Y de nuevo le vinieron a la memoria las palabras de despedida de Raimaly-agá:

Cuando lleguen los nómadas de las negras montañas, cuando lleguen los nómadas de las azules montañas, no me esperes en la feria, Beguimái...

En aquel estado, a Burani Yediguéi le parecía que era él quien estaba atado con cuerdas al abedul, como lo estuviera en otro tiempo Raimaly-agá, que era él a quien habían rechazado y separado de sí mismo...

Así estuvo sentado hasta que oscureció, hasta que el vagón se llenó de gente y el humo del tabaco hizo difícil la respiración. No comprendía por qué aquella gente estaba tan despreocupada, por qué eran tan insignificantes las conversaciones que les inquietaban en la mesa, ni por qué encontraban gusto en el vodka y en el tabaco. También le resultaban desagradables las mujeres que se presentaban allí con sus maridos. Lo más desagradable era su risa. Se levantó tambaleándose, encontró al camarero, que jadeaba con su bandeja en medio de las alborotadas mesas del restaurante ferroviario, y después de pagar su consumición se fue a su departamento. Tenía que atravesar varios vagones. Por el camino, balanceándose con el tren, se sentía aún más afligido y huérfano con la sensación de su completa soledad y alienación.

Para qué vivir, para qué viajar a cualquier parte...

Ahora le era indiferente saber de dónde venía, adónde y para qué iba, adónde acudía tan de prisa, en la noche, el tren rápido. Se detuvo en una de las plataformas, aplicó su ardorosa frente a la fría puerta vidriada y permaneció allí de pie sin volver la cabeza, sin prestar atención a los que iban y venían junto a él.

Y el tren corría, balanceándose. Y podía abrir la puerta, pues Yediguéi, como todos los ferroviarios, tenía su llave. Podía abrirla y atravesar la línea límite... En un lugar desierto, Yediguéi distinguió en la oscuridad dos lejanas luces que atrajeron su atención. Estuvieron mucho rato sin desaparecer de su vista. O eran las luces de una vivienda solitaria, o bien dos pequeñas hogueras. Seguramente, habría algunas personas alrededor de aquellas luces. ¿Quiénes serían? ¿Por qué estarían allí? ¡Ah, si estuviera allí Zaripa con los niños! Él habría saltado al instante del tren y habría corrido hacia ella, y al llegar, sin tomar aliento, habría caído a sus pies y derramado sus lágrimas sin avergonzarse, para llorar toda la tristeza y melancolía acumuladas...

Burani Yediguéi gimió ahogadamente mientras contemplaba aquellas luces de la estepa que ya iban desapareciendo. Y permaneció allí de pie, ante la puerta de la plataforma, sollozando silenciosamente, sin volverse ni prestar atención al ruidoso paso de los viajeros por el tren. Su cara estaba húmeda de lágrimas... y tenía la posibilidad de abrir la puerta y cruzar el umbral... Y el tren corría, balanceándose.

Cuando lleguen los nómadas de las negras montañas, cuando lleguen los nómadas de las azules montañas, no me esperes en la feria, Beguimái...

...En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente.

Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas.

En estas tierras, cualquier distancia se mide con relación al ferrocarril, como si fuera el meridiano de Greenwich.

Pero los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...

Saliendo de su nido en el despeñadero de Malakumdychap, un gran milano de blanca cola levantó el vuelo para explorar la región. Sobrevolaba sus posesiones dos veces al día: antes de mediodía y al mediodía.

Examinando atentamente la superficie de la estepa y observando todo cuanto se movía por allá abajo, incluso los reptantes escarabajos y las vivarachas lagartijas, el milano volaba en silencio sobre Sary-Ozeki, aleteando comedidamente y ganando gradualmente altura para ver con mayor amplitud y profundidad la estepa bajo sí y acercarse al mismo tiempo, con suaves revoloteos, a su cazadero preferido: el territorio de la zona cerrada. Desde que vallaran tan amplia zona, había aumentado notablemente la presencia de pequeños animales y de diverso género de aves, pues las zorras y otros animales de rapiña no se atrevían a penetrar allí impunemente. En cambio, para el milano la valla no significaba obstáculo alguno. Y se aprovechaba de ello. Era útil para él. Aunque hay mucho que decir sobre esto. Tres días antes había reparado, desde arriba, en una pequeña liebre-cita; cuando se arrojó sobre ella a plomo, el animalito pudo meterse bajo el alambre de espino y el milano estuvo a punto de chocar con todo el impulso contra las púas. A duras penas pudo darse la vuelta y esquivarlas para desaparecer furioso en ángulo agudo para arriba rozando con las plumas la aguda púa del espino. Algunos plumones de su pecho se separaron después en el aire y volaron por su cuenta. Desde entonces, el milano procuraba mantenerse alejado de tan peligrosa cerca.

Así volaba en ese momento, como corresponde al dueño y señor, con dignidad, sin agitarse, sin atraer la atención de los seres terrestres con ningún aleteo superfluo. Aquella mañana, en su primer vuelo, y entonces también en el segundo, había observado una gran animación de hombres y coches en los amplios campos asfaltados del cosmódromo. Los coches corrían de arriba abajo y rodeaban con especial frecuencia las instalaciones de los cohetes. Éstos, apuntando al cielo, hacía tiempo que se encontraban en sus plataformas, y el milano se había acostumbrado a ellos, pero aquel día algo sucedía a su alrededor. Había demasiados coches, demasiados hombres, demasiado movimiento...

Tampoco le pasó desapercibido al milano que la comitiva que hacía poco avanzaba por la estepa, formada por un hombre sobre un camello, dos chirriantes tractores y un peludo perro pardo, permanecía estacionada en la parte exterior de la cerca como si no pudiera atravesarla... El perro pardo irritaba sobremanera al milano por su aspecto ocioso y, especialmente, porque rondaba alrededor de las personas, pero de ningún modo manifestó sus sentimientos por el perro pardo, no iba a caer tan bajo. Se limitó a revolotear sobre el lugar contemplando penetrantemente qué iba a suceder, qué se disponía a hacer aquel perro pardo que meneaba la cola junto a las personas...

Yediguéi levantó su barbuda cabeza y vio al milano que se cernía sobre ellos. «Un cola blanca de gran tamaño –pensó–. Ah, si pudiera ser milano, nadie me detendría. Volaría y me posaría en las kumbez [35]de Ana-Beit.»

En aquel momento se oyó un coche que se acercaba por la carretera. «¡Ya viene! –se alegró Burani Yediguéi–. ¡Quiera Dios que todo se arregle!» Un Gazik [36]se acercó a toda velocidad hasta la barrera y se detuvo bruscamente junto a la puerta de la caseta de guardia. El centinela permanecía a la espera del coche. Se puso firmes y saludó a su jefe de guardia, el teniente Tansykbáyev, cuando éste bajó del coche. Empezó a decir:

–Camarada teniente, le informo que...

Pero el jefe de guardia le detuvo con un gesto, y cuando el centinela bajó la mano de la visera a media palabra, se volvió hacia los que estaban al otro lado de la barrera.