–¿Qué vamos a hacer ahora? –preguntó la mujer. Yediguéi levantó la cabeza y la miró con amarga sonrisa.

- ¿Qué vamos a hacer? Lo que se hace en tales casos. Le enterraremos. –Se incorporó como quien ha tomado una resolución–. Tú, esposa mía, vuelve allá deprisa. Pero antes escúchame.

–Te escucho.

–Despierta a Ospán. No te dé reparo que sea el jefe del apartadero, no importa, ante la muerte todos somos iguales. Dile que Kazangap ha muerto. El hombre había trabajado cuarenta y cuatro años en el mismo puesto. Puede que Ospán todavía no hubiera nacido cuando Kazangap empezó a trabajar aquí, cuando por ningún oro del mundo se podía hacer venir aquí, a Sary-Ozeki, ni a un perro. Cuántos trenes habrán pasado en su vida, no hay suficientes cabellos en la cabeza para contarlos... Que lo piense. Díselo así. Y escucha otra cosa...

–Te escucho.

–Despiértalos a todos, uno tras otro. Llama en las ventanas. Cuantas personas estamos aquí: ocho casas, se pueden contar con los dedos... Haz que todos se levanten. Nadie debe dormir hoy, habiendo muerto un hombre así. Haz que todos se levanten.

- ¿Y si empiezan a decir palabrotas?

- Nuestro cometido es hacérselo saber a todos, que digan todas las que quieran. Diles que te he mandado despertarles. Hay que tener conciencia. ¡Espera!

- ¿Qué más?

- Corre primero al de turno, hoy está Shaimerdén de encargado, cuéntale todo lo que hay y dile que piense qué se debe hacer. Puede que me encuentre un sustituto por esta vez. Si hay algo, que me lo comunique. Ya me has comprendido, ¡díselo!

- Se lo diré, se lo diré –respondió Ukubala, pero luego pareció acordarse de algo, como si de pronto acudiera a su memoria lo principal, algo que imperdonablemente hubiera olvidado–. ¡Y sus hijos! Nuestro primer deber es notificarles la noticia. Ha muerto su padre...

Indiferente a estas palabras, Yediguéi frunció el ceño y adoptó una actitud aún más severa. No respondió.

–Sean como sean, los hijos son los hijos –prosiguió Ukubala en tono de justificación, pues sabía que a Yediguéi le disgustaba escuchar aquello.

–Lo sé –dijo él con un gesto indiferente–. ¿Acaso te parece que no sé comprender nada? Ahí está el problema, que no podemos pasarnos sin ellos, aunque, si estuviera en mi mano, ¡no los dejaría ni acercarse!

- Eso no es cosa nuestra, Yediguéi. Que vengan y que lo entierren. Luego habría muchas habladurías, ni en un siglo te las quitarías de encima...

–¿Por qué? ¿Acaso se lo impido? Que vengan.

- ¿Y si su hijo no llega a tiempo de la ciudad?

- Si quiere, llegará a tiempo. Anteayer, cuando fui a la estación, le envié un telegrama diciéndole que, bueno, pues mira, tu padre está a las puertas de la muerte. ¿Qué más necesita? Se considera muy sabio, por lo tanto tiene que comprender qué significa cada cosa...

- Bueno, si es así, está bien –aceptó vagamente su esposa los argumentos de Yediguéi, pero pensando aún en algo que la inquietaba, murmuró–: Debería presentarse con su esposa, a fin de cuentas se trata de enterrar a su suegro y no a uno cualquiera...

–Eso que lo decidan ellos. No se les puede sugerir, ya no son unos niños.

–Sí, así es la cosa, naturalmente –aceptó Ukubala, que continuaba dudando.

Guardaron silencio.

- Anda, no te entretengas, ve –le recordó Yediguéi.

Sin embargo, su esposa tenía aún algo que añadir:

–Pero su hija, la desdichada Aizada, está en la estación con su marido, el juerguista empedernido, y con sus hijos; también debería llegar a tiempo para el entierro.

Involuntariamente, Yediguéi sonrió y dio una palmadita en la espalda de su esposa.

- Ahora vas a empezar a sufrir por cada uno de ellos... Aizada está ahí, a la vuelta de la esquina; por la mañana alguien puede ir a la estación y decírselo. Vendrá a tiempo, naturalmente. Tú, esposa mía, debes comprender una cosa: tanto de Aizada como de Sabitzhán, y sobre todo de éste, que es el hijo, el hombre, poco se puede esperar. Ya lo verás, vendrán, no se perderán, pero van a estar aquí como huéspedes extraños, y seremos nosotros quienes le enterremos; así son las cosas... Anda, ve y haz lo que te he dicho.

La mujer echó a andar, luego se detuvo indecisa y volvió a caminar. Entonces Yediguéi la llamó:

–No olvides que lo primero es ir a ver al encargado, a Shaimerdén, que me envíe un sustituto, luego ya recuperaré las horas. El difunto yace en una casa vacía, no tiene a nadie a su lado... Díselo así...

La mujer asintió con la cabeza y se fue. Al mismo tiempo, en el cuadro de sector zumbó el señalizador parpadeando con luz roja: un nuevo convoy se acercaba al apartadero de Boranly-Buránny. Según las órdenes, el ferroviario de servicio debía enviarlo a la vía paralela para dar así paso al tren que venía en dirección opuesta y que también se encontraba a la entrada del apartadero, sólo que por el otro lado. Era una maniobra habitual. Mientras los trenes avanzaban por sus caminos respectivos, Yediguéi miraba intermitentemente a Ukubala, que se alejaba por el borde de la vía, como si hubiera olvidado decirle alguna cosa. Naturalmente, tenía cosas que decirle, como si no hubiera nada que hacer antes de un entierro; no se le ocurrían todas de golpe, pero no volvía por eso la cabeza sino que, precisamente en aquel momento advertía con amargura cómo había envejecido y se había encorvado últimamente su esposa, y esto resultaba muy visible en medio de la amarilla neblina de la opaca iluminación de las vías.

«O sea, que la vejez ya cabalga sobre nuestras espaldas –pensó–. Bueno, ya hemos vivido: ¡un viejo y una vieja!» Y aunque Dios no le había castigado en lo tocante a la salud, aunque aún era fuerte, la cuenta de los años tampoco era pequeña: sesenta y aún un añito más, sesenta y uno tenía ya. «Sin darme cuenta, dentro de un par de años ya podría pedir la jubilación», se dijo Yediguéi no sin cierta ironía. Sabía que no pediría el retiro tan pronto, que tampoco era fácil encontrar por aquellos parajes a una persona que le sustituyera: era guardavías y mecánico de reparaciones, en cambio sólo hacía de guardagujas de vez en cuando, si alguien caía enfermo o salía de vacaciones. ¿Habría alguien que se dejara seducir por la paga con plus de lejanía y de desertización? Era dudoso. Sí, anda, ve y busca un hombre así entre los jóvenes de hoy.

Para vivir en el apartadero de Sary-Ozeki era preciso tener espíritu, de otro modo uno se marcharía. La estepa es enorme, y el hombre diminuto. La estepa es indiferente, a ella le da lo mismo que lo pases bien o mal, tienes que aceptarla como es, pero el hombre no es indiferente ante las cosas de este mundo, y sufre y se desespera, piensa que en otro lugar, entre otras personas, tendría más suerte, y que se encuentra aquí por un error del destino... Y por ello se desgasta ante la faz de la enorme e implacable estepa, se descarga su ánimo como las baterías del triciclo a motor de Shaimerdén. Éste lo guardaba solícito, no lo utilizaba ni dejaba que lo hicieran los demás. Y el triciclo estaba ocioso, y cuando lo necesitaban no se ponía en marcha, se le había agotado la fuerza motora. Eso también le ocurre al hombre en el apartadero de Sary-Ozeki: si no se aplica al trabajo, si no echa raíces en la estepa, si no asume su vida, le es muy difícil resistir. Hay gente de paso que al mirar por las ventanillas de los vagones se lleva las manos a la cabeza: «Señor, ¿cómo puede vivir gente aquí? ¡No hay en derredor más que estepa y camellos!» Pues allí viven el tiempo que le concede su paciencia. Aguantan tres años, cuatro lo más, y taman': cobran su finiquito y se van cuanto más lejos mejor...