–¿Qué quiere decir «ha sido»?

- Bueno, que ha muerto –Shaimerdén se esforzó por encontrar palabras adecuadas al caso–. ¿Qué te voy a decir? O sea, que ha recorrido, este..., bueno..., su glorioso camino.

Sí – respondió lacónicamente Yediguéi.

- «Qué jaibán [1]de mente estrecha –pensó–; no puede encontrar ni una palabra humana para la muerte.»

Shaimerdén calló durante un largo rato. El micrófono soltó aún con más fuerza los ruidos, los crujidos y el sonido de la respiración. Luego, Shaimerdén roncó de nuevo:

–Yediguéi, por favor, no me vengas con pamplinas. Si ha muerto, qué quieres ahora... No tengo gente. ¿Qué necesidad tienes de sentarte al lado del difunto? El muerto, ya sabes, no se levantará por ello, pienso yo...

- ¡Pues yo pienso que no entiendes nada de nada! –se indignó Yediguéi–. ¿Qué significa eso de no venir con pamplinas? Tú hace dos años que estás aquí, y nosotros hemos trabajado juntos durante treinta. Piénsalo. Ha muerto uno de nosotros; es imposible e incorrecto dejar a cualquier difunto solo en una casa vacía.

– ¿Y cómo va a saber él si está solo o no lo está?

– ¡Pero nosotros sí lo sabemos!

– De acuerdo, no te alborotes, lo que digo, no te alborotes, viejo.

– Te lo estoy explicando.

– Pero bueno, ¿tú qué quieres? No tengo gente. ¿Qué vas a hacer allí? De todos modos es de noche.

– Rezaré. Vestiré al difunto, Le llevaré mis oraciones.

– ¿Rezar? ¿Tú, Burani Yediguéi?

– Sí, yo. Sé oraciones.

– Mira por donde, no te digo, después de sesenta años de régimen soviético.

– ¡Déjame en paz! ¡Qué tiene que ver aquí el régimen soviético! La gente reza por los muertos desde el comienzo de los siglos. ¡Ha muerto un hombre, no un animal!

– De acuerdo, reza, no te digo; pero no alborotes. Enviaré por Dlínny Edilbái, si acepta vendrá, no te digo, y ocupará tu puesto... Y ahora al trabajo, se acerca el ciento diecisiete, prepara la segunda vía...

Entonces, Shaimerdén desconectó; la llave del intercomunicador produjo un chasquido. Yediguéi se apresuró a acudir a la aguja, y mientras se ocupaba de su trabajo pensaba en si Edilbái aceptaría e iría. Aumentó su esperanza cuando vio cómo se iluminaban las ventanas de algunas casas; la gente al fin tenía conciencia. Los perros empezaron a ladrar. Aquello significaba que su esposa daba la alarma y que hacía levantar a los habitantes de Boranly.

Al mismo tiempo, el ciento diecisiete se colocó en vía muerta. Por el otro extremo se acercó un tren petrolero, sólo con cisternas. Se cruzaron, uno hacia oriente, el otro hacia occidente...

Eran ya las dos de la madrugada. Las estrellas refulgían en el cielo y cada una de ellas destacaba por sí misma. También la luna brillaba sobre Sary-Ozeki un poco más vivamente, adquiriendo una fuerza complementaria que afluía a ella gradualmente. Y a lo lejos, bajo el cielo estrellado, Sary-Ozeki se extendía sin límites, y sólo el perfil de los camellos –entre ellos el gigante Burani Karanar–y las vagas formas de los próximos apeaderos eran perceptibles, todo lo demás, a ambos lados de la línea del ferrocarril, se perdía en la infinitud de la noche. Y el viento no dormía, no dejaba de silbar, de susurrar, alrededor de la chatarra.

Yediguéi entraba y salía de la garita, esperaba con impaciencia que Edilbái apareciera en las vías. Y entonces vio a un animal en uno de los lados. Resultó ser una zorra. Sus ojos brillaban con verdosos y parpadeantes cambios de tonalidad. Estaba bajo un poste de telégrafos, con aire abatido, sin decidirse a acercarse ni a huir.

– ¿Qué buscas aquí? –murmuró Yediguéi amenazándola en broma con el dedo. La zorra no se asustó–. ¡Ten cuidado! ¡Mira que te...! –Y dio una patada en el suelo.

La zorra saltó hacia atrás y se sentó con la cabeza vuelta hacia él. Le miraba fija y tristemente, según le pareció a él, sin quitar el ojo ni de él ni de cualquier otra cosa que hubiera a su lado. ¿Qué podía haberla atraído? ¿Por qué había aparecido por allí? ¿Habrían sido las luces eléctricas o habría ido empujada por el hambre? A Yediguéi le pareció extraña su conducta. ¿Por qué no matarla de una pedrada puesto que la misma presa se le ofrecía en bandeja? Yediguéi tanteó el suelo en busca de la piedra más grande. Midió la distancia, levantó la mano y volvió a bajarla. Dejó caer la piedra a sus pies. Incluso le dieron sudores. ¡Pues mira qué cosas se les ocurren a las personas! Cuando se disponía a matar a la zorra recordó de pronto algo que le habían contado, no sabía si alguno de los tipos recién llegados, o el fotógrafo con el que había hablado de Dios, o algún otro; pero no, se lo había contado Sabitzhán, el diablo se lo llevara, siempre salía con diversas maravillas con tal de atraer la atención, con tal de impresionar a los demás. Sabitzhán, el hijo de Kazangap, le había contado lo de la transmigración de las almas.

He aquí lo que le habían metido en su cabeza de charlatán de tres al cuarto. A primera vista, parecía un chico inteligente. Todo lo sabía, todo lo había oído; pero sacaba pocas conclusiones sensatas de todo ello. Le habían dado estudios, le habían educado en internados, en institutos y el hombrecito no había resultado nada del otro jueves. Le gustaba vanagloriarse, beber y era maestro en pronunciar brindis, pero nada práctico. Una nulidad. Por ello resultaba flojillo en comparación con Kazangap, aunque pudiera alardear de un diploma. No, no lo había conseguido, el hijo no había salido al padre. Pero, en fin, qué se podía hacer si era de esta manera.

Así, pues, en cierta ocasión contó que en la India creían en una doctrina según la cual cuando una persona moría su alma transmigraba a cualquier otra criatura viviente, a cualquiera, aunque fuese a una hormiga. Y consideraba que toda persona, en otro tiempo, antes de nacer ha sido un pájaro, o cualquier otro animal o insecto. Por esta razón, para ellos era pecado matar un animal, aunque se tratara de una serpiente, una cobra, que se cruzase en su camino, y ni lo tocaban, se limitaban a saludarlo con una inclinación de cabeza y a cederle el paso.

Qué maravillas hay en este mundo. Quién puede saber qué hay de cierto. El mundo es grande y al hombre no le ha sido dado conocerlo todo. Y esto fue lo que se le ocurrió cuando quería matar a la zorra de una pedrada: ¿y si a partir de aquel momento estuviera en ella el alma de Kazangap? ¿Y si al transmigrar a la zorra, Kazangap hubiera acudido a su mejor amigo porque en la choza, después de su muerte, todo estaba vacío, desierto y triste?

«¡Me estoy volviendo loco! –se acusó a sí mismo, avergonzado –. ¿Cómo se me pueden ocurrir semejantes cosas? ¡Vaya, hombre! ¡Al final te has vuelto tonto!»

De todos modos, se acercó con cuidado a la zorra y, como si pudiera comprenderle, le dijo:

–Vete, aquí no es tu sitio, ve a tu estepa. ¿Me oyes? Vete, vete. Pero no para allá, hay perros. Ve con Dios, vete a la estepa.