—¡Deteneos! —gritó Gandalf, que apareció de repente y esperó de pie y solo, con los brazos levantados, entre los enanos que venían y las filas que los aguardaban—. ¡Deteneos! —dijo con voz de trueno, y la vara se le encendió con una luz súbita como el rayo—. ¡El terror ha caído sobre vosotros! ¡Ay! Ha llegado más rápido de lo que yo había supuesto. ¡Los trasgos están sobre vosotros! Ahí llega Bolgo del Norte, cuyo padre, ¡oh, Dain!, mataste en Moria. ¡Mirad! Los murciélagos se ciernen sobre el ejército como una nube de langostas. ¡Montan en lobos, y los wargos vienen detrás!
El asombro y la confusión cayó sobre todos ellos. Mientras Gandalf hablaba, la oscuridad no había dejado de crecer. Los enanos se detuvieron y contemplaron el cielo. Los elfos gritaron con muchas voces.
—¡Venid! —llamó Gandalf—. Hay tiempo de celebrar consejo. ¡Que Dain hijo de Nain se reúna en seguida con nosotros!
Así empezó una batalla que nadie había esperado; la llamaron la Batalla de los Cinco Ejércitos, y fue terrible. De una parte luchaban los trasgos y los lobos salvajes, y por la otra, los Elfos, los Hombres y los Enanos. Así fue como ocurrió. Desde que el Gran Trasgo de las Montañas Nubladas había caído, los trasgos odiaban más que nunca a los enanos. Habían mandado mensajeros de acá para allá entre las ciudades, colonias y plazas fuertes, pues habían decidido conquistar el dominio del Norte. Se habían informado en secreto, y prepararon y forjaron armas en todos los escondrijos de las montañas. Luego se pusieron en marcha, y se reunieron en valles y colinas, yendo siempre por túneles o en la oscuridad, hasta llegar a las cercanías de la gran Montaña Gunabad del Norte, donde tenían la capital. Allí juntaron un inmenso ejército, preparado para caer en tiempo tormentoso sobre los ejércitos desprevenidos del Sur. Estaban enterados de la muerte de Smaug y el júbilo les encendía el ánimo; y noche tras noche se apresuraron entre las montañas, y así llegaron al fin desde el norte casi pisándole los talones a Dain. Ni siquiera los cuervos supieron que llegaban, hasta que los vieron aparecer en las tierras abruptas, entre la Montaña Solitaria y las colinas. Cuánto sabía Gandalf, no se puede decir, pero está claro que no había esperado ese asalto repentino.
Éste fue el plan que preparó junto con el Rey Elfo y Bardo; y con Dain, pues el señor enano ya se les había unido: los trasgos eran enemigos de todos, y cualquier otra disputa fue en seguida olvidada. No tenían más esperanza que la de atraer a los trasgos al valle entre los brazos de la Montaña, y ampararse en las grandes estribaciones del sur y el este. Aun de este modo correrían peligro, si los trasgos alcanzaban a invadir la Montaña, atacándolos entonces desde atrás y arriba; pero no había tiempo para preparar otros planes o para pedir alguna ayuda.
Pronto pasó el trueno, rodando hacia el sudeste; pero la nube de murciélagos se acercó, volando bajo por encima de la Montaña, y se agitó sobre ellos, tapándoles la luz y asustándolos.
—¡A la Montaña! —les gritó Bardo—. ¡Pronto, a la Montaña! ¡Tomemos posiciones mientras todavía hay tiempo!
En la estribación sur, en la parte más baja de la falda y entre las rocas, se situaron los Elfos; en la del este, los Hombres y los Enanos. Pero Bardo y algunos de los hombres y elfos más ágiles escalaron la cima de la loma occidental para echar un vistazo al norte. Pronto pudieron ver la tierra a los pies de la montaña, oscurecida por una apresurada multitud. Luego la vanguardia se arremolinó en el extremo de la estribación y entró atropelladamente en Valle. Éstos eran los jinetes más rápidos, que cabalgaban en lobos, y ya los gritos y aullidos hendían el aire a lo lejos. Unos pocos valientes se les enfrentaron, con un amago de resistencia, y muchos cayeron allí antes de que el resto se retirara y huyese a los lados. Como Gandalf esperara, el ejército trasgo se había reunido detrás de la vanguardia, a la que se habían resistido, y luego cayó furioso sobre el valle, extendiéndose aquí y allá entre los brazos de la Montaña, buscando al enemigo. Innumerables eran los estandartes, negros y rojos, y llegaban como una marea furiosa y en desorden.
Fue una batalla terrible. Bilbo no había pasado nunca por una experiencia tan espantosa, y que luego odiara tanto, y esto es como decir que por ninguna otra cosa se sintió tan orgulloso, hasta tal punto que fue para él durante mucho tiempo un tema de charla favorito, aunque no tuvo en ella un papel muy importante. En verdad puedo decir que muy pronto se puso el anillo y desapareció de la vista, aunque no de todo peligro. Un anillo mágico de esta clase no es una protección completa en una carga de trasgos, ni detiene las flechas voladoras ni las lanzas salvajes; pero ayuda a apartarse del camino, e impide que escojan tu cabeza entre otras para que un trasgo espadachín te la rebane de un tajo.
Los elfos fueron los primeros en cargar. Tenían por los trasgos un odio amargo y frío. Las lanzas y espadas brillaban en la oscuridad con un helado reflejo, tan mortal era la rabia de las manos que las esgrimían. Tan pronto como la horda de los enemigos aumentó en el valle, les lanzaron una lluvia de flechas, y todas resplandecían como azuzadas por el fuego. Detrás de las flechas, un millar de lanceros bajó de un salto y embistió. Los chillidos eran ensordecedores. Las rocas se tiñeron de negro con la sangre de los trasgos.
Y cuando los trasgos se recobraron de la furiosa embestida, y detuvieron la carga de los elfos, todo el valle estalló en un rugido profundo. Con gritos de «¡Moria!» y «¡Dain, Dain!», los enanos de las Colinas de Hierro se precipitaron sobre el otro flanco, empuñando los azadones, y junto con ellos llegaron los hombres del Lago armados con largas espadas.
El pánico dominó a los trasgos; y cuando se dieron vuelta para enfrentar este ataque, los elfos cargaron otra vez con bríos renovados. Ya muchos de los trasgos huían río abajo para escapar de la trampa; y muchos de los lobos se volvían contra ellos mismos, y destrozaban a muertos y heridos. La victoria parecía inmediata cuando un griterío sonó en las alturas.
Unos trasgos habían escalado la Montaña por la otra parte, y muchos ya estaban sobre la Puerta, en la ladera, y otros corrían temerariamente hacia abajo, sin hacer caso de los que caían chillando al precipicio, para atacar las estribaciones desde encima. A cada una de estas estribaciones se podía llegar por caminos que descendían de la masa central de la Montaña; los defensores eran pocos y no podrían cerrarles el paso durante mucho tiempo. La esperanza de victoria se había desvanecido del todo. Sólo habían logrado contener la primera embestida de la marea negra.
El día avanzó. Otra vez los trasgos se reunieron en el valle. Luego vino una horda de wargos, brillantes y negros como cuervos, y con ellos la guardia personal de Bolgo, trasgos de enorme talla, con cimitarras de acero. Pronto llegaría la verdadera oscuridad, en un cielo tormentoso; mientras, los murciélagos revoloteaban aún alrededor de la cabeza y los oídos de hombres y elfos, o se precipitaban como vampiros sobre la gente caída. Bardo luchaba aún defendiendo la estribación del Este, y sin embargo retrocedía poco a poco; los señores elfos estaban en la nave del brazo Sur, alrededor del rey, cerca del puesto de observación de la Colina del Cuervo.
De súbito se oyó un clamor, y desde la Puerta llamó una trompeta. ¡Habían olvidado a Thorin! Parte del muro, movido por palancas, se desplomó hacia afuera cayendo con estrépito en la laguna. El Rey bajo la Montaña apareció en el umbral, y sus compañeros lo siguieron. Las capas y capuchones habían desaparecido; llevaban brillantes armaduras y una luz roja les brillaba en los ojos. El gran enano centelleaba en la oscuridad como oro en un fuego mortecino.