lo había pedido alguna vez? ¿Por qué se lo había pedido? ¿Por qué debía dejar de pedírselo?

—¡Qué hermosa está! —le dijo.

—En su honor —replicó ella, aunque no hubiera querido decirlo.

Matilde coqueta. ¡Coqueta! ¿En su honor? Caminabais hacia el director y su mujer, que se levantaron del sofá al veros entrar. ¡En su honor! Ulises hizo las presentaciones.

La mujer del director se llamaba Estela.

—Estela, buen nombre para la esposa de un director de cine —bromeó Ulises.

Estanislao Valle y su mujer se encontraban cómodos en aquel salón. Te diste cuenta enseguida. Pertenecían al mundo que tú querías alcanzar. Sabían moverse entre el lujo, sin asombro, conscientes de que les pertenecía por derecho. No esperaron a que Ulises os invitara a sentaros, ellos mismos os hicieron un ademán mientras tomaban asiento. Sus copas vacías señalaban que llevaban allí bastante tiempo. Ulises debió de citarlos antes que a vosotros, cavilaste desconfiado, casi envidioso. A los pocos minutos de vuestra llegada, el tiempo justo para no faltar al protocolo, os anunciaron que la cena estaba servida.

Estela era una mujer pequeña, casi diminuta. Su media melena, lisa y rubia, le tapaba la mitad de las mejillas y dejaba asomar la punta superior de sus orejas. Su cara ovalada enmarcada por el cabello, como en una figura del Renacimiento italiano, te sorprendió por su palidez. Envolvía la velocidad de sus movimientos con una elegante cadencia, y su registro de voz atiplado, estridente, le daba un contraste vulgar. Tú no dejabas de observarla. Si permanecía en silencio, te parecía un Botticelli en miniatura, y en el momento en que abría la boca, se transformaba en la prima donna de una mala opereta.

Estela era una mujer acostumbrada a acompañar a su marido, importante en los círculos importantes, y había sabido nutrirse como consorte de la importancia de él. Te impresionó su desenvoltura. Sabía manejar el barniz cultural con el que se adornaba, hacerlo brillar en el momento adecuado, demostrando que tonta, lo que se entiende por tonta, no era. Dominadora de situaciones, conseguía sin dificultad atraer la atención. Hábil sabiduría, centro del centro.

Intuitiva y perspicaz, a Estela no le pasó desapercibido tu interés por ella. Os sentaron juntos a la mesa; Matilde frente a ti, a su lado, Estanislao y presidiendo, Ulises.

La conversación partió de los orígenes brasileños de Estanislao y derivó hacia la cultura portuguesa. Estela se inclinaba mimosa sobre tu hombro mientras hablaba del sebastianismo de Fernando Pessoa. Sus conocimientos eran lo suficientemente amplios como para que no se notara que recordaba todo lo que sabía. Matilde la escuchaba en silencio y al oírla, le vino a la memoria aquella definición que oísteis juntos: La cultura es lo que queda después de haberlo olvidado todo.

La actitud seductora de Estela te asombró por su elegancia descarada, por la sutil complicidad que intentaba crear. Te miraba a los ojos con tanta ternura que tuviste que desviar la mirada, para no caer en su mimo con demasiada obviedad. Ocupado en ella, halagado por sus lisonjas, no advertiste que Estanislao Valle intentaba tocarle las piernas a Matilde por debajo de la mesa.

Estanislao practicó el arte de la seducción revestida del encanto de lo secreto —al contrario que su pareja, que actuaba sin ocultarse—. El director pasaba su brazo por el hombro de Matilde mientras acercaba su pierna a la de ella con notable intencionalidad y complacencia. Tú no te diste cuenta, pero Ulises miraba a Estanislao con recelo, y observaba la reacción de Matilde, su rigidez, su desconcierto.

—El sebastianismo de Pessoa es una idea demasiado romántica para una persona como él, ¿no le parece, Estanislao? —dijo Ulises para ayudar a Matilde.

El director retiró su brazo del hombro de tu esposa y deslizó con disimulo la mano bajo la mesa. Matilde se ruborizó de inmediato.

—La vuelta del rey don Sebastián es una metáfora —contestó Estanislao manteniendo la mano en la rodilla de Matilde—. Para Pessoa, es el regreso de la gloria a Portugal. La profecía de Bandarra se cumpliría con el advenimiento del Quinto Imperio.

—¿Cómo se encuentra, Matilde? —Ulises miraba a Estanislao cuando le hizo a tu mujer esa pregunta—. La noto un poco inquieta.

La mirada de Ulises hizo que la mano de Estanislao regresara a la mesa. Estela advirtió el movimiento, fijó sus ojos en los de su marido y dejó de coquetear contigo.

—¿Y a usted, querida, qué le parece el sebastianismo de Pessoa? —Estela se dirigía a Matilde, y ella sintió la pregunta como una agresión.

Tú viste que Matilde cogía aliento. Había asistido contigo, no hacía demasiado tiempo, a unas jornadas sobre poesía portuguesa. Allí, en uno de esos cenáculos de la cultura a los que acostumbrabas a llevarla, se habló del sebastianismo, y rogaste a los cielos que ella recordara algo.

—No conozco bien a Pessoa. Pero me gusta mucho la historia del rey don Sebastián. Me gusta el nombre de la batalla donde le matan, Qazalquivir.

—Alcazarquivir —le corregiste tú, y quisiste continuar por ella—. Estoy de acuerdo en que la metáfora de.

Matilde te interrumpió, recuperó la palabra manteniendo la mirada de Estela.

—Eso, Alcazarquivir. Las murallas de Alcazarquivir. Es un nombre precioso. Me gusta el nombre, da para crear la historia. Un rey al que nadie ha visto morir —Matilde había engolado su entonación, favoreciendo el contraste con la voz chillona de su oponente, y lanzaba su impostura contra Estela como quien lanza una piedra. Encendió un cigarrillo—. Un rey que muere tan joven; eso el pueblo no puede aceptarlo y crea el mito del regreso. El rey desaparece, para luego volver no se sabe cuándo.

Matilde elocuente. Respiraste aliviado.

Y ahora, al evocar la grandilocuencia de Matilde, ves la mirada ciega que te dirigió desde el espejo cuando se arreglaba para acudir a la cena; no se maquillaba el rostro, se pintaba la máscara para acompañarte a la representación.

La charla continuó con Matilde, no como mero figurante, en aquella ocasión tenía un papel, y tú la escuchaste con orgullo soltar su parlamento. Ignorabas entonces lo que descubres en este insomnio: que se burlaba de ti, de Estanislao y de Estela.

En cambio Ulises desentrañó la farsa íntima de Matilde desde que comenzó su verborrea, y respetó su actuación. Asistió en silencio a la comedia y tomó la réplica cuando ella dio por concluida la escena.

—Tomaremos el café en el salón —dijo.