No andaba de novia con nadie. Había un muchacho de buen corazón que se arrimaba siempre a ella para pisar la uva. Andaban juntos a la vendimia, y juntos a Rabogato a arrancarle los chupones a los olivinos nuevos. Mi santa barruntaba que iban para novios, pero cuando la Inma nos vino como nos vino, nos dio por cierto que ese muchacho no era. Y ese muchacho no era, ese muchacho llevó el alma partida desde que la Inma entró a servir en la casa azul y dejó de ir con él al campo. Y luego después, cuando nos llegó aumentada y no lo quiso ver más, se vino abajo porque sabía de cajón las razones que tenía para no querer verlo. ¿Me comprende usted?

Ni a él, ni a nadie se lo dijo. ¿Qué se le va a hacer? Porfió un porrón de veces que ese niño no tenía padre. Y nunca lo tuvo.

Ahí está. Y eso que mi santa siempre quiso enterarse de la tierra que pisaba la niña. Lo que uno quiere para sus hijos. Un caminito bueno. Y saber con quién anda. Y saber dónde está. Y de dónde viene.

Por lo mismo, la Catalina la puso a servir donde el duque ciego, porque no le gustaba que faenara en el campo. Pero las cosas no son como queremos que sean, señor comisario, son como son. Así lo aprendí yo de don Julio, un viajero que me compró un botijo un día de mucha calor. Venía de Portugal, y llegó todo colorado porque no tenía costumbre de estas sofoquinas. Mi santa le estaba mirando a él, y él estaba mirando al cielo, que parecía que nos iba a freír. Se nos va a caer encima ese sol, nos dijo el forastero, y nos va a aplastar. Así quiero tener yo los ojos, Antonio, tan azules, me soltó a mí la Nina. Me lo soltó bajino, pero él lo oyó. Las cosas son como son, señora, no como queremos que sean. Señora la llamó. Señora. Si le hubiera visto usted la cara, a la Nina. Y luego volvió a llamárselo. Señora, Julio Romero de Torres le ponía a las mujeres dos soles negros. Ése era un pintor de Córdoba, ¿sabe usted? Nos lo contó luego don Julio, que era bien dicharachero. Y después le dijo a la Catalina que ella era como las que pintaba el de Córdoba. Y se fue para León. Nunca volvimos a verlo, pero a mí no se me despinta el semblante de mi santa cuando le dijo lo que le dijo. Y es que no hay como comparar a una mujer con algo bonito, para que se le ponga cara de tonta.

Y a ella menos, qué se le había de olvidar a ella. En lo que le quedaba de vida, ni lo que dijo, ni a don Julio olvidó nunca.

No vea lo pinturera que andaba mi Catalina desde entonces, presumiendo de estampa.

26

El tiempo pasaba con demasiada lentitud para Aurora. Esperaba. Sólo esperaba el regreso del doctor Palacios. Zacarías acababa de traer un sobre. Venía de Teruel. Ella leyó el remite y lo quemó sin abrirlo, como hacía siempre que le llegaba una carta del médico. Leía el remite y eso le bastaba para saber que continuaba con vida, pero no se atrevía a enfrentarse a las palabras que pudiera decirle y menos aún a la necesidad de contestarlas. Contempló las llamas que se consumían y el vuelo de las cenizas, sabiendo que la ansiedad se adueñaría de nuevo de ella hasta la llegada de la siguiente carta. Tomó su rosario de cuentas de cristal y se sentó en su mecedora mirando hacia el porche, recordando a Felisa. Se disponía a rezar cuando Catalina entró en su habitación.

—Cucha las niñas, se creen que porque vienen de fuera saben más que los que vivimos aquí.

—¿Qué te pasa, Catalina?

—Me pasa que esas señoritas del pan pringado se las dan de postín sólo porque viven en Pamplona. Y la que tiene nombre de niño se ha empeñado en que se llama igual que mi madre. Y Pachi no tiene punto de compararse a Quica, ¿a que no?

—Los dos nombres vienen de san Francisco.

—Eso no puede ser.

—Sí puede ser. Igual que Paco, y Frasco.

—¿Cómo va a ser eso?

—Es así, Nina.

—Será así, si usted lo dice. Pero la más chica, la muy trolera, me quiere dar en creer que los morgaños son arañas, y que los alcauciles son alcachofas y los peros manzanas. Y la Elvira se empeña en que las salamanquesas son lagartijas y que son lo mismo que las salamandras. Y eso sí que no.

—¿Y qué más te da a ti?

—Me da más que rabia, la finolis ésa. ¿Pues no que va y dice que las paneras no son para lavar, que son para el pan? Y se pone que yo no sé nada porque no sé leer. Y le he entrado la mano en la lavaza, para que se entere, y le he dicho que no sé leer pero sé lo que es una panera. Toma castaña.

—Anda, ven aquí. Y no te enfades. ¿Quieres que yo te enseñe a leer?

—¡Fo!, ¿usted puede eso?

—Sí. Y a escribir también. Y no digas fo, que está muy feo. Ni cucha, ni chacha.

—¿Y por qué está feo?

—Porque está feo. Acércate, que vamos a empezar ahora mismo.

Isidora subía la escalera de prisa, a la hija de Quica se le había olvidado ir a la cocina a recoger la merienda de la enferma, y ella iba a avisarla, cuando se tropezó con Victoria.

Las dos mujeres se encontraban frente a frente, por primera vez a solas, desde que la sirvienta regresó a «Los Negrales». La hija mayor de doña Carmen supo del dominio que ejercía sobre la sirvienta cuando Isidora pasó a su lado en silencio.

—Se dice buenas tardes.

—Buenas tardes, señorita.

—¿Has visto a mi madre?

—La señora está en el gabinete, que ha venido la peluquera a pelarla.

Ambas siguieron su camino. Victoria bajó la escalera mirando a Isidora. Y ella la subió sin mirarla.

—¿Da usted su permiso?

—Pasa.

—¿Me puedo llevar a la Nina, señorita Aurora? Justa está preparando la merienda y es tiempo ya de que se la suba.

—Tráemela tú. Nina está haciendo algo más importante.

La hija de Quica le enseñó orgullosa un cuaderno y un lápiz y se los puso en las manos. Isidora vio la primera hoja, con letras que parecían grabadas a punzón en lugar de escritas.

—Ten, míralos, me los ha dado ella. Son míos para siempre.

Y volviéndose hacia la enferma, mostró su desconfianza ante un regalo que dudaba poder conservar.

—¿Son míos, no?, que lo que se da no se quita porque viene santa Rita y te corta las manitas.

—Claro que son tuyos, pero no tienes que apretar tanto, que vas a romper la punta del lápiz. Venga, sigue con la A, que todavía parece una cosa rara en vez de una letra.

—Parece una casa mal hecha, ¿a que sí?

Isidora se acercó a Catalina, le acarició la cicatriz, la besó en la frente y le pidió que dibujara la A. Fue la primera vez que la vio escribir. La niña se agarró al lápiz como si temiera caerse, sacando la punta de la lengua. Y la suya asomó a sus labios.

Al llegar a la cocina, Isidora encontró a Justa hablando sola, malhumorada trajinaba en los fogones y no la vio entrar.

—Cucha, ni que esto fuera una fonda. Por si fuéramos pocos, dos más. Me cago en la mar salada y en los peces de colores, nosotros le entregamos la comida al ejército y el ejército viene a comer aquí.

—¿Qué te pasa, Justa?

—¿Que qué me pasa? Me pasa que cuando hay, se puede repartir, pero cuando no hay es menester inventarse el reparto. Y a ver qué carajos me invento yo hoy para la cena.

—Haz cualquier cosa.

—Eso le dije yo a la señora, que haría cualquier cosa. Y, ¿sabes qué me contestó? Que de ninguna de las maneras. Que nada de cualquier cosa. Que quería darles una buena cena a esos dos.

—¿A qué dos?

Los hijos de los marqueses de Senara habían llegado a «Los Negrales» . Isidora escuchó a Justa sin dejar traslucir el desasosiego que le produjo la noticia, y buscó una excusa para marcharse a casa y retrasar el encuentro que tanto temía.

Dejó a la cocinera con sus quejas y salió al patio. Allí encontró a las hijas de doña Ida, que jugaban sentadas en el suelo, cantando con la espalda contra la pared.

—Los moros vienen.

—¿A qué?

—A mataros.

—¿Con qué?

—Con un cuchillo.

—¿De qué?

—De acero.

—Que se levante mi compañero, que está el primero.