Hubo un poderoso movimiento de pértigas. Los elfos que estaban en los bajíos impelían y empujaban. Los barriles, ahora amarrados entre sí, se rozaban y crujían.
—¡Es una carga pesada! —gruñían algunos—. Flotan muy bajos..., algunos no están del todo vacíos. Si hubiesen llegado a la luz del día podríamos haberles echado una ojeada —dijeron.
—¡Ya no hay tiempo! —gritó el elfo de la almadía—. ¡Empujad!
Y allá fueron por fin, lentamente al principio, hasta que dejaron atrás el cabo rocoso, donde otros elfos esperaban para apartarlos con pértigas, y luego más y más rápido cuando entraron en la corriente principal, y navegaron y fueron alejándose, aguas abajo, hacia el Lago.
Habían escapado de las mazmorras del rey y habían atravesado el bosque, pero si vivos o muertos, todavía estaba por verse.
CAPÍTULO X
Una cálida bienvenida
EL DÍA CRECÍA MÁS CLARO y caluroso a medida que avanzaban flotando. Luego de un corto trecho, el río rodeaba a la izquierda un repecho de tierra escarpada. Al pie de la pared rocosa que se alzaba como un risco en una llanura, la corriente más profunda fluía lamiendo y borboteando. De repente el risco se estrechó. Las orillas se hundieron. Los árboles desaparecieron. Bilbo miró.
Las tierras se abrían amplias alrededor, cubiertas por las aguas del río que se perdía y se bifurcaba en un centenar de cursos zigzagueantes, o se estancaba en remansos y pantanos con islotes a los lados; pero aun así, una fuerte corriente seguía su curso regular.
¡Y allá, a lo lejos, mostrando la cima oscura entre retazos de nubes, allá amenazadora, asomaba la Montaña! Los picos más próximos de la zona Noroeste y el hundido valle que los unía no alcanzaban a distinguirse. Sola y adusta, la Montaña contemplaba el bosque por encima de los pantanos. ¡La Montaña Solitaria! Bilbo había viajado mucho y había pasado muchas aventuras para verla, y ahora no le gustaba nada.
Mientras escuchaba la conversación de los elfos en la almadía, e hilaba los pedazos de información que dejaban caer, pronto comprendió que era muy afortunado por haberla visto, aun desde lejos. Había sufrido mucho cuando cayó prisionero, y ahora no encontraba una postura cómoda (por no mencionar a los pobres enanos debajo de él), y sin embargo no se había dado cuenta de la suerte que había tenido. La conversación se refería sólo al comercio que iba y venía por los canales y al incremento del tráfico en el río, pues las carreteras del Este que conducían al Bosque Negro habían desaparecido o dejaron de utilizarse; y además los Hombres del Lago y los Elfos del Bosque se habían disputado el dominio del Río del Bosque y el cuidado de las riberas. Estos territorios habían cambiado mucho desde los días en que los enanos moraran en la Montaña, días que para la mayoría de la gente sólo eran ahora una vaga tradición. Habían cambiado aun en años recientes y desde las últimas noticias que Gandalf tenía de ellos. Inundaciones y lluvias habían aumentado el caudal de las aguas en el Este; y había habido uno o dos terremotos (que algunos se inclinaron a atribuir al dragón, mientras señalaban la Montaña con una maldición y un ominoso movimiento de cabeza). Los pantanos y ciénagas se habían extendido más y más a ambos lados. Los senderos habían desaparecido, y los jinetes o caminantes habrían tenido un destino similar si hubiesen intentado encontrar los viejos caminos. El sendero elfo que cruzaba el bosque y que los enanos habían tomado siguiendo el consejo de Beorn, ahora llegaba a un dudoso e insólito final en el borde oriental del bosque; sólo el río era aún un trayecto seguro desde el linde norte del Bosque Negro hasta las lejanas planicies sombreadas por la Montaña; y el río estaba vigilado por el rey de los Elfos del Bosque.
Así que, como veis, Bilbo había tomado al final el único camino que era en realidad bueno. El señor Bolsón habría podido sentirse reconfortado, mientras temblaba sobre los barriles, si hubiese sabido que noticias de todo esto habían llegado a Gandalf allá lejos, preocupándolo de veras, y que estaba a punto de acabar otro asunto (que no viene a cuento mencionar en este relato) y se disponía a regresar en busca de la gente de Thorin. Pero Bilbo no lo sabía.
Todo cuanto sabía era que el río parecía seguir y seguir y seguir, y que él tenía hambre, y un horroroso resfriado de nariz, y que no le gustaba cómo la Montaña parecía fruncir el entrecejo y amenazarlo a medida que se acercaban. Sin embargo, al cabo de un rato, el río tomó un curso más meridional y la Montaña retrocedió de nuevo, y al fin, ya caída la tarde, entre orillas ahora de rocas, el río reunió todas sus aguas errantes en un profundo y rápido flujo, y descendió precipitadamente.
El sol ya se había puesto cuando luego de un recodo y de bajar otra vez hacia el Este, el Río del Bosque se precipitó en el Lago Largo. Las puertas del río se alzaban como altos acantilados, a un lado y a otro, con guijarros apilados en las orillas. ¡El Lago Largo! Bilbo nunca había imaginado que pudiera haber una extensión de agua tan enorme, excepto el mar. Era tan ancho que las márgenes opuestas asomaban apenas a lo lejos, y tan largo que no se veía el extremo norte, que apuntaba a la Montaña. Sólo por el mapa supo Bilbo que allá arriba, donde las estrellas del Carro ya titilaban, el Río Rápido descendía desde el valle desembocando en el Lago, y junto con el Río del Bosque colmaba con aguas profundas lo que una vez tenía que haber sido un valle de piedra grande y hondo. En el extremo meridional las dobles aguas se vertían de nuevo en altas cascadas y corrían de prisa hacia tierras desconocidas. En el aire tranquilo del anochecer el ruido de las cascadas resonaba como un bramido distante.
No lejos de la boca del Río del Bosque se alzaba la extraña ciudad de la que hablaran los elfos, en las bodegas del rey. No estaba emplazada en la orilla, aunque había allí unas cuantas cabañas y construcciones, sino sobre la superficie misma del Lago, en una apacible bahía protegida de los remolinos del río por un promontorio de roca.
Un gran puente de madera se extendía hasta unos enormes troncos que sostenían una bulliciosa ciudad también de madera, no una ciudad de Elfos sino de Hombres, que aún se atrevían a vivir a la sombra de la distante Montaña del dragón. Sacaban aún algún provecho del tráfico que venía desde el Sur, río arriba, y que en el trayecto de las cascadas era transportado por tierra hasta la ciudad; pero en los grandes días de antaño, cuando Valle, en el Norte, era rico y próspero, ellos habían sido poderosos hombres de fortuna; vastas flotas de barcos habían poblado aquellas aguas, y algunos llevaban oro y otros, guerreros con armaduras, y allí se habían conocido guerras y hazañas que ahora eran sólo una leyenda. A lo largo de las orillas podían verse aún los pilotes carcomidos de una ciudad más grande, cuando bajaban las aguas, durante las sequías.
Pero los hombres poco recordaban de todo aquello, aunque algunos todavía cantaban viejas canciones sobre los reyes enanos de la Montaña, Thror y Thrain de la raza de Durin, y sobre la llegada del Dragón y la caída de los Señores de Valle. Algunos cantaban también que Thror y Thrain volverían un día, y que el oro correría en ríos por las compuertas de la Montaña, y que en todo aquel país se oirían canciones y risas nuevas. Pero esta agradable leyenda no afectaba mucho los asuntos cotidianos de los hombres.
Tan pronto como la almadía de barriles apareció a la vista, unos botes a remo salieron desde los pilotes de la ciudad, y unas voces saludaron a los timoneles. Los elfos arrojaron cuerdas y retiraron los remos, y pronto la balsa fue arrastrada fuera de la corriente del Río del Bosque, y luego remolcada, bajo el alto repecho rocoso, hasta la pequeña bahía de la Ciudad del Lago. Allí la amarraron no lejos de la cabecera del puente. Pronto vendrían hombres del Sur y se llevarían algunos de los barriles, y otros los cargarían con mercancías que habían traído para devolverlas río arriba a la morada de los Elfos del Bosque. Mientras, los barriles quedaron en el agua, y los elfos de la almadía y los barqueros fueron a celebrarlo en la Ciudad del Lago.