Sumido en esas reflexiones, Yediguéi miró a su alrededor, montado en Karanar. Le rodeaba una estepa silenciosa. Las sombras precrepusculares se introducían subrepticiamente en los barrancos de arena roja de Malakumdychap. Hacía tiempo que los tractores habían desaparecido en la lejanía y habían dejado de oírse. La juventud había partido. El último de los que conocían y conservaban en la memoria el pasado de Sary-Ozeki, el anciano Kazangap, yacía ahora en el despeñadero, bajo el fresco montículo de tierra de una tumba solitaria, en medio de la inabarcable estepa. Yediguéi imaginó que, poco a poco, aquel montículo se iría aplanando y extendiendo, que se fundiría con el color de ajenjo de la estepa y sería difícil, si no imposible, distinguirlo en aquel lugar. Así resulta ser: nadie sobrevive a la tierra, nadie escapa a la tierra...
El sol se hinchó y aumentó de peso al final del día, descendiendo bajo su insoportable peso cada vez más cerca del horizonte. La luz del astro que se iba cambiaba de minuto a minuto. En el seno de la puesta de sol se engendraba imperceptiblemente una oscuridad teñida con el azul crepuscular y con el brillo dorado del espacio iluminado.
Después de reflexionar y estudiar la situación, Burani Yediguéi se decidió a regresar de nuevo a la barrera, al paso hacia la zona. No se le ocurrió ningún otro medio. Ahora, cuando el entierro quedaba atrás, cuando ya nadie ni nada le ataba y podía confiar en sí mismo en plena medida, hasta donde alcanzaran las fuerzas que le habían concedido la naturaleza y la experiencia, podía permitirse actuar por su cuenta y riesgo como considerara necesario. Ante todo quería conseguir, obligando al servicio de guardia, que le llevaran aunque fuera bajo escolta ante el jefe máximo, y si era necesario, obligar a éste a acudir a la barrera a escucharle, a escuchar a Burani Yediguéi. Entonces se lo contaría todo cara a cara...
Todo estaba ya pensado y Burani Yediguéi decidió actuar sin dilaciones. Tenía intención de presentar, como motivo directo, el deplorable caso del entierro de Kazangap. Decidió con firmeza mostrarse insistente en la barrera, exigir un pase o una audiencia, empezar por ahí, obligando a los guardas a comprender que insistiría en su petición hasta que le escuchara el jefe más alto y no un Tansykbáyev cualquiera...
Hizo acopio de ánimo.
–¡Taubakel! ¡Si el perro tiene un amo, el lobo tiene un dios! –se animó a sí mismo, y arreó con firmeza a Karanardirigiéndose hacia la barrera.
Mientras, el sol se había puesto y empezaba a oscurecer rápidamente. Cuando se aproximó a la zona, reinaba ya una completa oscuridad. Faltaba media versta hasta la barrera cuando, enfrente, aparecieron claramente visibles los faroles del puesto de guardia. Allí, sin llegar hasta el centinela, Yediguéi se apeó. Bajó deslizándose desde la silla. El camello no tenía papel en aquel asunto. ¿Para qué aquel estorbo? Además, según qué jefe fuera podría no querer hablar con él diciendo: «Anda, lárgate de aquí con tu camello. ¡De dónde habrá salido ése! No vas a tener ninguna audiencia», y no le permitiría entrar en el despacho. Sobre todo, Yediguéi no sabía cómo terminaría su empresa, si tendría que esperar mucho tiempo el resultado, de manera que lo mejor era presentarse solo y dejar de momento a Karanartrabado en la estepa. Podría pastar.
–Oye tú, espérame un momento, voy a ver qué pasa y qué giro toma eso –refunfuñó dirigiéndose a Karanar, aunque sobre todo para mantener su propia firmeza.
De todos modos, tuvo que obligar al camello a tenderse para sacar de las alforjas las maniotas y prepararlas.
Mientras Yediguéi manipulaba a oscuras con las maniotas, reinaba un silencio tan inconmensurable que podía oír su propia respiración, el pálpito y el zumbido de algunos insectos en el aire. Sobre su cabeza se había encendido una enorme cantidad de estrellas que habían aparecido de pronto en el puro cielo. Había un silencio muy grande, como a la espera de algo...
Incluso Zholbars, acostumbrado al silencio de Sary-Ozeki, mantenía una tensa alarma y gimoteaba. ¿Qué habría en aquel silencio que no le gustaba?
–¡Sólo falta que ahora vengas tú a metérteme entre piernas! –manifestó descontento su amo.
Luego pensó: «¿Dónde dejo al perro?». Y durante un rato estuvo pensándolo mientras manejaba las maniotas del camello. Estaba claro que el perro no se quedaría atrás. Aunque le echara, de todos modos no se marcharía. Presentarse como peticionario con un perro tampoco daba prestancia. Aunque no se lo dijeran, se reirían de él. «Mirad –dirían–, viene un anciano a defender unos derechos y no le acompaña nadie, sólo un perro.» De modo que era mejor ir sin perro. Y entonces Yediguéi decidió atarle con las riendas largas a los arreos del camello. Que estuvieran juntos, en una sola atadura, el perro y el camello, mientras él se ausentaba. Con esta intención llamó al perro:
—¡ Zholbars! ¡ Zholbars! ¡Ven aquí! —y se inclinó para ajustar el nudo a su cuello.
Y entonces, sucedió algo en el aire, algo se movió en el espacio con creciente tronar volcánico. Y allí mismo, muy cerca, en la zona del cosmódromo, se levantó como una columna en el cielo la vivísima chispa de una amenazadora llama. Burani Yediguéi retrocedió con espanto, el camello dio un salto chillando... El perro, lleno de terror, se arrojó a los pies del hombre.
Era el lanzamiento del primer cohete-robot militar de la Operación Anillo, de protección transcósmica. En Sary-Ozeki eran exactamente las ocho de la tarde. Tras el primer cohete se precipitó hacia el espacio el segundo, tras éste el tercero, y después otro, y otro... Los cohetes partían para el lejano cosmos donde depositarían alrededor del globo terráqueo un cordón continuamente activo, para que nada cambiara en los asuntos terrenos, para que todo siguiera como era...
El cielo se caía sobre la cabeza abriéndose en penachos de ardiente llama y de humo... El hombre, el camello y el perro, tres seres sencillos, huyeron enloquecidos. Dominados por el terror, corrían juntos temiendo separarse, corrían por la estepa implacablemente iluminados por gigantescos resplandores de fuego...
Pero por mucho que corrieran, era una carrera sin moverse del sitio, pues cada nueva explosión les cubría de la cabeza a los pies con un incendio de luz que lo abarcaba todo y con un estruendo demoledor...
Y ellos corrían, el hombre, el camello y el perro, sin volver la cabeza, y de pronto a Yediguéi le pareció que sin saber de dónde había aparecido a su lado un pájaro blanco, el que surgiera en otro tiempo del pañuelo blanco de Naiman-Ana cuando cayó de la silla atravesada por la flecha de su propio hijo mankurt... El pájaro blanco volaba rápidamente junto al hombre chillando en medio del estruendo de aquel fin del mundo:
—¿Quién eres? ¿Cuál es tu nombre? ¡Recuerda tu nombre! Tu padre fue Donenbái, Donenbái, Donenbái, Donenbái, Donenbái, Donenbái...
Y su grito sonó aún largo rato en las cerradas tinieblas...
Unos días después, llegaron de Kyzyl-Ordá a Boranly-Buránny las dos hijas de Yediguéi, Saule y Sharapat, con sus maridos e hijos, pues habían recibido un telegrama sobre la muerte de Kazangap, el anciano de Sary-Ozeki. Fueron a recordar su memoria y a testimoniar su aflicción, y al propio tiempo a pasar un par de días con sus padres, pues no hay mal que por bien no venga.