El matrimonio se instaló en la casa que construyó Modesto en menos de un mes, a las afueras del cortijo. La recién casada iba y venía a «Los Negrales», corriendo siempre, con el temor de encontrarse en el camino a los que no deseaba volver a ver nunca. Sabía que aquel encuentro era inevitable, que los hijos de los marqueses de Senara se cruzarían con ella. Corría. Y antes de correr, cada mañana, cuando su marido ya se había marchado al campo, manipulaba en su interior una ramita de perejil, después de haberse encaramado a la mesa camilla y de saltar con ímpetu al suelo para deshacer lo que temía que el destino había hecho. Corría hasta la extenuación, tras haber repetido los brincos desde la camilla una y otra vez, sintiendo que llevaba una herida en lo profundo que sólo podía curarse si sangraba.

Pero Isidora podría haberse evitado tanto esfuerzo, porque en su vientre no había embarazo. Y lo supo una tarde, al levantarse de la silla de anea donde estaba cosiendo. Joaquina repasaba a su lado el dobladillo de un vestido azul. Le dijo que se había manchado la falda, y se extrañó al verla sonreír.

—Chacha, qué pocas entrañas tienes. ¿No te han dicho a ti que los hijos son la alegría para un matrimonio?

—Los hijos que manda Dios, Joaquina.

—Cucha, ¿y quién había de mandarlos? ¿Es que tú no quieres preñarte?

—Ahora sí.

—Que te compre quien te entienda, hija. Lo que es yo, daría la vida porque Marciano me hubiera hecho uno antes de morirse. Uno, o dos.

Su herida sangraba por fin. Isidora corrió en sentido contrario, hacia su casa, para lavarse y cambiarse, y volver limpia. Limpia. Restregó su falda, golpeándola contra la tabla de madera con fuerza y rabia. Y al volver al cortijo, cedió a la necesidad a la que se había negado hasta entonces: abrazar a la hija de Quica.

Desde que la pequeña llegó al cortijo, Isidora procuró no prestarle mucha atención. Cuando la señora le encomendó que le enseñara las faenas de la casa, y le advirtió de que no sabía que habían violado a su madre, y de que nunca debía saberlo, se la llevó sin mirarla al patio de atrás. No quería que la niña adivinara en su rostro el recuerdo que le invadía al mirarla. No quería ver en su cicatriz el filo de un cuchillo, el que le arrebató al asesino de su madre aquella misma mañana. Se negaba a recordar los ojos demasiado abiertos de aquel hombre que yacía sobre el cuello degollado de Quica, jadeando y gimiendo, demasiado atento a su botín para advertir la llegada de Isidora, demasiado atento como para notar que había aflojado la mano, dejando caer su daga. No quería ver en la hija de la lavandera otra mirada, la de unos ojos mancillados, aquellos otros ojos que ella misma cerró, después de coger la medalla que Quica tenía muy cerca de los labios.

La niña dijo que se sentía mal, nada más bajar del automóvil. Y antes de que Isidora pudiera prepararle una manzanilla, vomitó cuanto llevaba en el estómago. Fue Justa quien le sujetó la frente con una mano y le empapó la nuca con agua fría.

—Chacha, en mi puñetera vida he visto arrojar de estas maneras. Tú no estás nada de buena, criatura. Estás más amarilla que una sandía de invierno.

—Sí estoy buena, es que ese trasto se menea como una mula mal encabritada.

Cuando se recuperó, Isidora le preguntó qué sabía hacer, y la niña contestó que era lavandera, como su madre. A la mañana siguiente, Isidora le colocó un pequeño lebrillo y una tabla de lavar en el patio de la cocina. Comenzó por darle prendas pequeñas, las que creyó que podía manejar, pero la rapidez y la destreza de la chiquilla le demostraron en seguida que podía hacerse cargo de toda la colada. Lavaba por las mañanas, mientras Isidora atendía a la hija enferma de los Albuera. Y cuando Isidora cosía por las tardes, era la niña la que atendía a la novicia. Así lo dispuso Isidora, para no verla. Para que la niña no descubriera en su rostro el rostro violado de su madre. Para que no lo adivinara nunca.

Pero aquella tarde, cuando supo que Dios no le mandaba un hijo, deseó abrazar a la hija de Quica, a la niña que le había puesto en su camino y que ella no había querido aceptar. Y deseó darle el afecto que le había negado desde el día en que llegó huérfana a «Los Negrales», con una venda tapándole la mitad de la cara.

25

Dígame, señor comisario, ¿por qué le he visto yo en los ojos que no lo han de soltar?

¿La escopeta? ¿Qué escopeta? Si el Paco no tiene ninguna.

¿Y un sumario, qué es?

Ah.

¿Y no me puede usted adelantar nada sin faltar al secreto?

No sé.

Pero digo yo, aunque usted sepa poco, se figurará algo. Me podrá contar cuando menos lo que se figura que a nadie le pueden prohibir pensar por su cuenta, y decir lo que piensa.

En la chocita de la miajada de arriba duerme él muchas veces, sí, en el verano, que allí se está más fresquito y los borregos mucho le temen a la calor. ¿Allí es donde han encontrado la escopeta?

¿El perro los ha llevado hasta ella?

El Pardoes ése. Sí que es listo el animal, y vale, se echa a las patas de los borregos y junta él solito el rebaño entero. Sí sabe, sí que sabe el Pardo. Pero lo que el perro no puede saber, y es imposible que lo sepa, es si mi Paco la escondió, o fue otro.

Pero mire usted, aunque allí la hubieran encontrado, mi nieto no ha pegado un tiro en la vida.

No sabe, qué ha de saber. Ni sabe ni podría, máxime con esa manita. Si hasta se libró del servicio, lo dieron de inútil por lo de la mano, que por lo mismo no pudo aprender el oficio de la familia, que se acabó conmigo, y tuvo que pedirle al señorito que le dejara pastorear sus rebaños.

Y más lástima me da a mí. Más que lástima, coraje me da, que yo fui alfarero como lo fue mi padre, y el padre de mi padre y el abuelo de mi abuelo, y todos pudimos disponer de lo nuestro, mal que bien, levantando con las propias manos los cántaros propios, y poniendo nosotros el precio. Y nunca nos ha faltado lo más preciso, ni siquiera en los años del hambre. Y mi nieto se ha visto obligado a ganarse el pan y dejar la vida arreando al monte los borregos de otros, que no los ha de catar. Y ha tenido que destetar a los más chicos y ver a los señoritos cómo se los llevaban, para llenarlos de lazos de colores el día de la Aleluya. Vestiditos de pastores y de pastoras los paseaban por la pradera, amarraítos con un cordel, y luego lloraban por ellos y se negaban a comerlos. ¿Usted se la ha visto?

La mano.

A mi Paco.

¿Y cree que con eso puede pegar tiros?

Nació ya perjudicado. La Inma tardó tres días en echarlo del vientre. No le daba de sí sálvese la parte, y la criaturita no cabía. Mi Catalina arrimó unos cuantos braseros de picón a las piernas abiertas de la hija, y otros cuantos le arrimó mi madre, que iba y venía a la casa del Tomás porque a la nuera se le ocurrió alumbrar a la par que a la Inma y la comadrona no daba a basto. Pero mi nieto no encontraba la luz por donde había de ver el mundo, y después de tres días sacó la manita por la angostura de la madre; la manita sacó lo primero, como si el angelito estuviera pidiendo ayuda. Y mi santa tiró de ella. La Inma pegó un grito más fuerte que todos los que había pegado en el calvario que pasó para morirse, y se fue en el momento en el que llegó su hijo. Lo primero que oyó mi nieto fue el chillo de la madre, y él chilló también. Pero mi hija ya no pudo oírle.

¿Padre? Nunca tuvo. Yo le quise meter una buena tunda a la Inma cuando se nos vino a decir que traía la barriga llena, pero mi santa me aguantó la mano y terció que si no me acordaba de lo mío. Aunque luego fue ella la que agarró la alpargata cuando la hija corría a esconderse cada vez que le preguntaba quién le había arrancado la honra, y fui yo quien la frenó de matarla y le dije a la Catalina que era de preferir no saberlo, que si una mujer da la cara por un hombre en estas cuestiones es porque sabe que él no va a darla por ella. Pero le juro, señor comisario, que si yo me hubiera enterado de quién era el que perdió a mi María Inmaculada de la Purísima Concepción, ese malnacido no se escapa. Del cogote lo hubiera llevado yo al altar, o a la muerte.