Aguanta, Ulrike, ya estamos aquí. Desde el aeropuerto acudieron directamente al hospital. Era de noche. Peter miraba la ciudad, en silencio. Blanca miraba a Peter. Nevaba.

La Unidad de Vigilancia Intensiva estaba en el sótano, al final de varios pasillos llenos de camillas vacías. A Blanca le pareció que llegaban a un garaje destartalado donde se guardaban los coches para el desguace. Al fondo, había una sala con varias camas ocupadas por enfermos terminales. No reconoció a Ulrike. Se encontró con un cuerpo atravesado por tubos y cables. La cabeza pelada. La boca abierta, penetrada por un respirador sujeto a la mejilla con esparadrapo. Los labios estrechos. Los ojos cerrados con ayuda de finísimos adhesivos. La nariz afilada. Las sienes ocupadas por electrodos.

Las orejas despejadas parecían esperar sus palabras. Blanca deseaba que aún pudiera oír. No le dijo nada, no dijo Estamos aquí. Hubiera querido hablarle, ¿en qué idioma? Sólo la tocó, tomó su mano y presionó con ternura, delicadamente, con cuidado, mirando la aguja clavada en el dorso, el suero pasándole la vida, el simulacro. Le acarició el antebrazo, el único lugar desocupado de artilugios, por si entendía. Estamos aquí. Despierta. Estamos aquí, no sólo para verte, también para que nos veas. Y tú estás dormida. Dormida. Tú estás dormida.

El médico describía a Peter las lesiones. El pronóstico era muy grave, el tratamiento muy limitado, le habían extraído un hematoma craneal, no podía hacerse nada más. Esperaban la revisión de un neurólogo para comprobar si aún vivía. Se partió el cráneo contra el bordillo de la acera, al caer.

Blanca contemplaba el cuerpo vulnerado. Imaginaba el coche avanzando hacia ella. Fue un golpe suave. Con el espejo retrovisor. No fue la caída, fue el encuentro entre la acera y su frente.

Peter le presentó al médico. Meine Frau, Blanca. Era la primera vez que la presentaba como su mujer. Y la última que estuvieron unidos en Hamburgo. Mi mujer, Blanca. Ella sentía que formaba parte de él.

Ulrike sabía que iba a morir. Todos lo sabían. Esperaba la muerte, aun así, la cogió por sorpresa, y ahora moría de una muerte que no era la suya. Se preparaba desde hacía tres años, con temor e incertidumbre, tenía miedo a sufrir, miedo al dolor, y pánico a que le alargaran la vida artificialmente. Le había hecho prometer a Heiner que si llegaba el caso desconectaría los aparatos, y Heiner se lo prometió.

Dos días antes del accidente, Ulrike había llamado a Peter por teléfono. Le dijo, como en tantas ocasiones, que le quería como a un hermano, más que a un hermano. Quería despedirse, y se sentía tan débil que sospechaba que no tendría tiempo. Te quiero, me hubiera gustado verte antes de irme. Añadió que en el armario de su dormitorio dejaba una carpeta con instrucciones.

Peter le pidió que no dramatizara y ella se echó a reír.

—¿Dramatizar?, voy a morirme, mi querido Peter.

—No te rías —replicó él—. ¿Has leído el libro que te envié, el de Susan Sontag?

—Sí, lo he leído.

—Pues léelo otra vez.