Habían recorrido tres cuartas partes del camino cuando vieron a Jackson. Estaba tendido sobre las duras rocas, completamente inmóvil. El doctor Holt descendió rápidamente del tractor, cargó con el cuerpo de su compañero y lo transportó al compartimiento regulado para la presión.

—¿Está vivo? —preguntó Harper en tono inquieto, mientras volvía a poner el motor en marcha.

—Creo que sí. Es un escape muy lento, y ha tenido la precaución de abrir del todo la espita del oxigeno.

Empezó a desenroscar el capuchón de Jackson.

El geólogo se estremeció. Sus labios temblaron, y abrió los ojos.

—Davis... —murmuró débilmente—. Estaba a unos cincuenta metros de la nave.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Harper, sin apartar la mirada de la llanura de lava, en la dirección en que se encontraban los restos de la nave.

A la presión atmosférica normal, el doctor Jackson se recobró rápidamente. El color volvió a su rostro e incluso consiguió sentarse.

—No he visto nada —murmuró—. De repente, la nave pareció desintegrarse. Luego, la onda expansiva me lanzó contra una roca, y me di cuenta de que mi traje anti-presión tenía un escape. Abrí del todo la espita del oxígeno y del helio, y recé para que me recogieran ustedes antes de que sucediera lo irremediable.

—¡Miren, allí está! —exclamó Holt.

Señalaba a una figura tendida en el suelo, a unos sesenta metros de distancia. El tractor avanzó en aquella dirección y sus ocupantes pudieron ver que Davis no llevaba el capuchón. Más tarde, cuando el tractor se detuvo, hicieron un horrible descubrimiento: a Davis le faltaba la cabeza.

—¡Pobre diablo! —dijo Harper—. Estaba demasiado cerca.

—Ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta —murmuró el doctor Holt, con voz estrangulada.

—¡Santo cielo! —exclamó Harper, señalando los restos de la nave—. ¡Miren eso!

La nave había sido destruida a conciencia. Las largas patas de araña y el espinazo tubular estaban retorcidos como alambres. La esfera había quedado reducida a una masa de metal derretido. Ningún explosivo conocido podía haber producido aquella enorme cantidad de calor. Lo único que podía haberlo generado —hablando en términos terrestres desde luego— era la energía atómica.

El doctor Jackson fue el primero en romper el silencio.

—Me pregunto —dijo en voz baja—, si nuestro Viernes estará merodeando por aquí.

—No existen muchos lugares para ocultar a un personaje de nueve pies de estatura —dijo Holt—. Ni a su medio de transporte, si es que tiene alguno.

El capitán Harper puso de nuevo el motor en marcha.

—Será mejor que tratemos de encontrar alguna huella —dijo.

El tractor empezó a girar lentamente alrededor de los restos de la nave, en círculos cada vez mayores.

El consejo de guerra, reunido en la unidad-vivienda, fue breve y conciso. Los cinco hombres estaban sentados alrededor de la mesa, fumando y bebiendo café en cantidades superiores a la ración que les correspondía.

—Bien, se ha recibido ya la respuesta de la Tierra —anunció Harper con una mueca—. Lo siento, pero no van a enviar ninguna otra nave hasta que sepan lo que sucede aquí realmente.

—Apuesto lo que quieran a que están ideando ya un bonito epitafio para nosotros —dijo Holt cínicamente.

—Era la respuesta lógica —observó Jackson—. ¿Por qué habrían de poner en peligro a toda la expedición?

—El aspecto ético del problema puede ser dejado para más tarde —dijo el profesor Jantz con una débil sonrisa—. De momento, lo más importante es decidir lo que vamos a hacer.

—Devolver el cumplido —sugirió Holt—. Podemos dirigirnos a su refugio y hacerlo volar. Esto les servirá de aviso, y tal vez les haga meditar sobre la inconveniencia de utilizar medios demasiado expeditivos, a base de energía atómica.

—Si es que era atómica —dijo el profesor Jantz.

—Desde luego, no era H.E. —intervino Jackson—. La esfera quedó medio desintegrada.

—Creo que, en estos momentos. nos estamos mostrando demasiado... belicosos —dijo el profesor—. Después de todo, si nuestros desconocidos amigos llevan algún tiempo en la luna, tienen derecho a sentirse molestos por la presencia de unos intrusos. Pero si permaneciéramos ocultos e inactivos, podrían suponer que nos han destruido a todos.

—Nosotros seguimos sus huellas —replicó Harper—. Evidentemente, ellos siguieron las nuestras. No creo descabellada la suposición de que estén preparando otro obsequio atómico, esta vez tomando como objetivo esta base. En vista del hecho de que han ganado el primer asalto, creo que deberíamos tomar las medidas pertinentes para que no ganen el próximo. Además, uno de nuestros compañeros está muerto, y el doctor Jackson ha sobrevivido por verdadero milagro. Si llegamos un minuto más tarde, estaría tan muerto como el pobre Davis. Cuanto más tiempo permanezcamos inactivos, más posibilidades tendrán esos seres de acabar con nosotros.

—Creo que el capitán Harper tiene razón —dijo Jackson—. Tenemos que hacer algo que sirva para destruirlos o para desanimarlos.

—Vamos a someterlo a votación —dijo el capitán—. Los que estén de acuerdo conmigo. que levanten el brazo.

El único que no levantó el brazo fue el profesor Jantz.

Un par de horas más tarde quedaron terminados los preparativos. Alrededor de la entrada de la base colocaron un campo de minas controladas por radio; los hombres hicieron prácticas de lanzamiento de granadas, y quedaron recompensados al descubrir que la escasa gravedad existente en la luna les permitía lanzar uno de aquellos artefactos con relativa exactitud a más de doscientos metros de distancia. El improvisado cohete de lanzamiento, les permitía enviar cincuenta libras de explosivo de gran potencia a un blanco situado a más de una milla de distancia.

La estrategia del capitán Harper era sumamente sencilla; tenía que serlo, ya que sus recursos eran extremadamente limitados. El cohete de lanzamiento podía ser montado en la torreta del tractor, y tres hombres se harían cargo del vehículo para su misión destructora, en tanto que los otros dos permanecían en la base.

Si el tractor no conseguía regresar de su viaje de cincuenta millas a la semiesfera de metal cerca de la falda de las colinas de Tycho, los supervivientes se encargarían de radiar a la Tierra toda la información posible, mientras permanecían ocultos.

Pegram y el profesor Jantz se quedarían en la base, en tanto que los otros se encargarían de la misión más peligrosa.

Cada uno de los cinco hombres se daba cuenta con amarga claridad de que la suerte de la primera expedición del hombre a la luna pendía de un hilo. Si fracasaban en su intento, pasarían varias décadas antes de que se llevara a cabo otro viaje a aquel planeta.

El tractor quedó cargado con las armas y suministros. Había llegado el momento de emprender la aventura. Los tres hombres montaron en el vehículo, mientras Pegram y Jatz comprobaban que no olvidaban nada.

—A partir de este momento —dijo el capitán Harper por su radio individual—, no estableceremos contacto por radio, a menos que se trate de un caso de vida o muerte. Nuestros amigos pueden disponer de algún aparato detector, y no conviene que les facilitemos las cosas.

—Como científico no estoy de acuerdo con su decisión —dijo el profesor Jantz con ironía—. Pero como hombre... bueno, buena suerte, amigos. Les deseo el mayor de los éxitos.

—Eso espero —murmuró Harper.

—Y si no es así —dijo Holt con una risa nerviosa—, dígales a los de la Tierra que mi último pensamiento se lo dediqué a mamá.

—Estamos luchando por la raza humana —declaró melodramáticamente el doctor Jackson.

Todos estallaron en una carcajada, dando la impresión de que iniciaban la aventura con el corazón alegre y lleno de confianza. El capitán Harper puso en marcha el tractor. Levantando detrás de él una leve nube de polvo lunar, el vehículo se deslizó silenciosamente a través de las cegadoras llanuras de lava.