Los trasgos arrojaron rocas desde lo alto; pero los enanos siguieron adelante, saltaron hasta el pie de la cascada y corrieron a la batalla. Lobos y jinetes caían o huían ante ellos. Thorin manejaba el hacha con mandobles poderosos, y nada parecía lastimarlo.
—¡A mí! ¡A mí! ¡Elfos y hombres! ¡A mí! ¡Oh, pueblo mío! —gritaba, y la voz resonaba como una trompa en el valle.
Hacia abajo, en desorden, los enanos de Dain corrieron a ayudarlo. Hacia abajo fueron también muchos de los hombres del Lago, pues Bardo no pudo contenerlos; y desde la ladera opuesta, muchos de los lanceros elfos. Una vez más los trasgos fueron rechazados al valle, y allí se amontonaron hasta que Valle fue un sitio horrible y oscurecido por cadáveres. Los wargos se dispersaron y Thorin se volvió a la derecha contra la guardia personal de Bolgo. Pero no alcanzó a atravesar las primeras filas.
Ya tras él yacían muchos hombres y muchos enanos, y muchos hermosos elfos que aún tendrían que haber vivido largos años, felices en el bosque. Y a medida que el valle se abría, la marcha de Thorin era cada vez más lenta. Los enanos eran pocos, y nadie guardaba los flancos. Pronto los atacantes fueron atacados y se vieron encerrados en un gran círculo, cercados todo alrededor por trasgos y lobos que volvían a la carga. La guardia personal de Bolgo cayó aullando sobre ellos, introduciéndose entre los enanos como olas que golpean acantilados de arena. Los otros enanos no podían ayudarlos, pues el asalto desde la Montaña se renovaba con redoblada fuerza, y hombres y elfos eran batidos lentamente a ambos lados.
A todo esto, Bilbo miraba con aflicción. Se había instalado en la Colina del Cuervo, entre los elfos, en parte porque quizás allí era posible escapar, y en parte (el lado Tuk de la mente de Bilbo) porque si iban a mantener una última posición desesperada, quería defender al Rey Elfo. También Gandalf estaba allí, sentado en el suelo, como meditando, preparando quizás un último soplo de magia antes del fin.
Éste no parecía muy lejano. «No tardará mucho ya», pensaba Bilbo. «Antes de que los trasgos ganen la Puerta y todos nosotros caigamos muertos o nos obliguen a descender y nos capturen. Realmente, es como para echarse a llorar, después de todo lo que nos ha pasado. Casi habría preferido que el viejo Smaug se hubiese quedado con el maldito tesoro, antes de que lo consigan esas viles criaturas, y el pobrecito Bombur y Balin y Fili y Kili y el resto tengan mal fin; y también Bardo y los hombres del Lago y los alegres elfos. ¡Ay, mísero de mí! He oído canciones sobre muchas batallas, y siempre he entendido que la derrota puede ser gloriosa. Parece muy incómoda, por no decir desdichada. Me gustaría de veras estar fuera de todo esto.»
Con el viento, se esparcieron las nubes, y una roja puesta del sol rasgó el oeste. Advirtiendo el brillo repentino en las tinieblas, Bilbo miró alrededor y chilló. Había visto algo que le sobresaltó el corazón, unas sombras oscuras, pequeñas aunque majestuosas, en el resplandor distante.
—¡Las Águilas! ¡Las Águilas! —vociferó—. ¡Vienen las Águilas!
Los ojos de Bilbo rara vez se equivocaban. Las Águilas venían con el viento, hilera tras hilera, en una hueste tan numerosa que todos los aguileros del norte parecían haberse reunido allí.
—¡Las Águilas! ¡Las Águilas! —gritaba Bilbo, saltando y moviendo los brazos. Si los elfos no podían verlo, al menos podían oírlo. Pronto ellos gritaron también, y los ecos corrieron por el valle. Muchos ojos expectantes miraron arriba, aunque aún nada se podía ver, excepto desde las estribaciones meridionales de la Montaña.
»¡Las Águilas! —gritó Bilbo otra vez, pero en ese momento una piedra cayó y le golpeó con fuerza el yelmo, y el hobbit se desplomó y no vio nada más.
CAPÍTULO XVIII
El viaje de vuelta
CUANDO BILBO SE RECOBRÓ, se encontró literalmente solo. Estaba tendido en las piedras planas de la Colina del Cuervo, y no había nadie cerca. Un día despejado, pero frío, se extendía allá arriba. Bilbo temblaba y se sentía tan helado como una piedra, pero en la cabeza le ardía un fuego.
«Me pregunto qué ha pasado», se dijo. «De todos modos, no soy todavía uno de los héroes caídos; ¡pero supongo que todavía hay tiempo para eso!»
Se sentó, agarrotado. Mirando hacia el valle no alcanzó a ver ningún trasgo vivo. Al cabo de un rato la cabeza se le aclaró un poco, y creyó distinguir a unos elfos que se movían en las rocas de abajo. Se restregó los ojos. ¿Acaso había aún un campamento en la llanura, a cierta distancia, y un movimiento de idas y venidas alrededor de la Puerta? Los enanos parecían estar atareados removiendo el muro. Pero todo estaba como muerto. No se oían llamadas ni ecos de canciones. De algún modo, había una tristeza en el aire.
—¡Victoria después de todo, supongo! —dijo sintiendo el dolor de cabeza—. Bien, la situación parece bastante sombría.
De súbito, descubrió a un hombre que trepaba y venía hacia él.
—¡Hola, ahí! —llamó con voz vacilante—. ¡Hola, ahí! ¿Qué ocurre?
—¿Qué voz es la que habla entre las rocas? —dijo el hombre, deteniéndose y atisbando alrededor, no lejos de donde Bilbo estaba sentado.
¡Entonces Bilbo recordó el anillo! «¡Que me aspen! —pensó—. Esta invisibilidad tiene también sus inconvenientes. De otro modo hubiera podido pasar una noche abrigada y cómoda, en cama.»
—¡Soy yo, Bilbo Bolsón, el compañero de Thorin! —gritó, quitándose de prisa el anillo.
—¡Es una suerte que te haya encontrado! —dijo el hombre adelantándose—. Te necesitan, y estamos buscándote desde hace largo rato. Te habrían contado entre los muertos, que son muchos, si Gandalf el mago no hubiese dicho que no hace mucho habían oído tu voz por estos sitios. Me han enviado a mirar aquí por última vez. ¿Estás muy herido?
—Un golpe feo en la cabeza, creo —dijo Bilbo—. Pero tengo un yelmo, y una cabeza dura. Así y todo me siento enfermo y las piernas se me doblan como paja.
—Te llevaré abajo al campamento —dijo el hombre, y lo alzó con facilidad.
El hombre era rápido y de paso seguro. No pasó mucho tiempo antes de que depositara a Bilbo ante una tienda en Valle; y allí estaba Gandalf, con un brazo en cabestrillo. Ni siquiera el mago había escapado indemne; y había pocos en toda la hueste que no tuvieran alguna herida.
Cuando Gandalf vio a Bilbo se alegró de veras. —¡Bolsón! —exclamó—. ¡Bueno! ¡Nunca lo hubiera dicho! ¡Vivo, después de todo! ¡Estoy contento! ¡Empezaba a preguntarme si esa suerte que tienes te ayudaría a salir del paso! Fue algo terrible, y casi desastroso. Pero las otras nuevas pueden esperar. ¡Ven! —dijo más gravemente—. Alguien te reclama. —Y guiando al hobbit, lo llevó dentro de la tienda.
—¡Salud, Thorin! —dijo Gandalf mientras entraba—. Lo he traído.
Allí efectivamente yacía Thorin Escudo de Roble, herido de muchas heridas, y la armadura abollada y el hacha mellada estaban junto a él en el suelo. Alzó los ojos cuando Bilbo se le acercó.
—Adiós, buen ladrón —dijo—. Parto ahora hacia los salones de espera a sentarme al lado de mis padres, hasta que el mundo sea renovado. Ya que hoy dejo todo el oro y la plata, y voy a donde tienen poco valor, deseo partir en amistad contigo, y me retracto de mis palabras y hechos ante la Puerta.
Bilbo hincó una rodilla, ahogado por la pena.
—¡Adiós, Rey bajo la Montaña! —dijo—. Es ésta una amarga aventura, si ha de terminar así; y ni una montaña de oro podría enmendarla. Con todo, me alegro de haber compartido tus peligros: ha sido más de lo que cualquier Bolsón hubiera podido merecer.