—Yo no le he quitado nada —murmuró Sonia, aterrada—. Usted me ha dado diez rublos. Mírelos. Se los devuelvo.

Sacó el pañuelo del bolsillo, deshizo un nudo que había en él, sacó el billete de diez rublos que Lujine le había dado y se lo ofreció.

—¿Así —dijo Piotr Petrovitch en un tono de censura y sin tomar el billete—, persiste usted en negar que me ha robado cien rublos?

Sonia miró en todas direcciones y sólo vio semblantes terribles, burlones, severos o cargados de odio. Dirigió una mirada a Raskolnikof, que estaba en pie junto a la pared. El joven tenía los brazos cruzados y fijaba en ella sus ardientes ojos.

—¡Dios mío! —gimió Sonia.

—Amalia Ivanovna —dijo Lujine en un tono dulce, casi acariciador—, habrá que llamar a la policía, y le ruego que haga subir al portero para que esté aquí mientras llegan los agentes.

—Gott der harmberzige [44] ! —dijo la señora Lipevechsel—. Ya sabía yo que era una ladrona.

—¿Conque lo sabía usted? Entonces no cabe duda de que existen motivos para que usted haya pensado en ello. Honorable Amalia Ivanovna, le ruego que no olvide las palabras que acaba de pronunciar, por cierto ante testigos.

En este momento se alzaron rumores de todas partes. La concurrencia se agitaba.

—¿Pero qué dice usted? —exclamó de pronto Catalina Ivanovna, saliendo de su estupor y arrojándose sobre Lujine—. ¿Se atreve a acusarla de robo? ¡A ella, a Sonia! ¡Cobarde, canalla!

Se arrojó sobre Sonia y la rodeó con sus descarnados brazos.

—¡Sonia! ¿Cómo has podido aceptar diez rublos de este hombre? ¡Qué infeliz eres! ¡Dámelos, dámelos en seguida...! ¡Ahí los tiene!

Catalina Ivanovna se había apoderado del billete, lo estrujó y se lo tiró a Lujine a la cara. El papel, hecho una bola, fue a dar contra un ojo de Piotr Petrovitch y después cayó al suelo. Amalia Ivanovna se apresuró a recogerlo. Lujine se indignó.

—¡Cojan a esta loca!

En ese momento, varias personas aparecieron en el umbral, al lado de Lebeziatnikof. Entre ellas estaban las dos provincianas.

—¿Loca? ¿Loca yo? —gritó Catalina Ivanovna—. ¡Tú sí que eres un imbécil, un vil agente de negocios, un infame...! ¡Sonia quitarle dinero! ¡Sonia una ladrona! ¡Antes te lo daría que quitártelo, idiota!

Lanzó una carcajada histérica y, yendo de inquilino en inquilino y señalando a Lujine, exclamaba:

—¿Ha visto usted un imbécil semejante?

De pronto vio a Amalia Ivanovna y se detuvo.

—¡Y tú también, salchichera, miserable prusiana! ¡Tú también crees que es una ladrona...! ¿Cómo es posible? ¡Ella —dijo a Lujine— ha venido de tu habitación aquí, y de aquí no ha salido, granuja, más que granuja! ¡Todo el mundo ha visto que se ha sentado a la mesa y no se ha movido! ¡Se ha sentado al lado de Rodion Romanovitch...! ¡Regístrenla! ¡Como no ha ido a ninguna parte, si ha cogido el billete ha de llevarlo encima...! Busca, busca... Pero si no encuentras nada, amigo mío, tendrás que responder de tus injurias... ¡Iré a quejarme al emperador en persona, al zar misericordioso! Me arrojaré a sus pies, ¡y hoy mismo! Como soy huérfana, me dejarán entrar. ¿Crees que no me recibirá? Estás muy equivocado. Llegaré hasta él... Confiabas en la bondad y en la timidez de Sonia, ¿verdad? Seguro que contabas con eso. Pero yo no soy tímida y nos las vas a pagar. ¡Busca, regístrala! ¡Hala! ¿Qué esperas?

Catalina Ivanovna, ciega de rabia, sacudía a Lujine y lo arrastraba hacia Sonia.

—Lo haré, correré con esa responsabilidad... Pero cálmese, señora. Ya veo que usted no teme a nada ni a nadie. Esto..., esto se debía hacer en la comisaría... Aunque —prosiguió Lujine, balbuceando —hay aquí bastantes testigos... Estoy dispuesto a registrarla... Sin embargo, es una cuestión delicada, a causa de la diferencia de sexos... Si Amalia Ivanovna quisiera ayudarnos... Desde luego, no es así como se hacen estas cosas, pero hay casos en que...

—¡Hágala registrar por quien quiera! —vociferó Catalina Ivanovna—. Enséñale los bolsillos... ¡Mira, mira, monstruo! En éste no hay nada más que un pañuelo, como puedes ver. Ahora el otro. ¡Mira, mira! ¿Lo ves bien?

Y Catalina Ivanovna, no contenta con vaciar los bolsillos de Sonia, los volvió del revés uno tras otro. Pero apenas deshizo los pliegues que se habían formado en el forro del segundo, el de la derecha, saltó un papelito que, describiendo en el aire una parábola, cayó a los pies de Lujine. Todos lo vieron y algunos lanzaron una exclamación. Piotr Petrovitch se inclinó, cogió el papel con los dedos y lo desplegó: era un billete de cien rublos plegado en ocho dobles. Lujine lo hizo girar en su mano a fin de que todo el mundo lo viera.

—¡Ladrona! ¡Fuera de aquí! ¡La policía! ¡La policía! —exclamó la señora Lipevechsel—. ¡Deben mandarla a Siberia! ¡Fuera de aquí!

De todas partes salían exclamaciones. Raskolnikof no cesaba de mirar en silencio a Sonia; sólo apartaba los ojos de ella de vez en cuando para fijarlos en Lujine. Sonia estaba inmóvil, como hipnotizada. Ni siquiera podía sentir asombro. De pronto le subió una oleada de sangre a la cara, se la cubrió con las manos y lanzó un grito.

—¡Yo no he sido! ¡Yo no he cogido el dinero! ¡Yo no sé nada! —exclamó en un alarido desgarrador y, corriendo hacia Catalina Ivanovna.

Ésta le abrió el asilo inviolable de sus brazos y la estrechó convulsivamente contra su corazón.

—¡Sonia, Sonia! ¡No te creo; ya ves que no te creo! —exclamó Catalina Ivanovna, rechazando la evidencia.

Y mecía en sus brazos a Sonia como si fuera una niña, y la estrechaba una y otra vez contra su pecho, o le cogía las manos y se las cubría de besos apasionados.

—¿Robar tú? ¡Qué imbéciles, Señor! ¡Necios, todos sois unos necios! —gritó, dirigiéndose a los presentes—. ¡No sabéis lo hermoso que es su corazón! ¿Robar ella..., ella? ¡Pero si sería capaz de vender hasta su último trozo de ropa y quedarse descalza para socorrer a quien lo necesitase! ¡Así es ella! ¡Se hizo extender la tarjeta amarilla para que mis hijos y yo no muriésemos de hambre! ¡Se vendió por nosotros! ¡Ah, mi querido difunto, mi pobre difunto! ¿Ves esto, pobre esposo mío? ¡Qué comida de funerales, Señor! ¿Por qué no la defiendes, Dios mío? ¿Y qué hace usted ahí, Rodion Romanovitch, sin decir nada? ¿Por qué no la defiende usted? ¿Es que también usted la cree culpable? ¡Todos vosotros juntos valéis menos que su dedo meñique! ¡Señor, Señor! ¿Por qué no la defiendes?

La desesperación de la infortunada Catalina Ivanovna produjo profunda y general emoción. Aquel rostro descarnado de tísica, contraído por el sufrimiento; aquellos labios resecos, donde la sangre se había coagulado; aquella voz ronca; aquellos sollozos, tan violentos como los de un niño, y, en fin, aquella demanda de auxilio, confiada, ingenua y desesperada a la vez, todo esto expresaba un dolor tan punzante, que era imposible permanecer indiferente ante él. Por lo menos Piotr Petrovitch dio muestras de compadecerse.