-¿Cuántos de esos sobres tiene, señor presidente?
El presidente contó.
-Junto con los ya examinados, diecinueve.
Estalló una tempestad de aplausos burlones. Quizá todos contienen el secreto. Propongo que el presidente abra todos y lea todas las firmas que figuran en los papeles… y también que lea las primeras ocho palabras de cada uno.
-¡Apoyo la moción!
Se puso con práctica y se llevó adelante ruidosamente. Entonces el pobre viejo Richards se puso de pie y también su esposa se puso a su lado, con la cabeza gacha, paro que nadie advirtiera sus lágrimas. Su marido le dio el brazo y, mientras la sostenía así, comenzó a hallar con voz trémula:
-Amigos míos… Ustedes nos conocen a los dos, a Mary y a mí, desde que estamos en este mundo, y creo que nos han querido y respetado…
El presidente lo interrumpió:
-Permítame. Es completamente cierto lo que nos dice, señor Richards. Esta ciudad los conoce a ustedes, los quiere, los respeta; más aún, los honra y los ama…
La voz de Halliday resonó de manera estridente:
-¡También ésta es una verdad!
-Si el presidente tiene razón, que el público hable y lo diga.
-¡Arriba! Ahora, vamos…
-¡Hip!
-¡Slip! -¡Hurra!
-¡Todos a una!
El público se puso en pie a la vez, volvió sus rostros hacia la anciana pareja, llenó el aire de una nevada de pañuelos que se agitaban y profirió los vítores con todo
el afecto de su corazón.
Entonces, el presidente prosiguió:
-Lo que yo iba a decir era esto: Conocemos su buen corazón, señor Richards, pero éste no es el momento pura ejercer la caridad con los transgresores de la moral Gritos de: «-¡Exacto! -¡Exacto!..). Leo en el rostro de ustedes dos su generoso propósito, pero no puedo permitirles que defiendan a esos hombres…
-Pero yo iba a…
-Le ruego que tome asiento, señor Richards. Debemos examinar el resto de esos sobres; lo exige la más mínima equidad para con los hombres que hemos dejado ya al descubierto. Apenas se haya hecho esto, le doy mi palabra de que le escucharemos.
MUCHAS VOCES: -¡Muy bien! -¡El presidente tiene razón! -¡No puede permitirse interrupción alguna a estas alturas! -¡Siga! -¡Los nombres! -¡Los nombres! -¡De acuerdo con los términos de la moción!
La anciana pareja se sentó a regañadientes y el marido le murmuró a la esposa:
Es clarísimo tener que esperar. Nuestra vergüenza será mayor que nunca cuando se descubra que sólo íbamos a interceder por nosotros.
Nuevamente volvió a desatarse el alborozo con la lectura de los nombres.
-Usted dista de ser un hombre malo… Firmado, Robert J. Titmarsh.
-Usted dista de ser un hombre malo… Firmado, Eliphalet Weeks. -Usted dista de ser un hombre malo… Firmado, Oscar B. Wilder.
A estas alturas, a la concurrencia se le ocurrió la -¡idea de arrebatar las siete palabras de la boca del presidente. Éste se lo agradeció. A partir de aquel momento levantaba, vez por vez, el papel, y se quedaba esperando. Y, cada vez, los presentes entonaban las siete palabras con un efecto compacto, sonoro y cadencioso (que, por otra parte, mostraba un audaz y parecido con un bien conocido salmo religioso). Usted distaaa de ser un maaaalo hombre maaaalo. Luego el presidente decía: “Firmado, Achibald Wilcox”. Y así sucesivamente, nombre tras nombre, y todos lo pasaban cada vez mejor y se sentían más satisfechos, salvo los desventurados diecinueve. De vez en cuando, al pronunciarse un nombre particularmente brillante, el público hacía esperar al presidente mientras canturreaba el total de la frase, desde el principio hasta las palabras finales -¡E irá al infierno y a Hadleyburg…; procure que sea lo primeeeero!», y en esos casos especiales, los presentes añadían un magnífico y atormentado e imponente ¡Amén!»
La lista mermaba, mermaba, mermaba, mientras el pobre viejo Richards llevaba la cuenta, experimentando un sobresalto cuando se leía un nombre parecido al suyo y esperando, con dolorosa expectación, que llegara el momento en que tendría el penoso privilegio de ponerse de pie con Mary y de acabar su defensa, que se proponía cerrar con estas palabras: “…porque, hasta ahora, jamás hemos hecho nada in y correcto y hemos seguido nuestro humilde camino de nudo irreprochable. Somos muy pobres, .somos viejos ~ no tenemos quien cuide de nosotros: nos veíamos terriblemente tentados, y caímos. Cuando me levante antes, mi propósito era confesar y pedir que no fuese leído en este lugar público, porque nos podría que no podríamos soportarlo, pero se me impidió hacerlo. Es justo. Nos correspondía sufrir con los demás. Esto ha sitio duro para nosotros. Es la primera vez que hemos oído salir mancillado nuestro nombre de unos labios. Sean ustedes misericordiosos, en nombre de días mejores. Hagan que nuestra ve riqueza sea leve de llevar, en la medida concedida por vuestra caridad.
En este punto de sus meditaciones, Mary le dio un codazo al advertirle distraído. El público canturreaba “Usted dista de …”, etcétera.
-Prepárate -murmuró Mary.- Tu nombre llegará de un momento a otro; ha leído dieciocho.
El salmodiar terminó.
-¡El próximo! -¡El próximo! -¡El próximo!- llegó una andanada de todos los presentes.
Burgess metió la mano en el bolsillo. La anciana pareja, trémula, empezó a levantarse. Burgess hurgó un momento en sus bolsillos y luego dijo:
-Por lo visto ya los he leído todos.
Desfallecida por la alegría y la sorpresa, la pareja se desplomó sobre sus asientos y Mary susurró:
-¡Oh, bendito sea Dios! -¡Estamos salvados! -¡Ha perdido nuestro sobre! -¡Yo no cambiaría esto por un centenar de esos talegos! Los presentes entonaron de nuevo su parodia de El mikado y la cantaron tres veces con creciente entusiasmo, poniéndose en pie al entonar por tercera vez el verso final:
¡Pero no duden de que los Símbolos están aquí!
Acabaron con vítores y un viva final por» La pureza de Hadleyburg y de nuestros dieciocho inmortales representantes Entonces Wingate, el guarnicionero, se puso de pie y propuso vítores por» el hombre más limpio de la ciudad, el único ciudadano importante de Hadleyburg que no intentó robar el dinero: Edward Richards».
Los vítores fueron proferidos con grande y conmovedora cordialidad; luego alguien propuso que Richards fuese elegido único guardián y símbolo de la e ahora sagrada tradición de Hadleyburg, con poder y derecho a afrontar todo el sarcástico mundo cara a cara.
Se aprobó por aclamación. Luego la concurrencia volvió a cantar El mikado y terminó con: