Se habrían sorprendido si hubiesen visto lo que ocurrió allá abajo en la orilla después de que se fueran, ya caída la noche. Bilbo soltó ante todo un barril y lo empujó hasta la orilla, donde lo abrió. Se oyeron unos quejidos y un enano de aspecto lastimoso salió arrastrándose. Unas pajas húmedas se le habían enredado en la barba enmarañada; estaba tan dolorido y entumecido, con tantas magulladuras y cardenales, que apenas pudo sostenerse en pie y atravesar a tumbos el agua poco profunda; y siguió lamentándose tendido en la orilla. Tenía una mirada famélica y salvaje, como la de un perro encadenado y olvidado en la perrera toda una semana. Era Thorin, aunque sólo podríais reconocerlo por la cadena de oro y por el color del capuchón celeste, ahora sucio y andrajoso, con la borla de plata deslustrada. Tuvo que pasar algún tiempo antes de que volviese a ser amable con el hobbit.
—Bien, ¿estás vivo o muerto? —preguntó Bilbo un tanto malhumorado. Quizás había olvidado que él por lo menos había tenido una buena comida más que los enanos, y también los brazos y piernas libres, y no hablemos de la mayor ración de aire—. ¿Estás todavía preso o libre? Si quieres comida, y si quieres continuar con esta estúpida aventura (es tuya al fin y al cabo, y no mía), mejor será que sacudas los brazos, te frotes las piernas e intentes ayudarme a sacar a los demás, mientras sea posible.
Por supuesto, Thorin entendió la sensatez de estas palabras, y luego de unos cuantos quejidos más, se incorporó y ayudó al hobbit lo mejor que pudo. En la oscuridad, chapoteando en el agua fría, tuvieron una difícil y muy desagradable tarea tratando de dar con los barriles de los enanos. Dando golpes fuera y llamándolos, sólo descubrieron a unos seis enanos capaces de contestar. A éstos los desembalaron y ayudaron a alcanzar la orilla, y allí los dejaron, sentados o tumbados, quejándose y gruñendo. Estaban tan doloridos, entumecidos y empapados que apenas se daban cuenta de que los habían liberado o de que había razones para que se mostraran agradecidos.
Dwalin y Balin eran dos de los más desafortunados, y no valía la pena pedirles ayuda. Bifur y Bofur estaban menos magullados y más secos, pero permanecían tumbados y no hacían nada. Fili y Kili, sin embargo, que eran jóvenes (para un enano) y que habían sido mejor embalados, con paja abundante y en toneles pequeños, emergieron casi sonrientes, con alguna que otra magulladura y un entumecimiento que pronto les desapareció.
—¡Espero no oler nunca más una manzana! —dijo Fili—. Mi cuba estaba toda impregnada de ese aroma. No oler ninguna otra cosa que manzanas cuando apenas puedes moverte y estás helado y enfermo de hambre, es enloquecedor. Me comería hoy cualquier cosa de todo el ancho mundo durante horas y horas... ¡pero nunca una manzana!
Con la voluntariosa ayuda de Fili y Kili, Thorin y Bilbo descubrieron al fin al resto de la compañía y los sacaron de los barriles. El pobre gordo Bombur parecía dormido o inconsciente; Dori, Nori, Ori, Oin y Gloin habían tragado mucha agua y estaban medio muertos. Tuvieron que transportarlos uno a uno y depositarlos en la orilla.
—¡Bien! ¡Aquí estamos! —dijo Thorin—. Y supongo que tenemos que agradecerlo a nuestras estrellas y al señor Bolsón. Estoy seguro de que tiene derecho a esperarlo, aunque desearía que hubiese organizado un viaje más cómodo. No obstante... todos a vuestro servicio una vez más, señor Bolsón. Sin duda alguna nos sentiremos debidamente agradecidos cuando hayamos comido y nos recuperemos. ¿Qué hacemos mientras tanto?
—Yo propondría la Ciudad del Lago —dijo Bilbo—. ¿Qué otra cosa se puede hacer?
Nadie, desde luego, pudo proponer algo distinto; así que dejando a los otros, Thorin y Fili y Kili y el hobbit siguieron la orilla hasta el puente. A la cabecera había guardias, aunque la vigilancia no parecía muy estricta, y no era realmente necesaria desde hacía mucho tiempo. Excepto por ocasionales riñas a causa de los peajes del río, eran amigos de los Elfos del Bosque. Otros pueblos estaban muy lejos, y algunos de los más jóvenes de la ciudad ponían abiertamente en duda la existencia de cualquier dragón en la Montaña, y se burlaban de los barbigrises y vejetes que decían haberlo visto volar por el cielo en sus años mozos. Por todo esto, no es de extrañar que los guardias estuviesen bebiendo y riendo junto al fuego dentro de la cabaña, y no oyesen el ruido de los enanos que eran desembalados, o los pasos de los cuatro exploradores. El asombro de los guardias fue enorme cuando Thorin Escudo de Roble cruzó la puerta.
—¿Quién eres y qué quieres? —gritaron poniéndose en pie de un salto y buscando a tientas las armas.
—¡Thorin hijo de Thrain hijo de Thror, Rey bajo la Montaña! —dijo el enano con voz recia, y realmente parecía un rey, aun con aquellas rasgadas vestiduras y el mugriento capuchón. El oro le brillaba en el cuello y en la cintura; y tenía ojos oscuros y profundos—. He regresado. ¡Deseo ver al gobernador de la ciudad!
Hubo entonces un tremendo alboroto. Algunos de los más necios salieron corriendo como si esperasen que la Montaña se convirtiese en oro por la noche y todas las aguas del Lago se pusiesen amarillas de un momento a otro. El capitán de la guardia se adelantó.
—¿Y quiénes son éstos? —preguntó señalando a Fili, Kili y Bilbo.
—Los hijos de la hija de mi padre —respondió Thorin—. Fili y Kili de la raza de Durin, y el señor Bolsón, que ha viajado con nosotros desde el Oeste.
—¡Si venís en paz arrojad las armas! —dijo el capitán.
—No tenemos armas —dijo Thorin, y era bastante cierto: los cuchillos se los habían sacado los Elfos del Bosque, y también la gran espada Orcrist. Bilbo tenía su daga, oculta como siempre, pero no habló—. No necesitamos armas, volvemos por fin a nuestros dominios, como se decía en otro tiempo. No podríamos luchar contra tantos. ¡Llévanos al gobernador!
—Está en una fiesta —dijo el capitán.
—Más motivo entonces para que nos lleves a él —estalló Fili, ya impaciente con tanta solemnidad—. Estamos agotados y hambrientos después de un largo viaje y tenemos camaradas enfermos. Ahora date prisa y no charlemos más, o tu señor tendrá algo que decirte.
—Seguidme entonces —dijo el capitán, y rodeándolos con seis de sus hombres los condujo por el puente, a través de las puertas, hasta el mercado de la ciudad. Éste era un amplio círculo de agua tranquila rodeada por altos pilotes sobre los que se levantaban las casas más grandes, y por largos muelles de madera con escalones y escalerillas que descendían a la superficie del lago. De una de las casas llegaba el resplandor de muchas luces y el sonido de muchas voces. Cruzaron las puertas y se quedaron parpadeando a la luz, mirando las largas mesas en las que se apretaba la gente.
—¡Soy Thorin hijo de Thrain hijo de Thror, Rey bajo la Montaña! ¡He regresado! —gritó Thorin con voz recia desde la puerta, antes de que el capitán pudiese hablar.
Todos se pusieron en pie de un salto. El gobernador de la ciudad se movió nervioso en la gran silla. Pero nadie se levantó con mayor sorpresa que los elfos, sentados al fondo de la sala. Precipitándose hacia la mesa del gobernador gritaron juntos:
—¡Éstos son prisioneros de nuestro rey que han escapado, enanos errantes y vagabundos que ni siquiera pudieron decir nada bueno de sí mismos y que merodean por los bosques y molestan a nuestra gente!
—¿Es eso cierto? —preguntó el gobernador. En realidad esto le parecía más probable que el regreso del Rey bajo la Montaña, si semejante persona había existido alguna vez.
—Es cierto que el Rey Elfo nos hizo prisioneros por error y nos encarceló sin causa alguna, cuando regresábamos a nuestro país —respondió Thorin—. Mas ni candados ni barrotes pueden impedir el retorno anunciado antaño, y no estamos en los dominios de los Elfos del Bosque. Hablo al gobernador de la ciudad de los Hombres del Lago, no a los almadieros del rey.