Aquel mes de enero, aquella mañana en que Peter recibió la llamada de Maren. Un accidente, dijo, mi madre ha tenido un accidente. El dolor. Peter colgó el teléfono. A Blanca le asustó su voz.

—Un coche se saltó el semáforo. Ulrike estaba empezando a cruzar la calle. Fue un golpe suave, el coche iba despacio, sólo la tocó con el espejo retrovisor, pero el pavimento estaba helado y resbaló. Se ha destrozado la cabeza contra el bordillo de una acera.

—¿Ha muerto?

—No. Está en coma. Me voy al aeropuerto, cogeré el primer avión que salga.

—Me voy contigo.

—No nos da tiempo de pasar por tu casa.

—No importa.

A Blanca no le sorprendió la reacción inmediata de Peter, adoraba a su prima Ulrike, y a Peter tampoco la de Blanca, que le adoraba a él.

—Si al menos llegáramos a tiempo de que abriera los ojos y me viera —repetía Peter en el avión.

Y Blanca pensaba: ¡Aguanta, Ulrike, aguanta!

La angustia por verla con vida hizo del viaje una sucesión de segundos, de minutos, de horas, sin término. ¡Aguanta, Ulrike, aguanta! No era la distancia lo que les separaba de Ulrike, era el tiempo que tardaran en llegar. El avión era una caja cerrada clavada en el aire, inmóvil. Blanca miraba por la ventanilla. Siempre las mismas nubes, siempre las mismas, una vez y otra y otra. Apretaba la mano de Peter, en silencio. ¡Aguanta, Ulrike, por Peter, aguanta!

Respiraba cuando llegaron.

Heiner se dirigía a casa de Ulrike. Habían acordado que la acompañaría a la quimioterapia. Ulrike nunca iba sola, Maren o Curt se turnaban para ir con ella, sobre todo para volver. Después de la quimioterapia se sentía más inválida, era cuando más necesitaba el apoyo de una mano apretando la suya mientras se recuperaba dolorosamente de la sesión. Sus hijos iban con ella y la llevaban a casa, sufrían al verla sufrir sin quejarse nunca.

Heiner se sentía optimista esa mañana. Había estado haciendo cuentas y pronto tendría dinero suficiente para llevar a Ulrike a Madrid. Cuando el médico autorizara el viaje. Se lo diría al regresar del hospital para que soportara los vómitos con ánimo.

Se dirigía a casa de Ulrike con su libreta de ahorro en el bolsillo posterior del pantalón. Tendrían tiempo de dar un paseo sobre el Alster helado. Le advertiría que extendiera en cruz los brazos si un agujero abría la boca bajo sus pies. Así se han salvado algunos de ser arrastrados bajo el hielo, le diría en medio del lago, para verla asustada y niña, para verla reírse de su propio miedo, y correr.

Llamó al timbre y nadie contestó. Los chicos estaban en clase. Quizá Ulrike se demoró en el mercado. O quizá le esperaba en la casita del jardín. Se había confundido de lugar, tal vez. Cinco minutos de espera pondrían de mal humor a Ulrike. Bajó los peldaños de dos en dos. Los días de sesión de quimioterapia se ponía excitada, irritable. Heiner corría por la calle cuando le llamó la vecina desde la ventana.

—No puedo entretenerme ahora, enseguida vuelvo —le gritó, y siguió corriendo hacia el jardín.

La verja cerrada. Ulrike no estaba allí. Heiner quedó desconcertado. Parado ante la puerta metálica reflexionó un instante. Se habían citado en la casa. Ahora estaba seguro. Sí. Seguro. Regresaría. Le extrañaba la impuntualidad de Ulrike. Cabía la posibilidad de que le hubiera dejado una nota en la puerta y el aire se la hubiese llevado, como aquella vez que ella se enfadó tanto: él la esperó una hora sentado en la escalera, con la nota pegada a la suela de su zapato, mientras Ulrike le aguardaba furiosa en el Salón de Té, en el centro de la ciudad. Regresaría a buscar la nota. Se dio la vuelta. Vio a la vecina correr hacia él, sofocada, sujetándose un abrigo sobre los hombros, sin paraguas. Nevaba. En zapatillas, la nieve caía sobre su figura precipitada, jadeante.

—Heiner, Heiner...

—Pero cómo se le ocurre bajar así. Va a enfermar. Póngase bien el abrigo ahora mismo.

—Heiner, Heiner, tengo que hablar con usted. Creí que se marchaba. Ulrike. Se ha caído. Hay que avisar a sus hijos —la respiración entrecortada no le impedía hablar deprisa—. Se ha caído. Ha venido la policía. No había nadie en casa. Por la mañana. Un automóvil. El espejo retrovisor. Se resbaló. Maren y Curt no lo saben.

—Pero ¿cómo está? ¿Dónde está?

—Yo estaba muy nerviosa. La policía me preguntó por la familia. Yo no sé dónde están los chicos. No sé a qué hora vuelven.

—Señora, ¿dónde está? —Heiner comprendió la gravedad de la caída por la excitación de la vecina.

—La policía me ha dejado esta nota. Por mi memoria tan mala, para que no me olvidara de lo que tenía que decir.

HOSPITAL GENERAL

URGENCIAS

TRAUMATOLOGÍA

PERSONARSE ALLÍ LO ANTES POSIBLE

INGRESO: 8.15 HORAS

Eran las dos de la tarde. Habían pasado seis horas. Mientras descargaba camiones en el mercado. Mientras cobraba su trabajo. Mientras pagaba a su patrona. Mientras contaba el resto del dinero y lo ingresaba en su libreta de ahorros. Mientras comprobaba que el lago estaba suficientemente helado. Mientras comía una salchicha y observaba la pericia de dos jóvenes patinadores. Seis horas. Mientras jugaba a resbalar sobre las suelas de los zapatos, recordando su niñez, abriendo un surco en la nieve, ensanchándolo con los pies, consiguiendo una pequeña pista de hielo negro en el Alster blanquísimo, disfrutando la velocidad que alcanzaba. Seis horas. Mientras él se ilusionaba con la posibilidad del viaje, con la sorpresa que le daría a Ulrike. Mientras caminaba con el frío golpeando en sus ojos, con la excitación de este enero blanco, con la ilusión de la primavera en Madrid. Quizá en primavera.

A Heiner le acompañan sus recuerdos en desorden.

Sintió que se desgarraba por dentro cuando vio a Ulrike y ella no le vio, en el hospital. Maren y Curt estaban con él, mirando a su madre atónitos, incrédulos, sin capacidad de reacción. Heiner había ido a recogerlos. No se extrañaron al verlo, pero era otra la noticia que esperaban: un nuevo ingreso, un empeoramiento. Ellos sintieron que el destino les había arrebatado el último tiempo de estar con Ulrike.

—Ayer me dijo que se sentía mejor —se lamentaba Maren—. Mañana pensábamos ir juntas al cine.

Estuvieron en el hospital toda la tarde. Tomando conciencia de que Ulrike se iba. Maren telefoneó a Peter. Han tardado mucho en localizarnos. No he podido llamarte antes. Ingresó hace seis horas, le dijo, seis horas.

Heiner suplicó a los médicos que desconectaran los artefactos que alentaban la posibilidad de vida, que prolongaban la incertidumbre de la muerte. Que la dejaran vivir, o morir. Maren les pidió que esperaran a Peter.