Los camellos viven mucho tiempo. Seguramente por ello las hembras no paren a sus hijos hasta el quinto año, y luego no paren cada año sino una vez cada dos, llevando el embrión en su vientre más tiempo que cualquier otro animal: doce meses. Al pequeño camello hay que protegerlo principalmente durante el primer año-año y medio, de los resfriados, de las corrientes de aire de la estepa, pero luego crece de día en día y ya nada lo asusta, ni el frío, ni el calor, ni la falta de agua...

Yediguéi conocía esto perfectamente y mantenía a Burani Karanarsiempre en buen estado. La primera señal de buena salud y de fuerza eran sus negras gibas, que emergían cual hierro fundido. Kazangap se lo había regalado antes del destete, pequeñito, lleno de pelusa como un pollito de ánade; fue en los primeros años, cuando Yediguéi volvió de la guerra y se instaló en el apartadero de Boranly-Buránny. También el propio Yediguéi era joven, ¡cómo no! Pero no sabía que permanecería allí hasta que se le blanquearan los cabellos de viejo. A veces contemplaba aquellas fotografías y no se daba crédito a sí mismo. Había cambiado de lo lindo: sus cabellos se habían vuelto de un canoso azulado. Incluso las cejas habían emblanquecido. Naturalmente también había cambiado de cara, pero su cuerpo no se había tornado pesado como suele suceder a esa edad. Todo había venido como por sí mismo: primero se dejó el bigote, luego la barba. Y ahora le parecía que andar sin ella sería como ir desnudo. Puede decirse que había pasado toda una historia desde entonces.

En ese mismo momento, mientras ensillaba a Karanar,acostado sobre el suelo, mientras le ponía a raya ora con la voz, ora agitando la mano cada vez que el animal enseñaba los dientes rugiendo como un león, girando su negra y velluda cabeza sobre el larguísimo cuello, Yediguéi, en medio de su trabajo, recordaba qué había pasado durante aquellos años y de qué manera; esto aliviaba su alma...

Estuvo largo rato ocupado disponiendo las cosas, arreglando los arreos. Esta vez, antes de montar la silla, cubrió a Karanarcon la mejor manta que tenía, un objeto de antigua manufactura con largas borlas de diversos colores y filigranas de tapiz. Ya ni recordaba la última vez que había adornado a Karanarcon aquellos raros arreos que Ukubala guardaba con tanto celo. Ahora, había llegado la ocasión...

Cuando tuvo ensillado a Burani Karanar,Yediguéi lo obligó a levantarse y quedó muy satisfecho. E incluso se enorgulleció de su trabajo. Karanartenía un aspecto imponente y majestuoso adornado con la manta de las borlas y con la silla magistralmente montada entre las gibas. Sí, que se recrearan los jóvenes, sobre todo Sabitzhán, que comprendieran: el entierro de un hombre que ha vivido dignamente no es ninguna carga, no es una molestia, sino un acontecimiento grande, aunque triste, que debe tener además las honras que le corresponden. Para unos se toca la música, se sacan las banderas, para otros se dispara al aire, para otros, en fin, se derraman flores y coronas...

Y él, Burani Yediguéi, al día siguiente por la mañana, montado en Karanar,que luciría su manta de borlas, encabezaría la marcha a Ana-Beit acompañando a Kazangap a su última y eterna morada... Y durante todo el camino, Yediguéi pensaría en él al cruzar los grandes y desiertos espacios de Sary-Ozeki. Y pensando en él lo entregaría a la tierra en el cementerio tribal, tal como los dos habían concertado. Sí, había habido este convenio. Fuera el camino largo o corto, nadie le convencería para que dejara de cumplir la voluntad de Kazangap, nadie, ni el propio hijo del difunto...

Que todos supieran que habría de ser así, y que para este objeto había dispuesto a su Karanar,ensillado y adornado con aquellos arreos.

Que lo vieran todos. Yediguéi llevó a Karanarde la mano desde el cercado y rodeó todas las casas hasta dejarlo atado junto a la choza de Kazangap. Que todos lo vieran. Burani Yediguéi no podía dejar de cumplir su palabra. Sólo que era inútil demostrarlo. Mientras Ediguei se ocupaba de los arreos, Dlínny Edilbái, aprovechando un momento, había llamado a Sabitzhán aparte:

—Ven aquí a la sombra, hablaremos.

Su conversación no fue muy larga. Edilbái no intentó convencerle, le dijo directamente:

Deberías dar gracias a Dios, Sabitzhán, de que exista en este mundo Burani Yediguéi, el amigo de tu padre. Y no le impidas enterrar a un hombre como es debido. Si tienes prisa, no te retenemos aquí. ¡Ya echaré por ti un puñado de tierra más!

- Se trata de mi padre, y yo sé lo que... –iba a empezar Sabitzhán, pero Edilbái le interrumpió:

–Será tu padre, pero tú no eres de los nuestros.

- Porque tú lo dices –empezó a ceder Sabitzhán–. De acuerdo, no nos peleemos en un día así. Que sea en Ana-Beit, qué más da; simplemente pensé que quedaba un poco lejos...

Con eso terminó la conversación. Y nadie protestó y todos asintieron en silencio cuando Yediguéi, después de exponer a Karanara la contemplación general, volvió y dijo a los habitantes de Boranly:

- Dejaos ya de discursos tan poco caballerosos. A un hombre así le enterraremos en Ana-Beit...

El día y la tarde de aquella jornada los pasaron en común, como buenos vecinos, en el patio de la casa del difunto, gracias a que también el tiempo lo permitía. Después del calor del día llegó el vivo frescor propio de Sary-Ozeki en los días que preceden al otoño. Una calma majestuosa, crepuscular, sin viento, abrazaba el mundo. Y ya en pleno crepúsculo terminaron de desollar el cordero que habían sacrificado para el convite funerario del día siguiente. Y entretanto, tomaban el té junto a los humeantes samovares y sostenían todo género de conversaciones, sobre esto y aquello... Estaban ya listos casi todos los preparativos del entierro y no quedaba sino esperar al día siguiente para ponerse en camino hacia Ana-Beit. Las primeras horas de la noche discurrían plácidas y apacibles como corresponde al óbito de una persona de edad avanzada que aflige dolorosamente...

Como siempre, en el apartadero de Boranly-Buránny entraban y salían trenes, se juntaban procedentes de oriente y occidente y se separaban hacia oriente y occidente...

Así estaban las cosas aquella noche, y todo habría sido normal de no haber ocurrido un incidente desagradable. En aquella hora, Aizada y su marido llegaron en un tren de mercancías al entierro de su padre. Y apenas Aizada anunció su aparición con fuertes sollozos, las mujeres la rodearon y se pusieron también a llorar. Ukubala estaba especialmente conmovida y desesperada junto a Aizada. La compadecía. Lloraron y se lamentaron muchísimo. Yediguéi intentó tranquilizar a Aizada:

–Qué podemos hacer ahora, no nos vamos a morir tras el difunto, hay que aceptar el destino.

Pero ella no se calmaba.

Así suele ocurrir con frecuencia: la muerte del padre le daba ocasión de saciar sus ganas de llorar, de vaciar públicamente su alma, de expulsar todo aquello que desde hacía tiempo no encontraba una salida abierta con palabras. Llorando a voz en grito y dirigiéndose a su difunto padre, despeinada y abotargada, repetía amargamente, al estilo femenino, su mala suerte, diciendo que nadie podía comprenderla ni darle asilo, que su vida había sido un fracaso desde la juventud, que su marido era un borracho, que sus hijos correteaban por la estación de la mañana a la noche sin nadie que los vigilara y reprendiera y que por ello se habían convertido en unos gamberros, y mañana seguramente serían bandidos que saquearían trenes, que el mayor ya había empezado a beber y la policía había ido ya a prevenirla diciéndole que el asunto pronto llegaría a la fiscalía. ¡Y qué podía hacer una mujer sola si ellos eran seis! Y a su padre le importaba un comino...