No es fácil habitar el silencio, esa obstinación torpe y muda que no devuelve el eco de su risa, Ulrike no está. No es tristeza lo que siente Heiner. Es ausencia. Es la descarnada necesidad de estar en otro, y no encontrarlo. Es tiempo para el recuerdo. Para Heiner. Rescatar lo que queda de ella, en él. Y Heiner se mira hacia dentro, se abre la herida que no sangra, buscando a Ulrike, para que siga viviendo. Por eso, a menudo Heiner se sienta en el jardín con la mirada prendida en una rama, o los ojos fijos en sus zapatos, parece que mira, pero no. Atento a su memoria para que Ulrike habite el jardín, para verla caminar, verla reírse. Y la memoria le devuelve su imagen; su mirada lenta y cómplice, sus labios, y las palabras moviéndose en su boca, pero le niega su voz. Inmóvil, se revuelve en su búsqueda. Recuperar su voz. Su risa rota, o su lamento. No me dejes sola frente a la muerte. Palabras, no son voz sin su garganta.

No tuvo ocasión de despedirse, pero Heiner sabe ahora, al rememorar su vida con Ulrike, que ella se había despedido de él durante todo el proceso de su enfermedad. La despedida había sido larga, intensa, demorada, tierna. Heiner junto a ella acumulaba los recuerdos sin saberlo.

No quiero morir. No vas a morir, mi amor. Debía haber estado con ella en el instante mismo de su muerte, apretarle la mano para que no sintiera la soledad. Pero esa ocasión les fue arrebatada, a los dos. Ulrike estaba sola. Cuando Heiner llegó al hospital, a su lado, ya no quedaba nada de ella, sólo su cuerpo tendido, inconsciente, ajeno a él, indiferente a todo. Nada quedaba de ella para morir. En realidad, Heiner no sabe cuál fue el último momento de la vida de Ulrike, piensa que fue al caer, mientras caía, ahí es cuando hubiese deseado estar con ella, darle la mano. Pero Ulrike estaba sola. Los que la vieron en el suelo dicen que abrió los ojos un segundo y que miró a su alrededor. A Heiner le duele esa mirada, los ojos que no pudieron verle, los ojos que él no pudo ver.

Y ahora, en el jardín, en el porche de la casita de madera, donde vio a Ulrike en vida por última vez, le llega el turno a otra despedida. Blanca. Intuye que no volverá a verla. « Du wirst mich niemals verlassen, selbst wenn Du gehst», le dijo mirándola a los ojos, mientras le tendía los brazos. Era el fin del primer viaje de Peter y Blanca a Alemania tras la muerte de Ulrike. Regresaban a Madrid. Heiner sabe. Cuando Peter vuelva a Hamburgo, vendrá sin ella. « Du wirst mich niemals verlassen, selbst wenn Du gehst», repitió, y la abrazó.

Blanca pidió a Peter que le tradujera. Hacía calor, el verano acababa de comenzar, y los tres sintieron frío. Nunca te irás de mí, aunque te vayas. Blanca escuchó las palabras de Heiner de los labios de Peter, Nunca te irás de mí. Y temió que fuera cierto.

Es tiempo para el recuerdo.