¡Y con todo, esto era completamente inútil; como la voz que clama en el desierto llegaban incesantes radioseñales de los paritet-cosmonautas 1 -2 y 2-I! Pedían desesperadamente que no se interrumpiera el contacto con ellos. No discutían las decisiones del Centrun, proponían que se estudiaran más a fondo los problemas de los posibles contactos con la civilización pechiana, partiendo como es natural de los intereses de los terrícolas, no insistían en su inmediata rehabilitación, aceptaban esperar y hacer todo cuanto fuera preciso para que su estancia en el planeta Pecho Forestal fuera de general utilidad en las relaciones intergalácticas, pero protestaban por la Operación Anillo que habían emprendido, contra aquel autoaislamiento global que conducía, según ellos, a la ruina histórica y tecnológica de la sociedad humana y que no se superaría en millares de años... Pero ya era tarde... Nadie en el mundo podía escucharlos, nadie podía suponer que en el espacio del universo unas voces llamaban silenciosamente...

Mientras, en el cosmódromo Sary-Ozeki- i se había conectado ya el sistema «Minuto» que contaba irreversiblemente la proximidad del lanzamiento a tenor de la Operación Anillo... Y el milano, después del vuelo de turno, apareció de nuevo sobre el despeñadero de Malakumdychap. Los hombres estaban ocupados en su empresa: trabajaban con las palas. La excavadora había extraído ya un gran montón de tierra. Ahora metía el cangilón profundamente en la zanja y arrancaba las últimas porciones de terreno. Pronto dejó sus convulsiones y se hizo a un lado mientras los hombres terminaban de excavar en el fondo de la zanja. El camello estaba presente, pero el perro pardo no era visible. ¿Dónde había podido meterse? El milano sobrevoló el lugar a más baja altura y describió un suave círculo sobre el despeñadero girando la cabeza a derecha e izquierda. Finalmente, vio que el perro pardo yacía bajo el remolque, estirado junto a las mismas ruedas. El perro yacía a su gusto, descansando o quizá dormitando, y no sentía el menor interés por el milano. Con las veces que había volado aquel día encima de él, el animal ni una sola vez había mirado al cielo. Incluso un roedor, de pie sobre las patas traseras, había echado al principio una ojeada a su alrededor y había mirado para arriba, no fuera que existiera algún peligro. Pero el perro se había adaptado a vivir junto a las personas y nada temía, nada le preocupaba. ¡Y cómo se había tendido! El milano se quedó por un momento inmóvil en el aire, se puso tenso y expelió por debajo de la cola un chorro verde-blanco, brusco como un disparo, en dirección al perro. «¡Anda, para ti!», pareció decir.

Algo cayó chapoteando desde arriba sobre la manga de Burani Yediguéi. Eran los excrementos del pájaro. ¿De dónde venían? Yediguéi se sacudió la porquería de la manga y miró hacia arriba. «Otra vez el mismo colablanca. Ha pasado sobre nuestras cabezas no sé cuántas veces. ¿Por qué lo hará? Y qué bien se lo pasa. Vuela y se balancea en el aire.» La voz de Dlínny Edilbái, desde el fondo de la zanja, interrumpió su pensamiento:

—¡Bueno, Yedik, ven a ver! ¿Es bastante o hay que cavar un poco más?

Yediguéi se inclinó con aire preocupado sobre el borde de la tumba.

—Apártate hacia el rincón —pidió a Dlínny Edilbái—, y tú, Kalibek, de momento podrías salir. Gracias. Bien, parece que la profundidad es suficiente. De todos modos, Edilbái, habría que ensanchar un poquito la cripta, para que sea más espaciosa.

Después de dar estas indicaciones, Burani Yediguéi tomó un pequeño bidón de agua, se apartó hasta la excavadora y llevó a cabo las abluciones como correspondía antes del rezo. Y entonces su alma comulgó más o menos con el lugar: ya que no habían conseguido enterrar a Kazangap en Ana-Beit, de todos modos habían evitado un gran deshonor: devolver a casa a un difunto sin enterrar. De no haber mostrado su insistencia, así habría sucedido. Ahora tendrían que aprovechar el tiempo para estar de regreso a Boranly-Buránny antes del oscurecer. En casa, naturalmente, los estaban esperando y estarían intranquilos por su retraso. En realidad, había prometido regresar antes de las seis y el convite funerario no se prepararía hasta esa hora. Pero eran ya las cuatro y media. Tenían todavía por delante el entierro y el camino por Sary-Ozeki. Aun viajando con rapidez, eso les llevaría un par de horas. No obstante, tampoco era conveniente apresurarse y acortar el entierro. En todo caso, el convite se haría al anochecer. No había otro remedio...

Después de las abluciones, Yediguéi se sintió investido para llevar a cabo el último ritual. Atornilló el tapón de la lata y se presentó por detrás de la excavadora con expresión grave, acariciándose majestuosamente la barba y los bigotes.

—Hijo del difunto siervo de Dios Kazangap, Sabitzhán, ponte a mi izquierda, y vosotros cuatro traed el cuerpo al borde de la tumba, depositad al difunto con la cabeza hacia la puesta del sol —dijo con voz algo solemne. Y cuando todo estuvo hecho, pronunció—: Y ahora volvámonos todos de cara a la sagrada Caaba. Abrid las palmas de las manos ante vosotros y pensad en Dios para que nuestras palabras y pensamientos sean escuchados por Él en este momento.

Por extraño que parezca, Yediguéi no captó ninguna risita ni ningún murmullo a su espalda. Y se sintió satisfecho, porque en realidad habrían podido decirle: «Deja ya de venirnos con cuentos, anciano, qué diablos de mulhaeres tú; será mejor que enterremos al muerto y nos volvamos cuanto antes a casa». Es más, Yediguéi tenía la osadía de ofrecer la oración del entierro de pie y no sentado, pues había oído de personas conocedoras que en los países árabes, de donde llegó la religión, en los cementerios se reza de pie, de cuerpo entero. Fuera así o no, el caso es que Yediguéi deseaba tener la cabeza lo más cerca posible del cielo.

Pero antes de empezar la ceremonia, en la introducción, al inclinarse a derecha e izquierda del mundo, y al inclinar la cabeza por igual ante el cielo y la tierra saludando con ello al Creador por la inmutable estructura del mundo, en el que el hombre surge por casualidad y desaparece con la misma invariabilidad con que aparecen el día y la noche, Burani Yediguéi vio de nuevo al milano colablanca. Planeaba moviendo apenas las alas, describiendo mesuradamente un círculo tras otro en las alturas del cielo. Pero el milano no turbó en absoluto su temple interior, sino que por el contrario le ayudó a concentrarse en un círculo de elevados pensamientos.

Ante él, en el borde de la zanja, yacía sobre unas angarillas el difunto Kazangap envuelto en blanco fieltro. Al pronunciar a media voz unas fúnebres palabras, previamente destinadas a todos y cada uno, a todos en todos los tiempos hasta el fin de los siglos, palabras que desde su origen hablan de la predestinación inevitable e igual para todos, para cualquier persona, sea quien sea y cual sea la época en que viva, y también inevitable en igual grado para los que están destinados a nacer, al pronunciar estas universales fórmulas de la existencia, comprendidas y legadas por los profetas, Burani Yediguéi intentaba al mismo tiempo completarlas con sus propios pensamientos, que salían de su alma y de su experiencia personal. Porque no en vano vive el hombre sobre la tierra.

—Si en verdad oyes, oh Dios, mi oración, la oración de mis antepasados, aprendida en los libros, entonces escúchame. Pienso que una cosa no perjudicará a la otra.

»Estamos aquí, en el despeñadero de Malakumdychap, frente a la tumba de Kazangap, en un lugar desierto y salvaje, porque no hemos conseguido enterrarle en el cementerio ancestral. Y un milano del cielo nos contempla y ve cómo nos despedimos de Kazangap con las palmas de las manos abiertas. Tú, Majestad, si existes, perdónanos y acepta el entierro de tu siervo Kazangap con misericordia y, si lo merece, dale a su alma el descanso eterno. Hemos procurado hacer todo cuanto dependía de nosotros. ¡Lo demás te toca a Ti!