¿Divorciarse aquí? Mire usted, la única que se ha separado en el pueblo está señalada. Y a las demás les da para más aguantar el mal trato y quedarse donde están. ¿Adónde van a ir?

Yo no digo que esté bien ni mal. Está como está. Pero la primera y la única que tuvo redaños para separarse se irá pronto y se llevará su coraje a cuestas, porque ni las mujeres se le acercan, que sus maridos no las dejan por si les da por aprender de ella. Así son, porque así las han enseñado a ser.

Las han enseñado a ir detrás. Pero también las hay atacantes, y aunque las hayan enseñado a ir detrás quieren estar siempre las primeras.

Total, que cuando se murió la Isidora, que mi santa juntó unas perras entre toda la vecindad para hacerle un entierro como Dios manda y que fuera a buscar al Modesto en un ataúd de los buenos en vez de en caja de pino, el tarambana ése dijo que no tenía liquidez. Usted lo puede dar por cierto, señor comisario? Liquidez.

Tal cual se lo estoy contando. La Nina se puso hecha un basilisco. Claro, como a usted los dineros se le van como el agua, le porfió. Y luego le dijo a su señora que el líquido de su marido sólo servía para regar las tabernas. A la pobre mujer se le cayó la cara, más colorada que un esportón de pimientos, que ella no era de roñoserías, pero no pudo dar ni una perra gorda porque no disponía de ninguna. De manera que se ofreció a echarle una mano a la Catalina y a la nuera del Tomás, y se fueron las tres a preparar la mortaja de la Isidora. Les costó lo suyo.

Amortajarla.

Porque ya había alcanzado la rigidez. Y eso que las mujeres se dan buena maña en eso de vestirse y desvestirse, que yo no me explico cómo se las apañan para atinar con esos corchetes en las espaldas, sin verlos, oiga usted, y no es tan fácil, se lo digo yo, que cuando ya los brazos no le daban, me tocó más de una vez abrochárselos a mi Catalina debajo de las enaguas. Lástima que luego averiguó que se lo podía enganchar por alante, no me pregunte cómo, pero ya no se lo enganché más. Pero no quiera ver lo que yo me harté de reír hasta entonces, porque yo no atinaba y ella se ponía más negra que si le hubieran juntado con alquitrán por todo el cuerpo. Y cuanto más negra se ponía, más me daba a mí la risa. Y yo sabía que podía seguir riéndome hasta que se tocara la cicatriz de la cara, porque ése era siempre el primer trueno de la tormenta.

Estaba en que a la Catalina y a las otras les costó lo suyo poner en condiciones a la Isidora. Guapa no pudieron dejarla, porque ya no lo era. Pero lo había sido para espantarse. Si la Isidora pasaba, había que reparar en ella, sin más remedio. Era demasiado hembra, cuando joven, para dar un solo paso sin levantar el aire. Aunque ella no lo sabía.

Porque, de haberlo sabido, no hubiera ido nunca a ningún sitio sin llevar al marido delante. Yo había de procurar mirarla lo justo, para que mi santa no se pusiera como gatina en enero.

Celosa.

No lo era, no. Pero por si un acaso.

Nadie mal hablaba de la Isidora. Pero yo sé que hay gente con ganas de hablar que no saben sujetarse la lengua, y aunque digan bien de uno es mejor que se callen. Gente dañina, señor comisario, muy dañina.

Buena moza, sí, señor, de las que llevan bien apretadas las carnes. Unas hechuras tenía, que no le quiero ni contar. Aunque ni sombra le quedaba en los restos, ni sombra. Pero mi Catalina la amortajó con su mejor vestido después de lavarla y peinarla, y le echó unos pocos de polvos coloretes para dejarla aparente. Y la rociaron con agua de azahar, que ya olía mijina. Aunque la habían taponado bien, que eso es lo que más les costó, por la rigidez que le he dicho, y fue menester, por abajo, empujarle los trapos para adentro con un palo.

Las mujeres saben de eso, a mí me lo contó mi Catalina, que yo no lo vi. Y luego entre las tres, la nuera del Tomás, la Nina y la señora de ese sinvergüenza que hemos dejado atrás, la metieron en el ataúd que le habíamos comprado todos para su último viaje. Todos, menos ése. Y cuando ya la tenían acomodada, en medio de cuatro cirios que nos prestó el cura, que luego se los llevó, y con una jarra de plástico a los pies de la caja llenita de flores, nos dejaron entrar a los demás. Y llegó la Juana, que se podía haber quedado en su casa y así hubiera evitado el estropicio.

Pasó que la Juana, que habló siempre de la Isidora lo que quiso y más, se acercó al ataúd con un nieto del Tomás en los brazos, hecha una pujiede. Y pasó que hizo tantos esfuerzos por llorar que el niño se puso tan pujiede como ella. La Juana lo quiso poner en el suelo, pero el zangolotino se agarró a un asa del ataúd, de esas que llevan en los costados que brillan como el oro, y ella, que es más bruta que un arado, cogió al niño por la cintura, dio un traspiés y, por no caerse, se abalanzó con niño y todo contra una esquina de la caja y allí se estrelló de bruces y se hizo una pitera en la frente. Y menos mal que no tiró para abajo a la Isidora, pero la sangre de la Juana la manchó enterita. Y mi Catalina, con las demás, hubieron de apañarla otra vez, porque no la iban a mandar al encuentro del Modesto así, hecha un nazareno.

28

La mañana amanecía fresca. El hijo mayor de los marqueses de Senara despertó con las primeras luces que iluminaron el pabellón. Había dormido inquieto. Escuchó unas campanadas y al acabar de contarlas, saltó de la cama para ir en busca de su hermano. Consideró que era una buena hora para marcharse. Debía contarle la conversación que mantuvo el día anterior con doña Carmen, ponerle en guardia frente a las acusaciones de Isidora y advertirle de que esa mujer podía poner en peligro su futuro matrimonio. Y no era conveniente hacerlo allí. Leandro hubiera querido despedirse de Victoria, pero Felipe se impuso, insistió en que el calor no era buen compañero de viaje y abandonaron «Los Negrales» antes de que el sol levantara. Sólo cuando estuvieron a distancia del cortijo, el hermano mayor le expuso al pequeño el tema que le inquietaba.

—Nos reconoció perfectamente.

—¿La que corría como un potro salvaje?

—Sí, Leandro. Y está dispuesta a amargarnos la vida. Si nuestro padre se entera, no quiero ni pensar de lo que sería capaz.

—Pero si nosotros no hicimos nada.

Esa misma tarde, Felipe envió un correo militar al cortijo con un sobre que contenía los documentos que esperaba doña Carmen. Poco después de la llegada del mensajero, en su camino hacia la cocina, Isidora vio salir del comedor a doña Ida con su hermana y con su sobrina. Doña Ida se acercó a ella sonriendo con un papel en la enano.

—Nos vamos, Isidora, mi marido viene a buscarnos mañana.

Y la abrazó. La sirvienta fue incapaz de reaccionar ante aquella muestra de cariño efusivo y mantuvo sus brazos pegados al cuerpo.

—Isidora, no te quedes ahí hecha un pasmarote, ve con Joaquina a hacer las maletas de mi hermana y de las niñas, y dile antes a Justa que les prepare algo de comida fría para el viaje, y que les haga galletas de nata para que se las lleven. Y cuando hayas acabado, vas al gabinete, que tengo que enseñarte unos documentos.

Emocionada y perpleja por el afecto que acababan de mostrarle, Isidora se retiró hacia atrás. Doña Carmen recriminó a su hermana, hablándole entre dientes, de soslayo, apenas sin mover los labios.

—Eres de lo que no hay, Ida. ¿Cómo se te ocurre abrazar a Isidora?

—Porque estoy muy contenta.

—Así no me extraña que te pierdan el respeto las tuyas, con esas confianzas que les das.

Doña Ida le pidió a su sobrina que fuera ella a disponer que preparasen la comida.

—Y dile a Justa que si hace tortillas no les ponga cebolla, que a Pachi y a Elvira no les gusta.

Después se acercó a Isidora, la tomó del brazo y le dijo que no se preocupara de las maletas, que había tiempo de sobra, y que fuera al gabinete a ver si ella tenía también una buena noticia.